A Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955) se le amontonan las cifras y las palabras. Habla por los codos y enumera: 16 años, 20.000 kilómetros, 75 catedrales, casi 1.200 páginas y, al menos, dos Españas. Por eso dice, socarrón, que de este proyecto pueden criticar su esfuerzo literario, pero no el físico. Presenta Las rosas del sur, la culminación de un recorrido por toda España a través de sus seos que arrancó con la publicación en 2001 de Las rosas de piedra. Durante todo este tiempo, el autor de La lluvia amarilla se ha dedicado a leer el pasado, el presente –y presume también de que el futuro- en las piedras de las catedrales. Pero si hay una cosa que le ha atormentado en este segundo trayecto (de Madrid a Las Palmas, pasando por Orihuela, Granada, Cádiz, Badajoz…) es que el ticket de entrada al edificio le permitiese salir y entrar tantas veces como quisiera. En algunas, como en la mezquita catedral de Córdoba, no le dieron salvoconducto, estropeando su plan de dedicar un día entero a merodear dentro y fuera de cada seo.
PREGUNTA: ¿Para qué sirven las catedrales hoy en día?
RESPUESTA: Su sentido ha cambiado, como el de cualquier otro edificio, a lo largo de la historia. En origen tenía una función religiosa y demostraban el poder y la tradición humanística de la ciudad en la que eran construidas. Determinaban, además, la composición urbanística y constituían un foco cultural y de espiritualidad. Eso se ha ido transformando al mismo ritmo que la sociedad que las construyó y las mantiene. Hoy en día, la mayoría son ya museos. Hay otras, sobre todo las catedrales de los lugares más pequeños, que siguen siendo el corazón de la ciudad; pero la gran parte se han convertido en lugares que sólo visitan los turistas, por desgracia.
P: ¿Le parece mal que se hayan convertido en museos?
R: He visitado 75 catedrales no para llegar a conclusiones sociológicas sobre ellas, aunque esté en el trasfondo del libro. Mantener el patrimonio y las catedrales en España cuesta mucho dinero y hay un debate pendiente sobre cómo abordar ese problema. Un problema, por otra parte, que en sí mismo es una solución porque, muchas veces, el turismo que alimenta la economía de muchas ciudades tiene su base en la propia catedral. En lo que yo no estoy de acuerdo es que se conviertan en museos y se cierren las puertas. En su origen, las catedrales representaban la ciudad de dios en la tierra, pero existía una comunicación entre dios y la ciudad terrenal. Cuando esta comunicación se rompe porque cierran sus puertas y hay que pagar para entrar, hacen que la ciudad vuelva la espalda a su catedral y entonces esta se muera, convirtiéndose en un sitio para turistas. El mantenimiento y la conservación de las catedrales la tendrían que seguir llevando los cabildos, pero se tendría que abordar de otra manera. Esta es mi opinión, aunque por decirlo me puedan llamar anticlerical.
P: ¿En qué media es la Iglesia responsable de este cambio?
R: En el momento que las conviertes en museo hay una evidente voracidad recaudatoria. Han desplazado el verdadero sentido de las catedrales, el religioso, a horas intempestivas o a capillas secundarias, incluso apagan las luces del resto del templo para que en la media hora de misa la gente no pueda ni ver de reojo el resto de la catedral. En ocasiones resulta hasta un poco patético. Yo recuerdo que en la seo de Zaragoza, en la que pasé todo el día, echan a todo el mundo a última hora y, el que quiera ir a misa, tiene que entrar por una puertita lateral y caminar hacia una capilla que es la única zona iluminada. Esto demuestra que el sentido final de esta catedral es la recaudación y se justifican diciendo que cuesta mucho mantenerla. No creo que sea la mejor forma de hacerlo, tendrían que ser las instituciones, a través de los impuestos de los ciudadanos, las que lo abordaran. Además, tampoco es verdad que todo el dinero que recaudan, ni siquiera una parte importante, vaya destinado al mantenimiento de los templos, ya que cuando hay que restaurar lo pagan las instituciones o fundaciones privadas. Ese es un debate, no sólo de las catedrales, sino del patrimonio en general, que la sociedad española tiene pendiente.
P: ¿Cree que la Iglesia tiene legitimidad para cobrar la entrada?
R: Ese es un asunto muy viscoso, por eso te digo que hay un debate pendiente. De la misma manera que hay gente que tiene un palacio o un castillo y pretende que los ciudadanos se lo rehabiliten, pero que luego siga siendo privado. Eso no puede ser y con [las catedrales] ocurre exactamente igual. Decir esto te puede llevar a ser acusado de anticlerical, pero es una de las servidumbres que tiene el hecho de opinar.
P: ¿Cree que hacer un libro con un tema como el de las catedrales aleje a algún tipo de lector?
R: Decía Einstein que es más fácil desintegrar un átomo que una idea preconcebida. A ver, yo no soy religioso, mi fascinación con las catedrales tiene que ver con la belleza y la emoción. Desde que vi la primera catedral, la de León cuando era niño, experimenté la conmoción de la que hablaba Fulcanelli. ¿Cuál es el destino de la vida y, sobre todo, de la literatura? Conseguir la máxima emoción a través del lenguaje y de la contemplación de lo que sea. He escogido las catedrales porque son los edificios más bellos y más espectaculares que se han construido en Occidente. Lo que me mueve a mí en la vida y en la escritura es la búsqueda de la felicidad, y una forma de tratar de acercarte a ella es a través de la emoción y de la belleza. Y además, no nos olvidemos de que las catedrales están llenas de literatura, fantasía, leyendas y tradiciones.
