Cuando Éric Vuillard (Lyon, 1968) publicó 14 de julio (ahora traducido al castellano por Tusquets) era 2016 y aún no había ganado el Premio Goncourt, el más prestigioso de las letras francesas. El galardón le llegaría un año después por El orden del día, un libro compuesto por estampas que retrataban el ascenso de Hitler al poder, con el beneplácito de empresarios y líderes europeos. Pero hasta la edición de esta crónica de la toma de la Bastilla que se publica ahora en España, Vuillard se había ocupado de la vida de Buffalo Bill en Tristeza de la tierra y de la colonización africana en Congo. Es decir, de ciertas zonas de la historia poco frecuentadas, ya sea por ignorancia o por vergüenza. 14 de julio era otra cosa. En esta novela —aunque él prefiere el término "relato"—, en la que reclama que no hay un solo dato inventado, aborda un acontecimiento histórico estudiado, enseñado y tratado hasta la náusea. El acontecimiento fundacional de la Francia moderna. La Revolución francesa, con todo su peso y toda su mitología. ¿Por qué arrojar luz sobre lo que está más que iluminado?
Porque esto no es exactamente así. A lo largo del libro, Vuillard defiende que poner el foco sobre algunos protagonistas de la Revolución ha arrojado sombras sobre otros. Sobre la mayoría. "La Revolución francesa se realiza por dos componentes muy distintos", explica a infoLibre en un hotel de Madrid, durante una fugaz visita promocional. De un lado, "la población francesa en su gran diversidad, una población heterogénea, compuesta de obreros y de pequeños comerciantes". De otro, "un pequeño grupo, principalmente de abogados, más o menos partidario de las Luces". "Son sobre todo ellos", apunta, "quienes escriben la versión oficial de la Revolución francesa justo después del 14 de julio". No sorprenderá a nadie que los primeros queden, por tanto, borrados del tapiz. Y esto resulta aún más grave, dice el escritor, si se tiene en cuenta que "el 14 de julio no es un día de Asamblea [Nacional Constituyente, proclamada el 9 de julio de 1789], no se dirige el 14 de julio desde el Ayuntamiento [uno de los enclaves de la Revolución]". La revuelta reúne a 200.000 personas, la mitad de la ciudad quitando a ancianos, enfermos y recién nacidos. No están entre ellos los notables, dice Vuillard: "No es que el 14 de julio tenga una versión popular, es que la única versión posible es la popular".
Y esta no-versión es la que persigue Vuillard, rastreando en los archivos y en relaciones de noticias las acciones de los que participaron en el asalto de la fortaleza, una prisión, pero también un almacén de pólvora y municiones. No resulta evidente, porque las crónicas oficiales les han ignorado. La de Dussault, escritor profesional a quienes los notables encargan contar lo ocurrido —aunque él no abandona el Ayuntamiento en todo el día—. Y la de Jules Michelet, historiador que construye a mitad del siglo XIX el primer gran volumen sobre estos acontecimientos. Este último, critica el escritor, se basa sobre todo en el relato de Dussault y en el de una crónica que se atribuye a Thuriot de la Rosière, abogado y miembro del Comité revolucionario formado en el Ayuntamiento, cabeza de una delegación que debía lograr la rendición de la Bastilla pero que fracasa estrepitosamente. "No se interesa en absoluto por los demás protagonistas, muy numerosos, que también dejan huella", lanza Vuillard. Dussault escribe su crónica para defender la monarquía constitucional postrevolucionaria, dice el novelista. Michelet construye la suya para defender la democracia parlamentaria. ¿Y Vuillard? "Nosotros no estamos desencantados con la democracia, quizás, pero sí con la delegación del poder a un pequeño grupo, a ese pequeño grupo que escribió el 14 de julio. Quizás por eso queremos escribir ahora nuestro 14 de julio".
Así que el escritor busca esas huellas. Y las encuentra. En algunas relaciones, narraciones que dan cuenta de lo que ocurre ese día, escritas por obreros. Hay, explica, "cuatro o cinco" en la Biblioteca Nacional Francesa, entre ellas la de Cholat, un comerciante de vinos probablemente analfabeto, que dicta su experiencia del 14 de julio días o semanas después del acontecimiento. O el registro de la llamada Orden de los Vencedores, que documenta a 950 sublevados. Paradójicamente, la pone en marcha la corte de notables, que pese a ser contraria a la acción violenta a lo largo de toda la mañana, al final del día pone en marcha una comisión para reconocer la labor de los "héroes", que tendrán que acreditar mediante testigos que efectivamente toman parte en el asalto. Ahí hay una primera lista de nombres, estado civil y profesiones. Luego, en torno a 1830, parte de estos participantes o sus familias, caídos en la indigencia por las consecuencias de aquella batalla —muertes, mutilaciones—, piden una pensión al Estado en pago por sus servicios. "Esto me dio la profundidad del tiempo. Porque cuando se dice que un hombre pierde el brazo el 14 de julio, como ocurre en Francia con los chalecos amarillos, sabemos que es terrible, pero no imaginamos su consecuencias", apunta el escritor. Después están los registros de cadáveres, los más pobres, y de quienes los llevan ante las autoridades. Y las memorias escritas años más tarde. Ahí sí aparecen las mujeres, prácticamente ausentes en los demás registros.
