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'Jackie' y 'Neruda': el nuevo 'biopic' de Pablo Larraín

Emmanuel Burdeau (Mediapart)

Han pasado apenas unos meses entre los estrenos de Neruda (23 de septiembre) y de Jackie (17 de febrero). Este tipo de doblete se ha convertido en algo rarísimo en la carrera de un cineasta. La aceleración no viene, en este caso, o no exclusivamente, de las contingencias a veces azarosas de la distribución. Pablo Larraín ha precisado que, en efecto, Neruda y Jackie habían sido por decirlo así concebidas juntas. Es entonces posible plantearse esta pareja como un momento autónomo en la obra de constitución rápida –siete largometrajes en diez años— del chileno. Posible e incluso deseable, o necesario, en la medida en que es precisamente a esto a lo que se dedican estas dos bellas películas: conferir una forma de autonomía a los breves segmentos que extraen de la vida de sus protagonistas.

Del largo recorrido de Pablo Neruda, poeta, senador y premio Nobel, Pablo Larraín no retiene más que algunas semanas o meses –no está claro— de una caza a través de Chile, al final de los años cuarenta, cuando el Gobierno decidió luchar contra los renegados comunistas. Del itinerario de Jacqueline Lee Bouvier, convertida en Jackie Kennedy, el cineasta solo se queda con los cuatro días que separan el asesinato de JFK en Dallas el 22 de noviembre de 1963 y su entierro. Pese a una misma operación casi quirúrgica de extracción, los tratamientos difieren en todo, o casi. Neruda es un retrato rocambolesco y parlanchín del autor de Canto general, al que Luis Gnecco presta una sabrosa mezcla de bonhomía y perversidad. Jackie es un retrato atormentado y voluntariamente alucinado de la primera dama, a la que Natalie Portman presta su silueta menuda así como un autocontrol excepcional aunque a veces excesivo.

Son dos filmes por tanto muy diferentes. Uno es cómico y el otro grave. Pablo está alegre, mientras que Jackie está devastada. El primero no deja de viajar, y la segunda se queda la mayor parte del tiempo encerrada en el interior de la Casa Blanca. Pero más allá de estas disimilitudes flagrantes, y que acrecentan el placer de verlas sucederse en la taquilla a un ritmo tan rápido, no es difícil ver que Neruda y Jackie hablan de lo mismo. De lo que contar una historia y entrar en la Historia –la fórmula resuena de una y otra parte— quiere decir. De la voluntad de dominar lo que el presente dice de nosotros, y aquello con lo que la posteridad se quedará. De la dificultad de ser al mismo tiempo actor (actriz) y narrador (narradora) de un relato.

Tras los pasos de Pablo Neruda se lanza un comisario de policía tan combativo como tonto que responde al nombre poco ordinario de Óscar Peluchonneau. Óscar narra en voz en off sus peripecias, que son legión, y es interpretado por Gael García Bernal, ya protagonista de No. Hasta el final no se sabrá si este “policía trágico” es una invención del “fugitivo vicioso” o si existe realmente. Peluchonneau es el artificio a la vez literario y cinematográfico por el que Neruda se asegura de que la historia de su caza, lejos de escapársele, sigue perteneciendo a su obra de fabulador.

Jackie Kennedy, por su lado, recibe en su casa a un periodista a quien pretende imponer su versión del drama. Incluso pretende releer el artículo, o redactar ella misma algunos pasajes. La entrevista es otro artificio, muy recorrido en el seno de la tradición de las películas biográficas construidas en flash-back. Sería pobre, este artificio, si Larraín no velara por mostrar cómo la voluntad de Jackie de conducir el relato se ve atacada sin cesar; así como en Neruda la hipótesis según la cual Óscar es una creación de Pablo se equilibra con la hipótesis según la cual Pablo sería, a la inversa, una creación de Óscar. Del periodismo a la poesía y la novela negra, de los creadores a sus criaturas, Jackie y Neruda son dos películas sobre la escritura. Dos filmes que se preguntan, como lo enuncia en términos muy claros la heroína del primero, si todo lo que se escribe es verdad –lo que equivale a decir si toda verdad no es más que escritura—.

Neruda, sabiéndose amenazado, oscila por un tiempo entre la clandestinidad, la prisión y la huida salvaje. La elección no es una cuestión de valentía sino de impacto: ¿en qué situación, se pregunta el poeta, será más nocivo para el poder chileno? Todo el recorrido del filme reposa sobre esta contradicción: es necesario que el poeta siga siendo inalcanzable, que desaparezca, que la policía no sepa dónde se encuentra, pero también es necesario que esta se crea continuamente a punto de desenmascararlo a fin de que el asunto haga el mayor ruido posible, y de que Neruda pueda disfrutar de creerse el orquestador de ese ruido.

