Una hamburguesa en cada boca y un McDonald's en cada pueblo

Ray Kroc (1902-1984) es historia de los negocios. A partir de una hamburguesería en San Bernardino, California, construyó un imperio que genera miles de millones al año, inventó el fenómeno de la comida rápida y marcó con la M de McDonald's el significado del capitalismo moderno y la globalización. Y para eso solo tuvo que estafar a los inventores originales del negocio, robarles el nombre, rebajar la calidad del producto hasta límites insospechados y, en definitiva, traicionar las bases mismas del proyecto. Al menos. 

Esta es la historia que narra El fundador, la película de John Lee Hancock protagonizada por Michael Keaton que llega este viernes a las salas españolas. El biopic se anunciaba en Estados Unidos con el siguiente lema: "Risk taker, rule breaker, game changer" (algo que podría traducirse como "Tomó riesgos, rompió las reglas, cambió el juego"). Estas palabras podrían esconder una suerte de hagiografía del responsable de que la humanidad consuma más de 2.300 millones de sus hamburguesas al año. Pero el título cargado de ironía descarta esta posibilidad. Ray Kroc no es, en realidad, el fundador de nada, porque se encontró todo ya puesto en pie por los hermanos Mac (John Carroll Lynch) y Dick McDonald (Nick Offerman), verdaderos ideólogos del fast food. El filme, que orbita en torno al personaje parlanchín y enérgico encarnado por Keaton, oscilará en última instancia entre estos dos polos: los McDonald, preocupados por la eficacia y el producto; Kroc, preocupado por el beneficio y la expansión

Pero vayamos a 1954. Ray Kroc no aparece representado como el hombre de negocios desalmado que retrataría Mark Knopfler en su canción "Boom, like that" —"perro come perro, rata come rata, al estilo Kroc"—, sino más bien como el Willy Loman de Muerte de un viajante. Kroc va de drive-in en drive-in vendiendo máquinas de batidos con varios dispensadores... y que nadie necesita, porque nadie parece estar sobrepasado por la demanda. "¡Aumenta la oferta y la demanda crecerá!", argumenta en sus charlas de vendedor de humo, obteniendo solo un "Nah..." como respuesta. Por la noche conecta su tocadiscos portátil para escuchar la grabación del libro The power of positive, de Clarence Floyd Nelson, que es un guiño a The power of positive thinking, best-seller publicado por Norman Vincent Peale en 1952. Una voz cuyo timbre solo puede venir de los cincuenta pronuncia "Nada tiene más fuerza en el mundo que la persistencia". Ni el talento, ni el genio ni la educación. Una manera nada sutil de decir que Kroc no tiene ninguna de esas tres cualidades. 

Persistencia sí, desde luego. Es la que le hace conducir los 2.600 kilómetros que separan Misuri de San Bernardino, California, desde donde han encargado por teléfono seis —"mejor ocho", dicen— de los aparatos que él comercializa. "¿Quién puede necesitar hacer 30 batidos a la vez?", se pregunta Kroc, oliendo ya el dinero. Los buenos de los hermanos McDonald. Y entonces tiene lugar el encuentro entre el hombre de negocios y la idea "revolucionaria" que le llevará a la cima. Kroc se pone en cola para pedir en la hamburguesería, extrañado de que nadie vaya a su coche a tomarle la comanda. Elige una hamburguesa —es lo único que tienen en el menú— y se la dan de inmediato. "No, acabo de pedir", dice extrañado al adolescente que le sirve. "Y aquí está su comida". Magia. Una última cuestión: "¿Dónde como?". Sentada en un banco frente a él, una sonriente joven disfruta de una hamburguesa moderadamente suculenta. 

Esta primera parte del filme, fiel a la biografía del millonario, Grinding out. The making of McDonald's, es casi de anuncio. Los amables e ingenuos hermanos no tienen reparos en enseñarles su sistema. La carne es cocinada a una temperatura precisa durante un tiempo preciso —cronómetro en mano—, al igual que las patatas. La cantidad adecuada de ketchup y mostaza es administrada con una especie de dispensador construido por los propios McDonald, y cada hamburguesa lleva dos rodajas de pepinillo, ni una más, ni una menos. Todo esto ocurre a una velocidad y con una coordinación dignas de las Olimpiadas: es el Speedee Service System (Speedee, un chef, sería mascota de la firma mucho antes que el payaso Ronald). A Kroc solo le falta aplaudir. Y al público, porque Hancock se deja llevar por el enfebrecido triunfalismo de los negocios, un poco a la manera de El lobo de Wall Street, aunque con un ritmo bastante menos espídico. El flashback en el que los McDonald tratan de coreografiar a su equipo para optimizar sus movimientos —en una cancha de tenis con el plano de la cocina pintado a tiza sobre el suelo— es descrito como una "sinfonía de la eficiencia". 