Estos relatos son distintos de los de los narradores más cultos. Vuillard los llama "relatos cámara al hombro", haciendo referencia a ese estilo cinematográfico que se ciñe a la experiencia, lo más realista posible, del protagonista. "[Cholat] no hace introducciones, así que no entendemos bien dónde estamos, de dónde viene tal personaje…", señala. "Es a la vez torpe, lo que da una idea de la honestidad del testigo, y mucho más moderno que Dussault. E incluso más moderno que Michelet, pese a todo su talento. La literatura moderna está escrita con la cámara al hombro". Los demás registros permiten conocer detalles como que los participantes lo hicieron por grupos que provenían del mismo barrio o de la misma profesión: es decir, por cuadrillas de amigos o conocidos. O que algunos de los participantes tuvieron que marcharse luego de la ciudad, afectados por las secuelas de la revuelta. O que mientras el Ayuntamiento celebraba a los héroes, otras autoridades les detenían acusándoles de robo. Y la crónica de Dussault nos permite saber que al final de ese 14 de julio, cuando los notables aplauden a la masa e invitan a los asaltantes a identificarse como héroes, "la mayoría huye como si hubieran hecho algo malo". La mayor parte de los revolucionarios se va. No deja rastro. El narrador, apunta Vuillard, "nos señala un agujero en los archivos".
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Y ahí está el problema. "Si queremos ser extremadamente fieles a la historia, nos tenemos que ceñir a los documentos", admite Vuillard. ¿Qué ocurre entonces si los documentos no recogen parte de la historia? Vuillard pone un ejemplo actual: las identificaciones racistas que la policía realiza tanto en España como en Francia, según denuncia multitud de ONGs. "El proceso policial del control de identidad, en Francia tiene lugar, pero no deja huella por escrito. De forma que si se pide la identificación a una persona porque es árabe o porque es negra, esta persona no tiene manera de demostrarlo más que por el testimonio de un compañero, que es poca cosa. Entonces, si los historiadores del futuro deciden ocuparse del problema, porque lo encuentran en un programa electoral, por ejemplo, no podrán documentar eso de manera seria. Pero todos sabemos que es verdad, que pasa", reflexiona. Por eso él reivindica la idea paradójica de "escribir lo que se ignora". Por ejemplo, lo que sucedió exactamente el 14 de julio. "Si contamos solo lo que puede documentarse, quizás estemos alejándonos de la verdad", defiende. Y ahí entran la literatura y el lenguaje.
Porque en el lenguaje está también, dice el escritor, el considerar la historia "como un hecho presente". Si se escribe únicamente lo que hay en los archivos, "consideramos que esta historia ha terminado, y por lo tanto que está muerta". Y continúa: "Pero si consideramos que esta historia no ha acabado, que la reivindicación de la emancipación de los pueblos no ha terminado, que las reivindicación de igualdad que son las del pueblo de París están emparentadas con las de los jóvenes españoles del 15-M o con las de los griegos, o con las tunecinas... Entonces esta historia se escribe en presente". Entonces es posible contar qué hizo Cholat el 14 de julio. Y no será exacto, pero será verdad.
Cuando Éric Vuillard (Lyon, 1968) publicó 14 de julio (ahora traducido al castellano por Tusquets) era 2016 y aún no había ganado el Premio Goncourt, el más prestigioso de las letras francesas. El galardón le llegaría un año después por El orden del día, un libro compuesto por estampas que retrataban el ascenso de Hitler al poder, con el beneplácito de empresarios y líderes europeos. Pero hasta la edición de esta crónica de la toma de la Bastilla que se publica ahora en España, Vuillard se había ocupado de la vida de Buffalo Bill en Tristeza de la tierra y de la colonización africana en Congo. Es decir, de ciertas zonas de la historia poco frecuentadas, ya sea por ignorancia o por vergüenza. 14 de julio era otra cosa. En esta novela —aunque él prefiere el término "relato"—, en la que reclama que no hay un solo dato inventado, aborda un acontecimiento histórico estudiado, enseñado y tratado hasta la náusea. El acontecimiento fundacional de la Francia moderna. La Revolución francesa, con todo su peso y toda su mitología. ¿Por qué arrojar luz sobre lo que está más que iluminado?