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El flamenco y sus mil caras

Como no había otra pared blanca, el fotógrafo eligió uno de los lados de la cocina de la casa de la cantaora Esperanza Fernández como fondo para sacarle un retrato. La madre, entre los fogones aledaños, freía incrédula unas patatas. “¿Pero hombre, no había otro sitio mejor?”. Poco importaba, porque Jerónimo Navarrete, como acostumbra, le apuntaba a la artista los ojos, que son los que hablan . Y que fueron con los que vio, para después confirmar, que esa era una de las mejores instantáneas que le habían sacado en su vida.

A lo largo de 30 años, se le han ido sucediendo las anécdotas y los encuentros a este productor musical, fotógrafo y rendido amante del flamenco. Fruto de una labor en paralelo a su profesión, de acudir a conciertos y espectáculos y convencer a sus protagonistas, ora en los pasillos, ora en las penumbras de los camerinos, de dejarse inmortalizar, ha ido recopilando innumerables imágenes. Tres centenares de ellas ilustran ahora Flamencos (Rey Lear), un libro sobre el arte y el duende que quiere alejarse de los sesudos tratados y los elogios manidos para acercar tanto a profanos como a expertos el legado que cantantes, bailarines y músicos han dejado en España en los últimos veinte años.

Con textos breves, directos y en muchos casos anecdóticos, pegados a lo humano, de dos periodistas especializados en música –José María Goicoechea y José Manuel Gómez, Gufi- el libro se guía por lo visual como hilo de un relato que arranca con Paco de Lucía y concluye con Enrique Morente.

“Son dos de los grandes, y Camarón está en medio: entre los tres son puntales del flamenco en estos 30 años”, apunta Navarrete, para agregar que, aunque son todos los que están, no están todos los que son. “Se han quedado fuera muchísimos, porque son muchísimos los artistas. Por ejemplo, Fernanda de Utrera, a quien no le pude hacer una foto porque se encontraba mal y estaba despeinada, y no quiso que se la tomara, o El Lebrijano, que son dos de los que sí que tenían que estar”.

Lo que era seguro era que el centro de la publicación estaba reservado para una fotografía a doble página, la que copa también la portada, protagonizada por una solemne Lola Flores junto a un aparentemente distraído Farruco. Lo que queda entre esos ejes está ordenado casi de manera aleatoria porque, como subraya Goicoechea, el libro tiene más vocación de presentación subjetiva y sugestiva que de obra enciclopédica.

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“La primera visión que queremos aportar es la de una admiración absoluta”, explica. “El flamenco es algo con lo que disfrutamos y nos gusta mucho, lo que implica que no somos nada talibanes, que nos distanciamos de la idea del flamenco puro”. Como experimentado crítico de jazz, el tercer autor, Gufi, aporta además una visión inquisitiva sobre las raíces y el futuro del flamenco, más atado a sus orígenes que aquella música de raigambre negra. Porque, dice Goicoechea, “mientras que hoy nadie se sorprende al escuchar a un músico de jazz finlandés, eso en el flamenco sí que choca”.

Surgidos de experiencias personales, de charlas en conciertos, de entrevistas realizadas a intervalos a lo largo de sus carreras, los textos hablan de personas que crean personajes intensos, en ocasiones peculiares e incluso raros, pero siempre terrenales. Gente común y corriente. Gente con un don. “También he aprendido mucho, porque a algunos no los conocía”, añade Goicoechea. “Por ejemplo Raúl Cantizano, que es alguien que no respondía en nada al canon del flamenco y hace cosas alucinantemente buenas”.

Que las imágenes sean retratos, y no fotografías de actuaciones, es una cuestión que responde a una fijación personal de Navarrete, que ha realizado con ellas un trabajo “casi etnográfico”. Que, además, todas se presenten en blanco y negro y sin flash, además de responder a razones técnicas, ya que en muchas ocasiones ha apretado el obturador en espacios sin apenas luz, les añade un toque de “atemporalidad”. “Quería salir de la idea de los artistas en sí y tratarlos como personas normales, porque eso es lo interesante, conocer un poco más a la persona”.

Como no había otra pared blanca, el fotógrafo eligió uno de los lados de la cocina de la casa de la cantaora Esperanza Fernández como fondo para sacarle un retrato. La madre, entre los fogones aledaños, freía incrédula unas patatas. “¿Pero hombre, no había otro sitio mejor?”. Poco importaba, porque Jerónimo Navarrete, como acostumbra, le apuntaba a la artista los ojos, que son los que hablan . Y que fueron con los que vio, para después confirmar, que esa era una de las mejores instantáneas que le habían sacado en su vida.

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