'El gobierno de las togas': por qué la judicialización no es la respuesta al problema catalán

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José Antonio Martín Pallín

"Hace ya algún tiempo, las tensiones de la vida política comenzaron a llegar a los juzgados y tribunales, para que seamos los jueces los que tengamos que resolver situaciones que nunca debieron salir del marco de la confrontación política". Lo dice José Antonio Martín Pallín, magistrado emérito de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo. Y dentro de esta tendencia, defiende, el juicio del procés es especialmente significativo. Martín Pallín ha criticado abiertamente numerosos aspectos del proceso contra los líderes independentistas por la organización del referéndum del 1 de octubre, y en El gobierno de las togas analiza el contexto en el que se produce lo que considera una judicialización de un problema político, deteniéndose también en detalles del proceso y de la sentencia, y señalando sus posibles consecuencias. infoLibre recoge aquí la introducción del libro, editado por Catarata y la revista Ctxt, en librerías el 10 de noviembre. 

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Son varias las razones que me han impulsado a escribir este libro. Durante más de cuarenta años he desarrollado mi vida profesional entre el Ministerio Fiscal y el Tribunal Supremo, como magistrado en la Sala Segunda. Han sido todos estos años dedicados los que me han permitido enriquecer mis conocimientos y mi sensibilidad ante los conflictos humanos que surgen en todas las sociedades, sean o no democráticas. Hace ya algún tiempo, las tensiones de la vida política comenzaron a llegar a los juzgados y tribunales, para que seamos los jueces los que tengamos que resolver situaciones que nunca debieron salir del marco de la confrontación política. Para eso están los mecanismos previstos en todas las Constituciones democráticas.

Como fiscal he celebrado miles de juicios que, además de ejercer las acciones penales, me han permitido profundizar en la comprensión del entorno y las circunstancias que podían haber llevado a esas personas al banquillo de los acusados. Por supuesto, hay un factor criminológico que surge de la marginación social, pero actualmente las circunstancias han cambiado y una parte importante de la estadística criminal la ocupan los delitos económicos, relacionados con la corrupción de funcionarios públicos y de particulares. Mi tarea como fiscal consistía en tratar de convencer al tribunal de la existencia de pruebas suficientes para formular una acusación y pedir una determinada pena o incluso la absolución. Pero mi labor no acababa en ese momento. Después de finalizar el juicio, tenía que leerme las sentencias para decidir si estaba de acuerdo con ellas o procedía interponer algún recurso. Más adelante, con la vigencia de nuestra Constitución, se amplió la esfera de posibilidades y tuvimos que entrar de lleno en la comprobación del cumplimiento riguroso de las garantías constitucionales establecidas en todos los sistemas internacionales de derechos humanos. Era necesario leer previamente las sentencias recurridas. Una vez que llegué al Tribunal Supremo, debía estudiar y seleccionar los recursos para comprobar si efectivamente se había vulnerado alguno de los principios esenciales y las garantías propias del proceso penal de una sociedad democrática.

Esta larga trayectoria entre el Ministerio Fiscal y la Magistratura me permite, modestamente, afirmar que tengo una experiencia temporal y material consolidada por mi práctica como acusador y como magistrado. Estoy seguro de que mi criterio será discutido y criticado por muchos juristas, incluso por algunos que no tengan esta condición, pero puedo asegurarles que el principal motivo de mi discrepancia con la actuación judicial, en el caso de los independentistas catalanes, nace de mi rechazo a que un proceso político desarrollado a través de órganos constitucionales, controlado por el Tribunal Constitucional y culminado en una sesión parlamentaria pueda ser criminalizado, sin haber optado por otras alternativas como la aplicación de las previsiones constitucionales del artículo 155. La sentencia condenatoria de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, que va ser objeto de mi análisis crítico, reconoce paladinamente que todo lo que ha considerado como un proceso rebelde o sedicioso quedó abortado por la aplicación de las medidas políticas tomadas por el Gobierno de la Nación. Por eso nunca comprenderé cómo el Tribunal Supremo de un Estado democrático puede criminalizar iniciativas políticas, arrogándose competencias que nunca debieron utilizarse para hacer frente al conflicto catalán.