En otro marco y en otro tono, el problema de Jackie Kennedy es exactamente el mismo. Inquieta por lo que quedará del mandato de su marido, la joven viuda duda entre un funeral discreto y una procesión grandiosa en Washington. Jackie cambiará innumerables veces de parecido a lo largo de la película. Ahí reside el único verdadero suspense de Jackie. Ese suspense muestra a Pablo Larraín de nuevo preocupado por la dificultad de hacer coincidir la historia privada y la historia pública. Historia e Historia, desaparición y espectáculo, corto y largo plazo. Preocupado también, o sobre todo, del movimiento irresistible por el que una historia singular no puede más que escapar a su “propietario” mientras se reúne con una Historia que, esta sí, pertenece necesariamente a todo el mundo.

Los biopics actuales ponen en escena a seres corrientes que pierden el aliento tras un destino del que se sienten cruelmente desposeídos. La oposición entre espacio público que devora y espacio privado arrasado es normalmente subrayada hasta el exceso, como la división entre un arte que ocupa todo el espacio y una vida que apenas puede hacerse con un poco, de tan pequeña como es. En este contexto, la inteligencia y el espíritu con los que Larraín aborda este género poco amable no pueden sino alegrar. El chileno se pregunta permanentemente qué cuenta y para quién. Si estas dos instancias son distintas o si forman una sola. Sabe que no están de un lado la vida y del otro el relato, sino que una y otro no dejan de interactuar: cada existencia es ya una narración, una película o un deseo de película; cada una se bate con una historia y no solamente con hechos o acontecimientos.

Larraín retrata, ciertamente, a personajes que, con toda autoridad (Neruda) o desesperación (Jackie), manifiestan una voluntad firme de aparecer como los autores de lo que les sucede. Pero como está lejos de ser ingenuo, el cineasta chileno no ignora que estos –Jackie, Pablo, u otros— pueden igualmente aspirar a lo contrario: no tener dominio sobre nada, dejarse llevar, dejarse narrar, poner de nuevo su vida en manos de otra persona. Que podría ser un periodista. O un policía. O un escritor. O la combinación de los tres: ¿un cineasta?

Una primera dama no debería decir eso

Las dos películas, como empecé diciendo, difieren en el estilo. Barroco sudamericano contra estatismo modernista. Caza contra vacío, peripecias descabelladas contra conflicto único. Gran final de western en la nieve y voz en off contra recuerdos de los tiempos de bailes en la Casa Blanca y de Camelot, aquel musical que volvía loco a JFK y cuyo guion había redactado uno de sus colegas de promoción en Harvard, Alan Jay Lerner. Si ampliáramos el espectro a otros filmes de Larraín, encontraríamos sin esfuerzo algunas disparidades que ofrecen otras tantas ocasiones de sorprenderse. Por ejemplo, la revisitación sombría a través de Tony Manero de un filme que ya lo era de por sí, Fiebre del sábado noche; o la imitación vintage, en No, del imaginario publicitario de los años ochenta.

Larraín es un encantador, un traficante de historias e imágenes. Todas sus películas lo demuestran, hasta esta Jackie de la que una de las proezas es la recreación maníaca de una famosa visita guiada a la Casa Blanca organizada en 1961 por primera vez por la cadena CBS. El cineasta tampoco detesta cambiar de tono. Tiene, sin embargo, un modus operandi por el que siente particular afecto. La constancia de este procedimiento es tal que ha terminado por tomar la fuerza de una firma. Cada vez –casi cada vez— que Larraín filma una conversación entre dos personas, desplaza sin avisar el marco de una réplica a otra. Un juego con la verosimilitud y también un juego con la cronología: de un salón se pasa a un cuarto, del interior se transporta al exterior, antes de volver y de marcharse de nuevo… Puede tratarse de la entrevista de Peluchonneau con el presidente Videla –interpretado por el fiel Alfredo Castro--, o de la discusión que tiene el mismo una noche con Delia, esposa de Pablo Neruda. Puede tratarse del encuentro entre Jackie y el periodista, o de su larga confesión hacia un sacerdote interpretado por el recientemente fallecido John Hurt. En todo caso, esta discontinuidad de espacio –y de tiempo— viene a alterar extrañamente la continuidad del diálogo.

La firma estilística de un cineasta que no ama nada tanto como variar el estilo es también una variación. Es un truco más, una coquetería. Es también mucho más que eso. Estos desplazamientos indican con claridad lo que en otros puntos puede resultar oscuro. Con Larraín todo es cuestión de esto: poner a prueba, ver lo que algo provoca, estudiar qué alteraciones pueden causar los desplazamientos en el seno de una misma historia –o los desplazamientos de la propia historia—. No tanto variando los puntos de vista –no es esta la modernidad de Larraín—, sino pidiendo a los protagonistas que prueben distintos espacios. Sucesivamente, o simultáneamente. Aquí y allí, delante y detrás, activo y pasivo… Una vez más, Larraín corta inteligentemente con lo ordinario del biopicbiopic: solo tiene sentido, para él, contar la historia de alguien si uno se emplea en mirar cómo esta persona se mueve en el interior de la historia. Y a veces también en el exterior.

