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La guerra de Unamuno

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"Venceréis pero no convenceréis". Esas son quizás las palabras más famosas de Miguel de Unamuno —y no es que publicara o pronunciara pocas públicamente—, pero es imposible saber si fueron realmente suyas. Si fueron siquiera pronunciadas aquel 12 de octubre de 1936 en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, ya entonces convertida en Cátedra de la España Nacional por el bando fascista. Este es el incidente al que conduce la nueva película de Alejandro Amenábar, Mientras dure la guerra, que se estrena este viernes en los cines después de su paso por el Festival de San Sebastián. Pero ese acto heroico, por el que el intelectual se ganó la destitución como rector, solo es el clímax. El grueso del filme se dedica a narrar un camino más sombrío, quizás menos conocido por el público, y bastante mejor documentado: el recorrido por Unamuno desde su oposición a la dictadura de Primo de Rivera y el apoyo a la República hasta el respaldo al golpe de Estado y, particularmente, al general Francisco Franco. 

Lo recogen los investigadores Colette y Jean-Claude Rabaté en Miguel de Unamuno (1864-1936). Convencer hasta la muerte (Galaxia Gutenberg), una edición corregida y aumentada de su biografía del escritor publicada en 2009. Son también responsables ellos de una nueva edición de El resentimiento trágico de la vida. Notas sobre la revolución y la guerra civil, el último escrito del autor, redactado a lo largo de las primeras semanas de la Guerra civil, un relato derrotado y pesimista. El Unamuno que dibujan los autores es, en 1936, uno dominado por la confusión y desesperanza. Pasados los setenta, y con unos achaques que no hacen más que multiplicarse, todavía se levanta fieramente, en prensa y allí donde le dejan, contra la convulsión nacional. En un viaje a Londres en los primeros meses del año, cuentan los Rabaté, "expresa claramente su divorcio con la juventud, patente desde su regreso del destierro". Se encuentra "perdido" ante "las juventudes profesionales, radicalsocialistas, socialistas, católicas, republicanas". Teme no comprender del todo los parámetros de la nueva política que se enciende ante sus ojos. 

Porque es lo que ve: incendio. En febrero del 36, el que será su último año de vida, dice temer ya "la batalla de la guerra civil" y poco después habla de la "masa que sigue a los energúmenos de ambos lados, que predican y encienden la guerra civil". "El español ha confundido el gesto con el esfuerzo", critica. "Unos saludan así [Unamuno levanta el puño en alto] y otros saludan así [levantando el brazo en el saludo fascista]. Y España se hunde". Para entonces, su esperanza en la República, a la que apoyó —entre otras cosas, por sus fuertes ideas antimonárquicas—, se ha esfumado. "En cuanto a lo de republicano", escribe, "hace cinco años que cada vez sé menos lo que quiere decir eso. Antes sabía que no sabía yo qué quiere decir eso; pero ahora sé más, y es que tampoco lo saben los que más de ello hablan. Y como no sé qué pueda ser eso del Gobierno nacional republicano, me abstengo de opinar sobre él". Su animadversión declarada contra Manuel Azaña, desde luego, no ayuda. 

La adhesión al golpe

Pero hasta la proclamación del golpe, Unamuno no había sido especialmente amable, al menos públicamente, con los que acabarían formando el bando sublevado. Su posición era, de luego, pretendidamente neutral: "La barbarie contrarrevolucionaria", defendía en el periódico Ahora, "no es menor ni mejor barbarie que la otra, y a la inversa. Es la misma barbarie". Pero tampoco dudaba en criticar abiertamente a los falangistas, que serían uno de los pilares de la futura ofensiva franquista: "Esta Juventud de Falange Española, la del yugo, no ha de hacer locuras, sino tonterías y mentecatadas, que es muy otra cosa. Necedades futuristas", sentenciaba, con su lenguaje habitual. Por eso sorprende particularmente a los biógrafos su apoyo sin dobleces al levantamiento contra el Gobierno, lejos de toda neutralidad: "Da señales claras de conformidad con la causa de los rebeldes", escriben, "actitud poco compatible con sus declaraciones permanentes de individualismo y sus frecuentes negativas a dejarse encasillar".

 

Las "señales" van más allá de las palabras. Cuando, el 19 de julio, el capitán José Barros Manzanares proclama el estado de guerra en la plaza, allí estará Unamuno, en la terraza del café Novelty, su local de referencia. Esa misma mañana, los soldados han abierto fuego contra los civiles que han contestado al pronunciamiento con proclamas republicanas: han asesinado a cuatro hombres y una niña. Ese mismo día, han detenido a varios amigos suyos, a Casto Prieto Carrasco, el alcalde; a Primitivo Santa Cecilia, concejal socialista; a José Andrés y Manso, diputado. Pero él está ahí, y también estará al día siguiente en una recepción por parte del comandante Francisco del Valle, sublevado, en la casa consistorial. Y está también en la lista del nuevo Concejo municipal, publicada el 24 de julio. Y en el Pleno del Ayuntamiento al día siguiente, donde describe el golpe, según narran los biógrafos, como "un elemento de continuidad" a la República, que reestablecerá el orden y abrirá los ojos del pueblo envenenado por "las más disparatadas doctrinas". 

Colette y Jean-Claude Rabaté son generosos con el viejo rector, como termina siéndolo Amenábar. Atribuyen su apoyo a "una percepción tan orientada por las visiones pasadas que genera una auténtica ceguera frente al presente": el escritor creía ver en la acción de aquellos generales la reproducción de uno de los "levantamientos plebiscitarios" de principios de los años treinta. Le describen como un hombre que se siente aislado y amenazado en Salamanca, fuera de los nuevos movimientos políticos, desconcertado por su propia posición en el mundo y aturdido por la separación familiar y el duelo de su hija y de su esposa. Su confusión, defienden, podía tener sentido: Queipo de Llano asegura a finales de julio que el movimiento es "netamente republicano, de lealtad absoluta y decidida al régimen". La bandera rojigualda no sustituye a la tricolor hasta bien entrado agosto. 