El segundo motivo es mi preocupación por la incapacidad histórica y política de mi país, en los tiempos presentes y pretéritos, para afrontar una situación que corre el riesgo de hacerse endémica. El llamado conflicto catalán no es nuevo, e incluso la sentencia, de casi 500 páginas, dedica unas cuantas líneas a los antecedentes, relativamente recientes, para establecer una comparación, que en mi opinión no es homologable, con la declaración de independencia desde el balcón de la Generalitat por Lluís Companys en el año 1934. El llamado conflicto catalán ha gravitado sobre nuestra historia desde hace largo tiempo. Para no retroceder estérilmente a épocas más remotas, iniciaré mi reflexión a partir de la proclamación de la dictadura de Primo de Rivera en el año 1923. Cuando Alfonso XIII dio un golpe de Estado, entregando el poder a un alto cargo militar que, por circunstancias del destino, era capitán general de Cataluña, la burguesía catalana celebró este acontecimiento. El advenimiento de la II República ha sido siempre el punto de partida de mis reflexiones sobre la democracia y los valores cívicos que quisiera ver, algún día, instalados con solidez en nuestro país. Años antes, la experiencia del Estado federal que propugnaba la I República (1870-1873) hubiera sido una solución para afrontar este conflicto, pero su duración fue tan efímera que no pudo plasmarse en un texto constitucional que rigiera nuestra convivencia política.

Me parece oportuno recordar, como precedente, que todas las fuerzas democráticas que alumbraron la II República habían acordado en el Pacto de San Sebastián de 1929 la creación de Estatutos de autonomía lo más amplios posible para las llamadas comunidades históricas, como Cataluña, el País Vasco y Galicia.

Las fuerzas políticas reaccionarias, sociales y eclesiásticas, se aliaron para aunar todos los medios a su alcance hasta conseguir derrocar el régimen ejemplar de derechos y libertades políticas y sociales que se recogían en la Constitución de 1931. Ni los más acérrimos partidarios del golpe militar de 1936 han sido capaces de negar las avanzadas políticas de educación, cultura y seguridad social que se pusieron en marcha. No me voy a detener en sus bondades, pero siempre lamentaremos la pérdida de esa oportunidad histórica que transcurrió en tiempos convulsos para toda Europa. En mi opinión, la II República fue una gran oportunidad para asentar en nuestra sociedad los valores democráticos y los avances sociales, con absoluto respeto al pluralismo de todas las ideologías comprometidas con los derechos y libertades fundamentales.

El golpe militar del 18 de julio de 1936, que triunfó tres años después, dejó un reguero de sangre y desolación que nunca hemos podido superar. Nuestras carencias históricas y nuestro déficit democrático nacen de la oposición feroz de los vencedores a cualquier intento para integrarnos en la cultura democrática europea. Los movimientos democráticos que surgieron desde los primeros momentos en contra de un régimen totalitario —que representaba un anacronismo en la Europa que empezaba a gestar el embrión de lo que ahora es la Unión Europea— siempre propugnaron la sustitución de la dictadura por un sistema democrático que tuviese en cuenta las peculiaridades de Cataluña y el País Vasco.

Cuando se comienza a desarrollar el moderno independentismo catalán, los poderes políticos tuvieron la oportunidad, durante varios años, de concertar una solución política compatible con nuestra actual Constitución. En mi opinión, y a pesar de los dogmáticos inflexibles, esta solución pasaba por un referéndum consensuado como en Escocia y Canadá, aunque con ciertos condicionamientos y limitaciones. Todas las estadísticas demoscópicas solventes de las que se disponía apuntaban a que si se hubiera celebrado una consulta popular, hace unos años, hubiera triunfado rotundamente el “no” a la independencia unilateral de una República catalana independiente.

Los políticos catalanes, como era de esperar, no cejaron en su empeño y pusieron en marcha lo que se denomina la hoja de ruta, que se atajó por el Tribunal Constitucional de manera clara y rotunda. Siempre estuvo abierto el espacio para el diálogo en busca de la convivencia y, aunque no seré yo el que reparta las culpas políticas, es evidente que el Gobierno central, en manos del Partido Popular, pretendió dar un “golpe jurídico” para enfrentarse a las propuestas independentistas, encomendando esta tarea, propia de la actividad política, a lo que en ciencia política se denomina el gobierno de las togas. Se retorcieron las funciones y el sentido de un Tribunal Constitucional en una sociedad democrática, regida por el principio de la división de poderes. Se modificó ad hoc el Código Penal para poder castigar determinadas conductas. En definitiva, se decidió que los jueces penales tenían la palabra y que todo era un problema que se solucionaba con la aplicación del derecho penal.

