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Las historias del “Sí, se pudo”

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Ni sabíamos qué era el petróleo. Te manchaba los pies, te manchaba la cara al lavarte, te manchaba la canoa, los remos, las palancas… ¿Y cómo se navega un río si el remo queda resbaloso? Vimos que no podíamos seguir viviendo ahí”. Hermenegildo Criollo recuerda así la llegada en los años 70 de la multinacional Texaco a las tierras de Lago Agrio en Ecuador. El petróleo debía lanzar la economía de la zona, pero el oro negro se convirtió en miseria y suciedad. Los vertidos contaminaron aguas y tierras y provocaron numerosas enfermedades. Dos hijos de Hermenegildo murieron. Tras muchos años de trabajo, la Asamblea de Afectados por la Texaco nació en 2001 para exigir justicia por los 68.000 millones de litros de aguas tóxicas que habían sido derramados en la Amazonia. El resultado de la demanda fue insólito e histórico: la justicia ecuatoriana condenó en 2011 a Chevron-Texaco a pagar 19.200 millones de dólares.

Historias como la de la comunidad de Lago Agrio protagonizan Crónicas del estallido (Icaria), el libro de Martín Cúneo y Emma Gascó que retrata los logros que los movimientos sociales han conseguido en las últimas décadas en América Latina.

Las victorias de Crónicas del estallido son los triunfos de David contra Goliat, de aquellos que convirtieron el lema “Sí, se puede” en “Sí, se pudo”. Se trata de luchas desiguales contra multinacionales y gobiernos neoliberales que obligaron a la población civil a organizarse para defender su comunidad y su territorio. En Buenos Aires unos trabajadores ocuparon y relanzaron el histórico hotel Bauen; en Atenco, cerca de Ciudad de México, sus habitantes detuvieron, machete en mano, el proyecto de construcción de un aeropuerto. Hay ejemplos por todo el continente, como los cocaleros de Bolivia, los movimientos de resistencia contra megaproyectos energéticos o la paralización de la minería a cielo abierto en la Patagonia. Historias de victorias “desde abajo” que Cúneo y Gascó, periodistas pertenecientes al colectivo editorial de Diagonal, describieron tras recorrer el continente americano durante 14 meses: en total, 10.000 kilómetros de viaje, desde Argentina a México por la carretera Panamericana, y más de 200 entrevistas.

Lo que se logra desde abajo no tiene espacio en los medios. A veces se deja de lado lo conseguido en la calle, se pasa por alto, y corre el peligro de que se pierda”. Cúneo explica así por qué creían necesario documentar los movimientos sociales que sí alcanzaron sus objetivos. Frente al pesimismo, esperanza; ante lo imposible, lucha y constancia. Aun así, aclara, son “victorias con matices”: los asesinatos, torturas y desapariciones de activistas siguen golpeando al activismo social en América Latina. En Atenco, por ejemplo, tras paralizar el proyecto del aeropuerto hubo una fuerte represión. “No queríamos poner el acento en las masacres y en las derrotas sino en lo que hace la gente para evitarlo, lo que hacen para que las cosas cambien, para encerrar a los genocidas, para defender su territorio”.

Luchas diferentes, estrategias comunes

Cada movimiento social de los descritos en Crónicas del estallido tiene su propia naturaleza y objetivos dentro de una realidad tan efervescente como la latinoamericana. Unos defienden las tierras y recursos naturales, algunos recuperan fábricas, otros critican políticas neoliberales de los gobiernos. Pero Gascó encuentra algunos rasgos característicos en todo el continente como la organización de sectores de población, no previamente movilizados, ante una amenaza en su comunidad. “Sienten como propias esas luchas y por eso van hasta las últimas consecuencias”. Gascó pone como ejemplo las asambleas de algunos grupos indígenas de Colombia en las que pueden estar hasta tres horas sólo presentándose. “Pero si todos no participaran, no se jugarían el todo por el todo”, dice Gascó. Para Cúneo, una de las claves es que los activistas sociales “han sabido conquistar a la opinión pública, que ve como justas sus reivindicaciones”.

