A una de ellas se le ocurrió que si llevaran pasamontañas negros, tras el gesto y la tela se leerían intenciones criminales. Por eso decidieron adoptar los colores brillantes por montera. Ataviarse con vestidos llamativos y alegres hacía más fácil transmitir sus motivaciones: ser un revulsivo para su país, Rusia, transformar su modo de vida. El enemigo se llama Vladímir Putin. “El arte y la metáfora” son sus armas.
Apenas dos meses después de que dos de las integrantes del colectivo punk feminista Pussy Riot -Nadezhda Tolokonnikova y Maria Alyokhina- hayan sido amnistiadas tras una reclusión que ha durado cerca de dos años (Yekaterina Samutsevich, la tercera detenida, fue liberada al poco tiempo), llega a los cines españoles el documental Pussy Riot: una plegaria punk, Pussy Riot: una plegaria punkproducido por la cadena estadounidense HBO. Lo hace la misma semana en que Tolokonnikova y Alyokhina han participado junto a celebrities de la talla de Madonna o Susan Sarandon en un concierto benéfico organizado por Amnistía Internacional en Nueva York. Y lo han hecho erigidas en protagonistas absolutas bajo el lema Rusia será libre, el mismo que un día antes clamaban ante la inminente inauguración de los JJ.OO de invierno de Sochi. Este es su momento.
Un largo juicio, ningún delito
De un pequeño gesto se puede desatar un tsunami. Con ese mantra como guía, el colectivo -que se formó al día siguiente de la reelección de Putin-, invita a toda mujer enfundarse el uniforme, escribir una canción protesta, coger una guitarra y echarse a las calles a tocarla. Insisten: nada de violencia; solo juego, creatividad e ironía. Después de muchas performances punkperformances , una consiguió dar la campanada y llevarlas a las portadas de los periódicos de todo el planeta. Y a tres de ellas, a dar con sus huesos en la cárcel.
Realizado por Mark Lerner y Maxim Pozdorovkin, el documental adolece de cierta contradicción a la hora de presentar su mensaje. Su factura de vídeo pop, rápido y desenfadado, banaliza quizá los graves hechos de los que da cuenta: por subirse al altar de la catedral ortodoxa del Cristo Redentor de Moscú a cantar y tocar durante no más de medio minuto, tres personas fueron condenadas a tres años de prisión. No parece, como insiste Putin, de quien el filme recoge unas declaraciones en las que se niega incluso a pronunciar las palabras Pussy Riot (en español, algo así como el motín del coño), que el castigo esté al nivel del crimen.
Centrado en documentar las fases del largo proceso judicial que vivieron las tres jóvenes, el filme encuentra su mayor grandeza precisamente en las propias protagonistas. “Para mí, este juicio es un supuesto juicio. Y no os temo. No tengo miedo de las mentiras y la ficción, del fraude dela sentencia de este supuesto jurado solo encubierto superficialmente. Porque lo único que os podéis llevar es mi supuesta libertad, que es el único tipo de libertad que hoy existe en Rusia. Pero no os podéis llevar mi libertad interior”. Son palabras de Alyokhina, pero dan la medida de la locuacidad de las tres, que no cejan en ningún momento en su empeño de denunciar a Putin y lo que ellas consideran acciones propias de una dictadura.
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Mientras que Tolokonnikova y Alyokhina han cumplido 21 meses en prisión, Samutsevich consiguió zafar buena parte de la condena gracias a una argucia de su abogada. Al haber sido arrestada sin apenas haber puesto los pies sobre el altar, el jurado tuvo que liberarla. El delito, en cualquier caso, nunca existió. Lo cuenta el marido de Tolokonnikova, Pyotr Verzilov, y lo apuntala la ley rusa: no existen penas por blasfemia. Es sin embargo esta idea de ofensa a los creyentes -por la que desde el principio han pedido perdón, insistiendo siempre en que nunca fue ese su objetivo, sino que lo que querían era denunciar la ilícita vinculación entre Estado e iglesia- la que llevó a las activistas a su mediático encarcelamiento.
Para ilustrar esa contraposición de mentalidades desfilan por el documental varios miembros de un grupo de creyentes ortodoxos extremos que, ataviados como motoristas con camisetas con eslóganes como la ortodoxia o la muerte, insisten en calificar a las tres chicas de -literalemente- brujas. Especialmente a Tolokonnikova, que antes de pasar por Pussy Riot colaboró con el grupo artístico Voina, que entre sus muchas acciones llevó a cabo una que incluía a una docena de jóvenes practicando sexo. Los padres y allegados de las protagonistas desfilan también por el documental, recordando cómo las animaban a protestar y cómo las han apoyado a lo largo de todo el proceso.
Como temas impregnantes quedan el activismo y la creatividad como las dos caras de un mismo instrumento político. Lo ilustra la cita que abre la película, del dramaturgo alemán Bertolt Brecht: "El arte no es un espejo para reflejar la realidad, sino un martillo para darle forma".
A una de ellas se le ocurrió que si llevaran pasamontañas negros, tras el gesto y la tela se leerían intenciones criminales. Por eso decidieron adoptar los colores brillantes por montera. Ataviarse con vestidos llamativos y alegres hacía más fácil transmitir sus motivaciones: ser un revulsivo para su país, Rusia, transformar su modo de vida. El enemigo se llama Vladímir Putin. “El arte y la metáfora” son sus armas.