En la biografía, se desechan dos de las acusaciones más graves contra Unamuno en su apoyo al que acabaría siendo un larguísimo régimen fascista. No pudo ejercer como presidente de una Comisión depuradora —cargo que se le ha atribuido y que ocupa también en la película— porque ese puesto no se crea hasta noviembre. Famosa es también la supuesta donación de 5.000 pesetas que habría hecho a los sublevados, algo que se antoja a los autores poco creíble y fruto más bien de la propaganda fascista: esa cantidad equivalía a seis meses de sueldo del catedrático que más cobraba, treinta veces el salario de Unamuno, que además atravesaba dificultades económicas y tenía fama de tacaño. No hay que hacer demasiado caso de las entrevistas que concedía los diarios extranjeros y en las que no desmiente el asunto de la donación: todas estaban controladas por el servicio de propaganda que manejaba Millán Astray. Y matizan también su participación en el manifiesto "Mensaje a las Universidades", en el que Salamanca pide el apoyo de los intelectuales internacionales al golpe de Estado. Sí, la firma como rector, pero no participa en su redacción. Al menos es lo que asegura él mismo poco después: "Esta carta acordada en Claustro no es mía, sino de la Universidad. Ni la redacté yo. Y luego la puso en un latín macarrónico un cura cerril".

Discursos y remordimientos

En otros asuntos hay menos dudas: cuando el Gobierno republicano le destituye como rector por sus declaraciones en prensa a favor de los golpistas, él no rechaza la restitución de su plaza por parte de los militares. Se encarga personalmente también del nuevo proyecto de enseñanza, desde primaria a la universidad, que quiere implantar el nuevo régimen, y como tal alienta —en el peor de los casos— o permite —en el mejor— la depuración de profesores en Salamanca, Ávila, Cáceres y Zamora, la expurgación de las bibliotecas y la sustitución de la gimnasia por el entrenamiento premilitar, entre otras acciones. Esté más o menos de acuerdo con los planteamiento de la Junta Nacional de Defensa, ante la que responde, no se opone a ellos, y si lo hace no ha quedado registro.  

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Pero en la guerra el tiempo avanza deprisa. Detienen a su amigo Atilano Coco, pastor protestante —uno de los personajes del filme—, acusado de masón, al que acabarán asesinando, como a Casto Prieto. Millán Astray arremete contra los "malditos y mil veces malditos intelectuales" al tiempo que populariza el grito de "¡Viva la muerte!", lo que Unamuno considera "dementalidad fascista". "Salgo a la plaza por no estar solo en casa y me encierro por no salir. La metralla de los bulos", deja anotado el escritor. Y ahí llega el 12 de octubre, la fiesta de la Raza, una denominación relativamente reciente y muy polémica a la que el propio Unamuno se había opuesto, temiendo que se siguieran los pasos de los defensores de la superioridad aria en Alemania. De su discurso, que no estaba preparado, quedan apenas unas notas en el revés de una carta, la que le había enviado pidiendo ayuda la futura viuda de Atilano Coco. En ellas garabatea "Vencer y convencer", "Lucha unidad catalanes y vascos", "Anti-Esp? Cóncavo y convexo"... El discurso no quedó grabado. Desapareció de la prensa, bajo la censura golpista. Los testigos se contradicen. Pero las consecuencias fueron claras: le expulsaron de la universidad, del Ayuntamiento, del casino

"Por haber dicho que vencer no es convencer, ni conquistar es convertir", se quejará luego, "el fascismo español ha hecho que el gobierno de Burgos que me restituyó mi rectoría... ¡vitalicia! con elogios me haya destituido de ella sin haberme oído antes ni dándome explicaciones". No será lo peor que ocurra. A su casa, en la que se encierra, le llegan las noticias del fusilamiento de Federico García Lorca y, en la misma Granada, de su alumno Salvador Vila. Se lamenta por haber confiado en que Francisco Franco, al que tiene en una alta estima, controlaría a "sus colaboradores", a quienes culpa de la represión. "Y ahora debo decirle", acabará escribiendo en una carta, "que por muchas que hayan sido las atrocidades de los llamados rojos, de los hunos, son mayores las de los blancos, los hotros. Asesinatos sin justificación. (...) Da asco ser ahora español desterrado en España". Era 11 de diciembre. Morirá el 31. 

 

"Venceréis pero no convenceréis". Esas son quizás las palabras más famosas de Miguel de Unamuno —y no es que publicara o pronunciara pocas públicamente—, pero es imposible saber si fueron realmente suyas. Si fueron siquiera pronunciadas aquel 12 de octubre de 1936 en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, ya entonces convertida en Cátedra de la España Nacional por el bando fascista. Este es el incidente al que conduce la nueva película de Alejandro Amenábar, Mientras dure la guerra, que se estrena este viernes en los cines después de su paso por el Festival de San Sebastián. Pero ese acto heroico, por el que el intelectual se ganó la destitución como rector, solo es el clímax. El grueso del filme se dedica a narrar un camino más sombrío, quizás menos conocido por el público, y bastante mejor documentado: el recorrido por Unamuno desde su oposición a la dictadura de Primo de Rivera y el apoyo a la República hasta el respaldo al golpe de Estado y, particularmente, al general Francisco Franco. 

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