Pero la ambición de Kroc —que conserva siempre su carisma gracias al buen hacer de Keaton, pese a su progresiva caída en la amoralidad— va más allá de su admiración. Quiere franquiciar el negocio, algo que los McDonald ya habían intentado y descartado debido a la poca capacidad de control sobre las franquicias. Kroc les susurra al oído, como un diablillo, hasta dar con la tecla: el nacionalismo. "Hacedlo por América", les dice, dibujando un futuro en el que cada pueblo de los Estados Unidos tiene su iglesia, su bandera y su McDonald's, representación del sueño americano de sencillez y eficacia al que las familias pueden ir a "compartir el pan" en la "nueva Iglesia americana". Una nueva religión identificada por dos grandes arcos amarillos... diseñados por Dick. Es difícil no pensar en cómo el Índice Big Mac —básicamente, el precio del Big Mac en cada mercado— es utilizado para comparar el poder adquisitivo de los distintos países.

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Hasta ahora, esta postal puede ser leída como un canto al progreso que puede traer el capitalismo bueno, el que innova y lucha por ofrecer la máxima calidad a precios bajos. Aunque no será así, claro, para quienes vean en la asepsia de McDonald's el prólogo a una distopía o se pregunten por las condiciones laborales de los adolescentes que se encargan de la parrilla. Hancock se encarga de asegurarnos que la calidad del producto es óptima —Kroc asegura que es "la mejor hamburguesa" que ha comido— pese a la velocidad de preparación. Parece que los problemas narrados en el documental Supersize meSupersize me, que inició el debate público sobre la relación de las grandes cadenas de comida rápida con la salud, llegaron con el millonario. El primer rifirrafe entre él y los hermanos, que siguen dirigiendo a su bien entrenada cuadrilla en California, se debe a la voluntad de Kroc de abaratar costes. ¿Por qué pagar por costosas cámaras frigoríficas para conservar el helado de los batidos, cuando puede usarse preparado en polvo? Los McDonald contestan, ofendidos: "¿Qué será lo próximo, patatas fritas congeladas?". 

Pues sí. Pero antes, Ray Kroc tendría que descubrir cómo ganar dinero con las franquicias —a él le correspondía, según su contrato, menos de un 1% de los beneficios de cada restaurante— y, a la vez, hacerse con el control de la marca. La respuesta la tenía Harry Sonneborn (interpretado por B.J. Novak): si el hasta entonces agente de franquicias quiere tomar el negocio, debe convertirse en agente inmobiliario y comprar el terreno sobre el que se asentarán las franquicias —algo similar hace Inditex con sus valiosos edificios en el centro de la ciudad—. Luego no tiene más que incluir en el contrato que el franquiciado solo puede instalar el restaurante en ese terreno. La maniobra funcionó, y al poco los hermanos McDonald se veían obligados a vender la marca a Kroc. Lo hicieron por 2,7 millones de dólares —un millón para cada hermano después de impuestos— y un porcentaje de los royalties que se acordó solo verbalmente. El ya entonces dueño de McDonald's nunca cumplió esa segunda cláusula, obligó a sus exsocios a quitar su apellido del restaurante original —que permaneció abierto durante unos años bajo el nombre de The Big M— y plantó un nuevo McDonald's justo enfrente, con el diseño que había ideado Dick. 

Una última nota que une el filme de Hancock con la actualidad de forma evidente. La fecha de estreno de la película en Estados Unidos se movió hasta en dos ocasiones, y finalmente aterrizó en el 20 de enero, coincidiendo con la toma de posesión de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos. ¿Recuerdan aquel disco que Kroc escuchaba por las noches? En una de las últimas secuencias, Kroc usa el discurso de la persistencia, sin citar a su autor —es decir, teniendo de nuevo poco el respeto por la propiedad intelectual—, en un acto ante el entonces presidente Ronald Reagan. Es un nuevo guiño al pseudopsicólogo y pseudoemprendedor Norman Vincent Peale. El mismo hombre que ofició la boda de Trump con Ivana, su primera esposa. Si McDonald's es la nueva Iglesia de América, estos son sus sacerdotes. 

Ray Kroc (1902-1984) es historia de los negocios. A partir de una hamburguesería en San Bernardino, California, construyó un imperio que genera miles de millones al año, inventó el fenómeno de la comida rápida y marcó con la M de McDonald's el significado del capitalismo moderno y la globalización. Y para eso solo tuvo que estafar a los inventores originales del negocio, robarles el nombre, rebajar la calidad del producto hasta límites insospechados y, en definitiva, traicionar las bases mismas del proyecto. Al menos. 

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