El día que Gabriel García Márquez definió el periodismo como “el mejor oficio del mundo” no sabía que la historia –y esta profesión a veces tan autorreferencial- se encargarían de repetir y manosear esta frase hasta el aburrimiento. La proclama de Gabo (Colombia, 1927- México, 2014) era un agradecimiento sincero a la actividad que le permitió sobrevivir los primeros años de carrera y ejercitar su músculo literario. Esa fidelidad la atestiguaron también sus actos, como escribe la periodista argentina Leila Guerriero, que “indicaron que para él, el periodismo no era un ganapán ni un oficio bastardo, sino una forma de la literatura a la que valía la pena entregarle la vocación y la vida”.
Fue en las páginas de los diarios colombianos El Espectador o El Heraldo donde primero desfilaron personajes como Úrsula y Aureliano o escenarios como la casa de los Buendía, protagonistas todos ellos de su obra cumbre Cien años de soledad. Esa tensión permanente entre literatura y periodismo en el trabajo del Nobel es la que ha guiado la selección de textos recopilada por Cristóbal Pera en El escándalo del siglo, una antología publicada por Literatura Random House que acaba de llegar a las librerías.
“Soy periodista, fundamentalmente. Toda la vida he sido un periodista. Mis libros son libros de periodista, aunque se vea poco”, recuerda Pera las palabras de García Márquez en una nota a este volumen. Era también un experto en el arte de captar al lector con el anzuelo de la intriga y la belleza literaria. “Era martes en Cali. El caballero, para quien el fin de semana fue un borrascoso periodo sin tiempo –tres días sin huella-, había estado con el codo decoroso y obstinadamente empinando hasta la medianoche del lunes”, escribió en El Heraldo de Barranquilla en 1950. Otros arranques del autor de El coronel no tiene quien le escriba proponían un juego entre el humor y el desacaro: “No se me ocurre ningún título” fue el encabezamiento de su primera experiencia en Cuba tras el derrocamiento del dictador Fulgencio Batista.
En un periódico publicó también su primer bestseller, Relato de un náufrago, bestsellerRelato de un náufragobasado en una serie de entrevistas a Luis Alejandro Velasco, único superviviente de un barco de la marina colombiana que se había hundido en las costas de Alabama. La crónica, troceada en 14 entregas, provocó un torbellino político y el periodista acabó como corresponsal en Europa hasta que se calmasen los ánimos. Durante más de dos años, García Márquez escribió desde París, Italia, Viena, Europa del Este… para satisfacción de su ya legión de fans, enganchados a su pluma desde Relato de un náufrago. En aquella especie de exilio firmaría el reportaje que da nombre a El escándalo del siglo, una investigación entre la novela policiaca y la crónica social sobre el asesinato de la italiana Wilma Montesi en el que se vieron implicadas las élites políticas y artísticas del país.
Fiel al oficio
García Márquez comenzó a dedicarse al periodismo cuando tenía 20 años y acababa de ingresar en la Universidad Nacional de Bogotá para estudiar Derecho por mandato paterno. El escándalo del siglo recorre el arco que va desde estos primeros trabajos, publicados en 1950, hasta 1987, cuando era ya un escritor consagrado internacionalmente (recibió el Nobel en 1982). Durante su etapa costeña, trabajando para el rotativo barranquillero, Gabo terminaría también su primera novela, La hojarasca. Desde entonces, y a lo largo de toda su carrera, nunca abandonaría el periodismo, pese a su éxito literario.
A finales de la década de los sesenta publicó Cien años de soledad –posteriormente aparecerían también otras dos de sus obras más relevantes, El otoño del patriarca y El amor en tiempos del cólera- y su periodismo tomó una deriva más comprometida. En aquel momento América Latina se dividía entre los que celebraban el triunfo de la Revolución cubana y los que la temían. Su amistad con Fidel Castro y sus simpatías hacia su política le valieron el apodo de “tonto útil de Fidel”. Una de las crónicas que peor encajaron sus detractores fue la que firmó cuando empezó el embargo a la isla caribeña: “Aquella noche, la primera del bloqueo, había en Cuba unos 482.560 automóviles, 343.300 refrigeradores, 549.700 receptores de radio, 303.500 televisores, 352.900 planchas eléctricas, 286.400 ventiladores, 41.800 lavadoras automáticas, 3.500,000 relojes de pulsera, 63 locomotoras y 12 barcos mercantes. Todo eso, salvo los relojes de pulso, que eran suizos, había sido hecho en los Estados Unidos”. Con sus palabras, Gabo pretendía que los lectores comprendieran la magnitud de la medida tomada por el gobierno estadounidense.