Es cierto que vivimos en una sociedad en la que todo se pretende regular por leyes, dejando un escaso espacio a los ciudadanos para que solucionen sus conflictos por las vías del convenio, el pacto o las votaciones democráticas. Precisamente por ello el Poder Judicial ocupa un mayor protagonismo, a veces indeseable, en los espacios públicos e incluso privados. Corresponde a los políticos afrontar, con responsabilidad, las cuestiones que afectan a la buena gobernanza del país. No pueden eludir sus obligaciones remitiendo a los jueces conflictos que no son propios de la función jurisdiccional, trastocando el sistema de la división de poderes y perturbando la estabilidad democrática. La cosa pública, su gestión y gobierno, pertenece en exclusiva a los legisladores y a los que administran, desde sus cargos ejecutivos, las políticas necesarias para el desarrollo de la vida diaria, velando por los intereses generales.

Un sector del llamado catalanismo independentista se presentó a las elecciones del año 2015 anunciando, clara y transparentemente, como acontece en toda sociedad democrática, que en su programa electoral ofrecían a sus potenciales electores activar las medidas políticas y legislativas necesarias para llegar a la proclamación unilateral de independencia de Cataluña en forma de república. Consiguieron la mayoría parlamentaria.

Era evidente que esta iniciativa política iba a suscitar conflictos y controversias con el resto del Estado español y con la legalidad constitucional, por lo que a nadie podría extrañarle que el Gobierno central utilizase los mecanismos previstos constitucionalmente. Se trataba de impedir, coartar o reconducir estas iniciativas, valiéndose del único procedimiento que contempla nuestra Constitución, que no es otro que el de suscitar ante el Tribunal Constitucional, máximo intérprete de la Constitución, la constitucionalidad de las leyes o iniciativas legislativas encaminadas a organizar un referéndum vinculante sobre la independencia y a proclamar, en virtud de sus resultados, la República catalana. Resulta impensable y denotaría una grave irresponsabilidad que los dirigentes políticos y los partidos independentistas catalanes no contemplasen las consecuencias de esta inevitable reacción.

Ante esta encrucijada, el Gobierno central y los partidos políticos sin responsabilidades de gobierno y que no participan de estas ideas independentistas debieron meditar serenamente sobre las previsibles consecuencias, escoger las respuestas adecuadas y buscar las posibles salidas. Del mismo modo, los catalanistas independentistas deberían ofrecer cualquier otra alternativa. Es justo reconocer que desde estas esferas se ha invocado reiteradamente la necesidad del diálogo y de buscar una salida pactada, al estilo de la vía utilizada en Escocia y, con anterioridad, en Canadá. No es mi propósito, ni el objeto de este libro, hacer una crítica a las posiciones intolerantes de una parte de la sociedad española, ni siquiera al inmovilismo del Gobierno central ante estas propuestas, sino poner de relieve que algunas reacciones posteriores han tensado, en exceso, los principios y fundamentos esenciales de un sistema democrático firmemente asentado en sus valores fundamentales, que no son otros que la división de poderes, el respeto a los valores superiores de la Constitución y a los compromisos contraídos con la comunidad internacional, en forma de pactos y tratados internacionales sobre los derechos civiles y las libertades fundamentales.

El punto de fricción se encuentra, evidentemente, en el artículo 2 de la Constitución, que fundamenta su propia existencia “en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”. Sin embargo, a continuación reconoce, de forma un tanto contradictoria (lo que abre una vía interpretativa), “el derecho a la autonomía de las nacionalidades”. Si la respuesta del Estado se hubiera limitado a utilizar los mecanismos constitucionales para enfrentarse a las iniciativas independentistas, sería difícil formular críticas y, con toda seguridad, nos encontraríamos ante un panorama distinto.

Pero han sucedido cosas que trascienden la pura legalidad para constituir un suceso inesperado e indeseado que ha suscitado la atención de toda la comunidad internacional y de la gran mayoría de los medios de comunicación. Los informativos de las televisiones abrieron sus programas y crónicas con los sucesos insólitos acontecidos el 1 de octubre de 2017. No tuvieron la misma atención las concentraciones ante la Consejería de Hacienda el 20 de septiembre de 2017. La diferencia me parece significativa.

Transportar y utilizar contingentes importantes de la Policía y de la Guardia Civil para impedir, por la fuerza, que se ejerciese el derecho y la voluntad de votar en un referéndum cuyos efectos serían puramente simbólicos, fue una decisión tomada más por instintos emocionales y rentabilidad electoral que por racionalidad política. Era evidente que la ley de referéndum, la de transitoriedad a la República catalana y la convocatoria electoral del 1-O habían sido declaradas inconstitucionales. Por tanto, una declaración de independencia, cuyos efectos políticos habían sido abortados en su origen, solo podría tener efectos simbólicos.

