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La España vacía se llena de libros

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En enero de 2007, Miguel Grima, alcalde de la aldea oscense de Fago, fue tiroteado con una escopeta de postas cuando regresaba de una reunión del PP en Jaca. El culpable resultó ser su vecino Santiago Mainar. Ambos eran “neorrurales”: hartos de ciudad, se habían ido al campo en busca de una arcadia feliz que sólo existía en su imaginación. Lo contó Sergio del Molino primero en crónicas periodísticas, después en un libro que marcó época, La España vacía (2016).

En enero de 2010, desapareció en Santoalla (Ourense) Martin Verfonder, cuyos restos fueron encontrados cuatro años más tarde. En 2018, en la apertura del juicio, el fiscal se dirigió al jurado: nuestro sistema procesal no es como en las películas americanas, pero “Santa Eulalia [Santoalla] era como el salvaje Oeste”. El origen de la disputa entre víctima y verdugos fue la explotación de unas parcelas de monte.  

Ambas historias entroncan con lo más negro de la crónica rural, con La familia de Pascual Duarte de Cela, o Los santos inocentes de Delibes, obras que “nos remiten a espacios yermos, a circunstancias tremendistas, a personajes desamparados sometidos a sociedades inclementes y truncadas”, escribe Rosa María Díez Cobo.

Y algo de esa crudeza pervive en las obras que, de un tiempo a esta parte, resucitan esa narrativa tan presente en nuestra historia, que ha vuelto con etiqueta propia: neorruralismo. “Amén de un contenido literario, el marchamo tiene claros elementos mediáticos y comerciales”, escribe Vicente Luis Mora. El punto de partida fue “la enorme expectativa comercial creada por una operación del grupo Planeta sobre un libro, Intemperie (2013), de Jesús Carrasco. A partir de su éxito, sustentado en buena parte en su ambientación campestre y su distancia temporal, los periodistas culturales tejieron hilos con otras novedades que estaban apareciendo, y que también tenían en común el espacio rural como ambientación narrativa”. Incluso se creó página en Wikipedia. En opinión de Mora, “es un fenómeno a medias localista y a medias global, de mercado, por lo que cabe adjudicarle la etiqueta de glocal”.

Literatura

Sostiene Díez Cobo, citando a otros estudiosos, que los textos a los que nos referimos transitan experiencias narrativas diversas: unos son encuadrables en la distopía; otros se podrían calificar de perturbadoras alegorías, mientras aún otras recrean espacios míticos y fabulescos, propios de lo maravilloso. Les es común su emplazamiento en territorios que, “lejos de constituirse como tierras utópicas de promisión, en oposición a urbes hipertecnológicas, hostiles y deshumanizadas, son retratadas sistemáticamente como territorios misteriosos, inquietantes, en ocasiones violentos, y, sobre todo, desolados y vacíos”. No en vano, apenas ninguno se ubica en emplazamientos con nombres propios y localizaciones precisas. “Pareciera, así, que el anonimato de estos territorios incidiese en la esencialidad de su soledad y de su desamparo.”

Mora añade una característica que comparten varios escritores, la edad “más o menos homogénea, ni muy jóvenes ni maduros”, y el que, en varios casos, “más que los autores, son los personajes los que deciden mudarse al campo y podrían adscribirse a esas líneas, bajo las cuales late siempre el fantasma de la autenticidad de la vida”.

Para él, otro elemento de extrañeza es la escasa calidad estética, salvo excepciones. “Quizá se debe a que parece fruto de una moda, y no de una perspectiva vital y serena y de un conocimiento del medio, como sucede en quienes tocan este tema desde hace décadas con la debida solvencia”, pero le chocan “el escaso fulgor estilístico y la cicatera panoplia léxica de los recientes practicantes, frente a la sólida tradición novelesca española que, desde el grupo del 98 hasta Miguel Delibes y Julio Llamazares, pasando por Gabriel Miró o Ramón J. Sender, han abordado historias y personajes ambientados en el campo español. Sólo algunos autores, como Julián Rodríguez, Alberto Olmos, Pilar Adón o Julio José Ordovás, sin llegar a las cimas citadas, han demostrado al menos un profundo respeto por esa tradición, cifrado en cierta voluntad estilística y en el reflejo verbal de los ambientes rurales desde una elaboración verosímil”. A veces, continúa, el lector tiene la sensación de “recorrer un imaginario impostado”.

Poniendo etiquetas al campo

El etiquetismo es un mal extendido, tal vez inevitable. “Las etiquetas no me molestan porque las entiendo como algo cambiante. Hoy soy un escritor neorrural y mañana seré otra cosa”, declaró Jesús Carrasco, quien sólo acierta a justificarse diciendo que siente el suelo que pisa como un solo suelo. “Esa relación de la que habla es algo magnético que no soy capaz de explicar. Quizá por eso escribo sobre ello”.

Intemperie, el kilómetro cero de esta nueva ruta literaria, fue clasificada como “western ibérico”; el “salvaje Oeste” del fiscal ourensano. En ella hay abusos, miseria y brutalidad, tríada de la que ha huido Rafael Navarro de Castro en La tierra desnuda. “Quería romper con todo eso, quería mostrar todos los ingredientes del horror, pero huyendo de la fatalidad, es una decisión narrativa y también algo que he podido experimentar”.