Sin embargo, los periodistas afirman que es fundamental pasar de lo “legítimo” a lo “legal”. Es decir, que las reivindicaciones sociales encuentren respaldo jurídico. Así es como se favorece “el efecto contagio”. “La gente se pregunta '¿Por qué si se hizo en X no se puede conseguir en Y?' Es una cuestión de voluntad”, dice Cúneo. Por ejemplo, una comunidad de Guerrero, un estado mexicano en la costa del Pacífico, se miró en el espejo de Atenco para protestar y conseguir la retirada del proyecto de la presa La Parota.

Cúneo y Gascó describen los movimientos sociales como “procesos vivos”: nacen, crecen, algunos triunfan, otros caen, y vuelven a nacer. “Los movimientos sociales en América Latina –dice Gascó– transmiten que la sociedad cambia de opinión. Es el estallido de la gente que se rebela contra el sistema”. En algunos casos, las protestas derriban gobiernos e incluso esos movimientos aúpan y apoyan a presidentes, como Rafael Correa en Ecuador o Evo Morales en Bolivia, surgido del movimiento cocalero. Pero la “institucionalización” del activismo, una de las fases que Cúneo y Gascó describen, no supone el fin de sus reivindicaciones sino que permanecen vigentes. En Esquel (Argentina), por ejemplo, la comunidad detuvo el proyecto para extraer el oro de sus montañas “pero el oro sigue ahí” –advierte Cúneo– “así que hay que dormir con la pancarta debajo de la almohada”.

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"Ellos no son invencibles"

Veinte años después del levantamiento zapatista, un hito en la lucha social en América Latina, los autores de Crónicas del estallido subrayan la importancia actual de conceptos como “comunidad” y “territorio”.

La comunidad es una red muy fuerte de apoyo mutuo. Hay gente que en condiciones muy complicadas sigue con su lucha y lo consiguen”, explica Gascó. A su compañero Cúneo le sorprendió la “especial” relación de los pueblos indígenas con el territorio, “donde pescan, donde beben agua, donde viven”. Cuando Hermenegildo Criollo y sus compañeros tuvieron que abandonar sus tierras, destrozadas por la industria petrolífera, se rompió esa fortísima relación comunidad-territorio. Por ello es fácil comprender la esperanza y alegría que desprenden las declaraciones del abogado Pablo Fajardo tras la condena a Chevron-Texaco: “Hace pocos años atrás, la gente en Ecuador y en el mundo pensaba que era imposible que un grupo de indígenas, de campesinos, de gente pobre de un país tercermundista pudiera enfrentar a una empresa poderosa como Chevron. Estamos demostrando que es posible y que se puede hacer, que es posible ir mucho más allá, que no son intocables, que ellos no son invencibles”.

Ni sabíamos qué era el petróleo. Te manchaba los pies, te manchaba la cara al lavarte, te manchaba la canoa, los remos, las palancas… ¿Y cómo se navega un río si el remo queda resbaloso? Vimos que no podíamos seguir viviendo ahí”. Hermenegildo Criollo recuerda así la llegada en los años 70 de la multinacional Texaco a las tierras de Lago Agrio en Ecuador. El petróleo debía lanzar la economía de la zona, pero el oro negro se convirtió en miseria y suciedad. Los vertidos contaminaron aguas y tierras y provocaron numerosas enfermedades. Dos hijos de Hermenegildo murieron. Tras muchos años de trabajo, la Asamblea de Afectados por la Texaco nació en 2001 para exigir justicia por los 68.000 millones de litros de aguas tóxicas que habían sido derramados en la Amazonia. El resultado de la demanda fue insólito e histórico: la justicia ecuatoriana condenó en 2011 a Chevron-Texaco a pagar 19.200 millones de dólares.

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