La verdad y sus adornos
En los trabajos de esta antología, García Márquez se revela como un observador perspicaz, un cronista inimitable y –dicen algunos- también un reportero hiperbólico. El periodista costarricense Néfer Muñoz analizó este aspecto en su tesis Novelando en el periódico y reportando en la novela de América Latina con la que se doctoró en la Universidad de Harvard. Muñoz estudió el gusto de Gabo por la exageración en algunas de sus trabajos y ponía como ejemplo Caracas sin agua, reportaje sobre un periodo de escasez en la capital venezolana a finales de los cincuenta. En él, el autor habla de un ingeniero alemán llamado Samuel Burkart que utilizaba zumo de melocotón para afeitarse cada mañana. Al parecer, el ingeniero nunca existió y el Nobel utilizó esta figura para hablar de su propia experiencia.
En otra de sus primeras crónicas, Historia íntima de una manifestación de 400 horas, sobre una supuesta protesta en la región colombiana del Chocó, García Márquez tiró también de inventiva, según Muñoz. “Años más tarde, al recordar este episodio, en una entrevista con el periodista Daniel Samper, García Márquez confesó: ‘Inventamos cada noticia…”, recuerda el investigador. En el propio prólogo de El escándalo del siglo, Jon Lee Anderson reconoce la borrosa frontera entre el estilo literario y periodístico del Nobel: “Esta antología nos revela un escritor de pluma amena en sus orígenes, bromista y desenfadado, cuyo periodismo es poco distinguible de su ficción”.
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Hiperbólico o no, lo cierto es que la realidad cinceló el universo literario del escritor. En la última década de su vida, aquejado de un cáncer linfático, la salud le obligó a rebajar su actividad profesional. En 1996 salió publicado Noticia de un secuestro, célebre crónica periodística sobre el calvario de un grupo de colombianos (muchos, periodistas) que fueron secuestrados por Pablo Escobar para forzar el abandono del acuerdo de extradición con Estados Unidos. Siempre fiel a ese compromiso con el oficio, esos últimos años los dedicó a publicar en la revista Cambio, que compró con el dinero del Nobel, y a impartir talleres en la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, institución que fundó en 1995.
Dice Leila Guerriero que su legado periodístico ha conseguido que los referentes de esta profesión no sean sólo Tom Wolfe o Truman Capote, sino muchos otros hispanohablantes y formados en la FNPI como Alma Guillermoprieto o Alberto Salcedo Ramos. “Es difícil pensar en el estado de la no ficción en América Latina sin tener en cuenta este gesto de García Márquez que, veinte años atrás, decidió crear esta fundación para periodistas cuando, con todo su nombre, con todo su poder, pudo haber hecho otra cosa: un festival de cine, un premio de novela, o nada”.
Precisamente defendiendo la labor de su fundación, Gabo describía así su amor incondicional a esta profesión: "Nadie que no haya nacido para eso y esté dispuesto a vivir sólo para eso podría persistir en un oficio tan incomprensible y voraz, cuya obra se acaba después de cada noticia, como si fuera para siempre, pero que no concede un instante de paz mientras no vuelve a empezar con más ardor que nunca en el minuto siguiente".
El día que Gabriel García Márquez definió el periodismo como “el mejor oficio del mundo” no sabía que la historia –y esta profesión a veces tan autorreferencial- se encargarían de repetir y manosear esta frase hasta el aburrimiento. La proclama de Gabo (Colombia, 1927- México, 2014) era un agradecimiento sincero a la actividad que le permitió sobrevivir los primeros años de carrera y ejercitar su músculo literario. Esa fidelidad la atestiguaron también sus actos, como escribe la periodista argentina Leila Guerriero, que “indicaron que para él, el periodismo no era un ganapán ni un oficio bastardo, sino una forma de la literatura a la que valía la pena entregarle la vocación y la vida”.