Navarro de Castro no es un urbanita de paso: él vive en la tierra que describe, y su pretensión es homenajear al campo y a sus habitantes, poner en valor sus principios. Pero sí fue un neorrural: nacido en Lorca, trabajó durante quince años en el sector audiovisual hasta que en 2001, cansado de Madrid, se trasladó al pueblo granadino de Monachil, donde vive y observa atento a quienes han llegado detrás: “Hay un poco de todo, mucho artisteo: pintores, músicos, escritores… Y mucho guiri, cómo no. Comparten un perfil medio romántico y suelen sobrevivir de formas raras, es gente que se hartó de la ciudad por lo que sea, como me pasó a mí”.

Lo preocupante es que muchos se mudan empujados por una idea equivocada del campo al que van, tan distinto del de las postales bucólicas que nos envían desde hotelitos rurales donde recrean, o falsean, la vida campestre. Ofrecer una visión realista (que rima como pesimista, pero también con optimista) es el objetivo de María Sánchez con Tierra de mujeres. Sánchez (Córdoba, 1989) es la primera mujer en su familia en dedicarse a un oficio desempeñado tradicionalmente por hombres: la veterinaria. “Tenemos otra forma de hacer ―asegura―. En un reciente estudio de la Universidad de Granada los datos revelan que donde hay mujeres a su cuidado las cabras dan más leche, viven más años y los cabritos mueren menos. Otro estudio desvela que en las tareas del campo en las que se pensaba que no había mujeres, siempre las hubo”.

Subraya Rosa María Díez Cobo que si algo unifica las obras ensayísticas que se insertan en esta corriente “es el retorno a una realidad rural ubicada en una España interior que se dibuja agostada, silenciosa, en vías de extinción en la cual, como mencionan [Paco] Cerdà o del Molino en sus obras, la densidad demográfica de amplias zonas de las dos mesetas, Extremadura o Aragón igualan o caen por debajo de los porcentajes de población de regiones europeas” tan deshabitadas como el norte de Suecia, Siberia o Laponia. Estas obras, además, criban un análisis, de partida sociológico, “con un tamiz personal, subjetivo y poético; no ocultan sus autores la vinculación personal con la materia que abordan y trazan todos ellos una desolada evocación de un territorio no solo real, demográfico, sino también imaginado, poetizado”.

Abre la muralla

Escribo este texto cuando aún no se ha celebrado la manifestación “La revuelta de la España vaciada” (un paso más allá de la “España vacía”). Estamos, además, en campaña electoral, los partidos dan más importancia que nunca a los votos de esa otra España, donde se juegan un centenar de escaños. Quizá sea el momento.

Marc Badal, autor de Vidas a la intemperie, nunca ha creído en planes maquiavélicos, ni en la capacidad de ningún gobierno de tenerlo todo controlado. Pero admite que el caso español es singular, “me cuesta creer que encontráramos algún otro país donde exista un fenómeno tan bestia de vaciado de pueblos, aldeas, cortijos, masías…”. En su opinión, esto se explica por dos razones fundamentales: la abolida capacidad de negociación de los representantes del campo, “anulados por 40 años de franquismo”, y la entrada en la Comunidad Económica Europea “en una postura subalterna que se pliega a las exigencias de los países que tienen la política agraria y ganadera por el mango, que exigen a España desmantelar la ganadería extensiva del norte, etc”.

Marc vive en un caserío en la vertiente norte del Pirineo navarro, donde impulsa un kanpoko bulegoa u “oficina exterior” en torno a la cultura rural y el territorio. “Echamos puentes entre las personas, colectivos y entidades del sector primario y el mundo de la cultura, pretendemos desarrollar proyectos que tengan un pie en lo agrario y lo rural y otro en el mundo de la cultura, el pensamiento”.

Antes de hablar con él, recuperé un artículo de Julio Llamazares. En la Edad Media europea, leí, el campo estaba vacío, “pues era un lugar peligroso a merced de cualquier incidencia. Las personas se refugiaban tras las murallas de las ciudades como ahora volvemos a hacer. Hoy los peligros del campo ya no son los invasores o los bandoleros que lo asolaban cada cierto tiempo, sino los que le procuran otro tipo de enemigos invisibles, pero no menos temibles que aquellos: la soledad, la marginación social, la falta de atención y de servicios, el olvido...”. Sin saberlo, concluye, estamos, volviendo a la Edad Media mientras creemos vivir en la modernidad.

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“Entiendo lo que quiere decir ―responde Badal―, pero estaríamos cayendo una vez más en una mirada urbana que es incapaz de ver lo que ha pasado en el medio rural a lo largo de la historia”.

En cuanto al poder de los libros… “La gente con la que trabajamos o a la que invitamos a participar en nuestros procesos de reflexión lee poco”, admite Badal. “Pero, este fenómeno editorial que parece que inaugura La España vacía… ¿quién está leyendo esos libros? La gente del medio rural interesada, ¿los está leyendo? Los está leyendo la poca gente que tiene gana y tiempo de leer, sobre todo, gente de ciudad. Este fenómeno editorial nos habla de los urbanitas, qué está pasando en las ciudades y en las cabezas de los urbanitas que están comprando masivamente estos libros. Porque gente que escriba del medio rural nunca ha dejado de existir…”.

 

En enero de 2007, Miguel Grima, alcalde de la aldea oscense de Fago, fue tiroteado con una escopeta de postas cuando regresaba de una reunión del PP en Jaca. El culpable resultó ser su vecino Santiago Mainar. Ambos eran “neorrurales”: hartos de ciudad, se habían ido al campo en busca de una arcadia feliz que sólo existía en su imaginación. Lo contó Sergio del Molino primero en crónicas periodísticas, después en un libro que marcó época, La España vacía (2016).

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