Todas las televisiones del mundo retransmitieron la violencia policial. Su impacto conmocionó a la opinión pública internacional, que no podía entender que la única reacción de un Estado democrático frente a un acto declarado indudablemente inconstitucional fuera la de actuar como si se tratase de una manifestación violenta o de una programada rebelión de las masas.

La mayoría de los medios de comunicación internacionales y los políticos extranjeros no entendieron esta desproporcionada y violenta intervención de las fuerzas de seguridad del Estado. Es cierto que la inmensa mayoría de los Gobiernos que forman parte de la comunidad internacional, actuando dentro del más estricto formalismo diplomático —y es posible que también por sus convicciones—, se opusieron a la declaración unilateral de independencia, pero gran parte de los ciudadanos y muchos de esos mismos políticos reclamaron también la necesidad de un diálogo racional, civilizado y propio de sociedades democráticas maduras, para encontrar una posible salida a esta situación insostenible, con repercusiones también en otros ámbitos como el económico, social y financiero.

Ninguna de las normas reguladoras de las competencias del Poder Judicial permite al mismo controlar o anular leyes aprobadas en sede parlamentaria. Solo tiene la posibilidad de suscitar una cuestión de inconstitucionalidad, de una ley o de parte de ella, sometiéndose, en última instancia, a lo que resuelva el Tribunal Constitucional. Pero, en mi opinión, las cotas del intervencionismo judicial y la extralimitación del principio de la división de poderes alcanza sus máximos niveles cuando, como estamos viendo, el Poder Ejecutivo va más allá de la utilización de las resoluciones administrativas y se decanta por echar mano del derecho penal para criminalizar decisiones adoptadas, mediante votación, en un Parlamento soberano. Siempre he pensado que el derecho penal debe detenerse ante las puertas de un parlamento cuando trata de enjuiciar actividades parlamentarias. Así lo entiende Inglaterra, la cuna del parlamentarismo, cuando en su Bill of Rights (Declaración de Derechos) de 13 de febrero de 1689 proclama que “las libertades de expresión, discusión y actuación en el Parlamento no pueden ser juzgadas ni investigadas por otro tribunal que no sea el propio Parlamento”.

Si la actuación violenta de la policía el 1-O conmocionó a la opinión pública mundial, los que ostentan el Poder Judicial, nuestros políticos, los periodistas y los ciudadanos deben saber que, en otros Estados democráticos, resulta incomprensible que la voluntad de la soberanía popular, que radica en el Salón de Sesiones de un Parlamento, sea invadida por el Poder Judicial hasta el extremo de encarcelar, de manera selectiva e incongruente, a unos pocos protagonistas de una decisión que tomaron todos los que participaron y apoyaron, con su voto, la declaración de independencia y la proclamación de la República catalana.

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Cuando se confunden las líneas divisorias entre los distintos poderes y se concentra la reacción en los juzgados y tribunales penales, sin escalonar las respuestas previstas en el texto constitucional, se está vulnerando gravemente la esencia de la democracia. Trataré, en lo posible, a lo largo de los pasajes que vienen a continuación, de exponer, según mi criterio, cuáles son los inconvenientes, cuáles las consecuencias y cuáles los efectos sobre la consolidación de nuestra democracia.

Cuando se examine, con más reposo, todo lo acontecido y las consecuencias de una sentencia dictada al final de un proceso penal seguido ante el más Alto Tribunal de nuestra nación, podremos valorar el alcance y los efectos sobre un conflicto político agravado por la innecesaria e invasiva actuación de la jurisdicción penal.

Así que ya lo saben ustedes: mi formación jurídica y mi pasión por la democracia son los dos factores que me han llevado a escribir este libro, que les agradezco tengan en sus manos.

"Hace ya algún tiempo, las tensiones de la vida política comenzaron a llegar a los juzgados y tribunales, para que seamos los jueces los que tengamos que resolver situaciones que nunca debieron salir del marco de la confrontación política". Lo dice José Antonio Martín Pallín, magistrado emérito de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo. Y dentro de esta tendencia, defiende, el juicio del procés es especialmente significativo. Martín Pallín ha criticado abiertamente numerosos aspectos del proceso contra los líderes independentistas por la organización del referéndum del 1 de octubre, y en El gobierno de las togas analiza el contexto en el que se produce lo que considera una judicialización de un problema político, deteniéndose también en detalles del proceso y de la sentencia, y señalando sus posibles consecuencias. infoLibre recoge aquí la introducción del libro, editado por Catarata y la revista Ctxt, en librerías el 10 de noviembre. 

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