Numerosas escenas lo muestran en ambos filmes. Tan pronto alegres como fúnebres, demuestran que estos desplazamientos son datos, para Larraín, y no el instrumento de juicio alguno. E indican a qué profundidad dialogan los dos filmes. Neruda pasa así por distintos disfraces, de Lawrence de Arabia, de sacerdote, de prostituta… De la misma forma, Jackie se prueba y quita todo su rico guardarropas, se diría, en una gran secuencia de borrachera en una Casa Blanca desierta. Fuera está la rima entre dos tiendas y dos visiones. Peluchonneau se para delante de un escaparate donde están colgados retratos de famosos, sin ver que el poeta ha deslizado ostensiblemente su cabeza en uno de los marcos vacíos. Otra noche, la primera dama se detiene a su vez delante de un escaparate, observando durante algunos instantes el ballet de maniquíes, vestidos con los mismos trajes que ella, que se cargan y descargan de un camión.

La interrogación sobre la historia, sus máscaras y lugares toma ciertamente un tono más punzante –y quizás más logrado— en JackieJackie. Es el vagar evocado en el instante. Son las reflexiones de la primera dama sobre la Casa Blanca como lugar del que se ignora si hay que considerar que personas de carne y hueso vivieron en él, o solo espectros de los que pronto no quedará nada. Después de todo, nadie parece acordarse de los presidentes Garfiel y McKinley, igualmente asesinatos, y las viudas Van Buren, Tyler y Lincoln murieron en la indigencia… Solo la incertidumbre, al fondo, viene a responder al deseo de imprimir una huella duradera. No solo no estamos seguros de que todo lo que escribimos sea verdadero, sino que ni siquiera estamos seguros de seguir escribiendo.

No hay que buscar en otra parte la belleza del cine de Pablo Larraín. Le interesan tanto la voluntad de control sobre la historia y la de entrar en la Historia como la imposibilidad de tener la última palabra. Neruda es tan barroca, tan libre también, que acaba por tomar todo como incierto, cerrándose en una nieve que es a la vez amenaza y promesa para la escritura. Jackie también, aunque de una forma completamente distinta. No es un filme menos tejido de contradicciones y arrepentimientos, entre lo que la primera dama dice al periodista y lo que se ve, e incluso entre una frase y la siguiente de una entrevista algo divagante sobre la cual la primera dama suelta que “no debería decir eso” (en versión original : “I shouldn’t say these things”).

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El cine de Larraín tiene desde siempre abundantes diálogos incoherentes o de besugo, malentendidos alegres o graves… No se sabe nunca verdaderamente de qué nos habla ni a dónde quiere llegar. Algunos se irritan con ello y otros se deleitan. Es en todo caso un cine que sigue siendo enigmático, incoherente y secreto. Profundamente juguetón y ambiguo. Resistente, por tanto, a toda grandeza unívoca. Incluso en los últimos minutos, sin embargo sobrecogedores, de Neruda. Incluso en la escena de Jackie, sobrecogedora también, donde aparece por primera vez, en ligero picado, el coche de JFK, el guardaespaldas heroicamente aferrado al capó y Jackie sosteniendo sobre sus rodillas la cabeza ensangrentada de su marido.

¿A qué se debe este secreto, esta reserva de esfinge? Sin duda a que entre el deseo de controlar una historia y el riesgo de ser controlado por ella viene siempre a deslizarse una tercera posibilidad. Una certidumbre frágil pero tenaz, la única que sirve: hay un relato, hay texto, hay escritura. Y este relato, este texto, esta escritura se nos escaparán siempre, permaneciendo opacos a sí mismos. Nadie puede pretender ser el autor, ni siquiera aquel –el cineasta— que parece mejor situado para cargar con el título.

 

Han pasado apenas unos meses entre los estrenos de Neruda (23 de septiembre) y de Jackie (17 de febrero). Este tipo de doblete se ha convertido en algo rarísimo en la carrera de un cineasta. La aceleración no viene, en este caso, o no exclusivamente, de las contingencias a veces azarosas de la distribución. Pablo Larraín ha precisado que, en efecto, Neruda y Jackie habían sido por decirlo así concebidas juntas. Es entonces posible plantearse esta pareja como un momento autónomo en la obra de constitución rápida –siete largometrajes en diez años— del chileno. Posible e incluso deseable, o necesario, en la medida en que es precisamente a esto a lo que se dedican estas dos bellas películas: conferir una forma de autonomía a los breves segmentos que extraen de la vida de sus protagonistas.

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