P: ¿Las catedrales son también un reflejo sociocultural de la ciudad en la que se construyen?
R: Por supuesto. El título original del libro, Las rosas de piedra, alude a una metáfora de las muchas que se pueden hacer las catedrales. Fulcanelli las llamó libros de piedra alzados en el cielo de las ciudades; otros, barcos petrificados. En realidad, para mí las catedrales son enormes sueños de piedra en los que la humanidad ha reflejado sus miedos, su ambición, sus deseos de trascendencia e inmortalidad, incluso. Ese es el impulso, junto a la demostración de poder, que dio pie a su origen. Y sabiendo deshojar esa rosa de piedra, uno alcanza a entender más el espíritu de las ciudades que las albergan y las mantienen. He dicho varias veces que son como las cajas negras de la historia y, en mi caso, como recorro las 75 catedrales de España, en último término, del país. Yo sospecho que más que un viaje a las catedrales lo que he hecho es un viaje por la historia de España utilizándolas como excusa. Y, por supuesto que reflejan el espíritu y su evolución a lo largo del tiempo. No es igual el significado que tiene la de Granada que la de Córdoba, aunque estén cerca.
P: ¿Ha encontrado diferencias entre las del norte y las del sur?
R: Hay una diferencia fundamental. A nivel catedralicio también hay dos Españas: las del norte mayoritariamente se construyeron durante la reconquista y, en gran parte, son románicas, góticas, renacentistas…. Mientras que en la mitad sur la mayoría están construidas sobre mezquitas (que a su vez se construyeron sobre antiguas iglesias visigodas o antiguos templos romanos). Por lo tanto, los estilos predominantes son un neogótico un poco impostado, como la de Granada, o renacentistas, como la de Baeza o Jaén…. Las catedrales no dejan de ser hojaldres con muchas capas de vida, historia e imaginación. Sabiendo mirarlas se entiende y se sabe mucho del pasado, del presente y del futuro de la ciudad. Por ejemplo, tú llegas a Ciudad Rodrigo o a Tui y ves enormes catedrales en pueblos pequeños que te cuentan que fueron localidades muy importantes en la época de la construcción, aunque después no se convirtieran en capitales de provincia. Mientras que la de Bilbao, que es pequeña, te dice que cuando se construyó, era un pueblo de pescadores.
P: Resulta curioso que el libro esté escrito en tercera persona y se refiera a sí mismo como “el viajero”.
R: A mí también me llama la atención. Yo no tengo explicación para todo y normalmente empiezo a pensar en las cosas que hago cuando me preguntan. Es curioso además, lo digo porque alguien me lo hizo notar, que cuando hago novelas las escribo en primera persona aunque no sea el protagonista; y, sin embargo, cuando escribo sobre viajes, lo hago en tercera persona. Quizá hay un deseo –seguramente un psicólogo le encontraría la explicación- de desplazamiento entre el narrador y el protagonista, y así crear un personaje un poco novelero, que es el viajero, y funciona un poco por su cuenta. Representa una especie de alter ego con el que a veces yo no estoy de acuerdo. La literatura de viajes al final, no nos engañemos, tiene algo de ficción y de imaginación y, sobre todo, está en manos del azar.
P: Dice al final, en su viaje a Las Palmas, que le llega la melancolía. Pero, ¿no cree todo el proyecto está guiado por este sentimiento?
R: La última frase del libro, que es la mejor y no es mía, sino del mexicano José Vasconcelos, dice: “Un libro, como un viaje, se empieza con inquietud y se termina con melancolía”. Todo lo que se acaba produce este sentimiento. Cuando yo terminé el viaje en Las Palmas y La Laguna la melancolía me invadió al echar la vista atrás y ver todas las ciudades que recorrí. Tienes razón en la sospecha de que puede haber un poso o un trasfondo de melancolía en todo este proyecto porque, al fin y al cabo, las catedrales no dejan de ser barcos varados en las ciudades que se han convertido en piedra después de una navegación de siglos, y con esos barcos muchos sueños, ilusiones, historias y vidas que se han quedado ahí petrificadas. Seguramente esa melancolía, que está en toda mi obra, tenga que ver con mi manera de ver y entender la vida y con la concepción última de lo que para mí significa escribir y vivir. Ambas son un esfuerzo inútil. En mi columna de El País titulada Sísifos -acerca de la condena divina de una piedra que, una vez subida a una colina, vuelve a caer-, concluyo con Albert Camus en que el mito funciona como una metáfora en la que todos los hombres y mujeres estamos aquí subiendo la piedra de la vida para que se nos caiga y volvamos a empezar. Cada libro es un nuevo comienzo en la subida de la piedra y, decía Ortega y Gasset, que el esfuerzo inútil conduce a la melancolía. Si vivir es un esfuerzo inútil, en sentido de trascendencia, siempre hay un poso de melancolía. Aunque no resulta inútil del todo porque te permite seguir viviendo y disfrutando.
Ver más‘Atlas de la España imaginaria’, de Julio Llamazares
P: Después de 16 años, ¿ha terminado este proyecto por testarudez o porque quería recrearse en el viaje?
R: Yo un día me lié la manta a la cabeza y, como tenía la fascinación que tengo sobre las catedrales, decidí visitarlas todas y escribir. Claro que fue una decisión muy inconsciente porque en España hay 75 catedrales, más alguna excatedral y otra impostada como la de Mejorada del Campo. Pero debo decir que he disfrutado muchísimo, aunque se trate de un trabajo muy largo. He recorrido 20.000 kilómetros, el país entero, cosa que agradezco porque he aprendido mucho sobre el país en el que vivo. Me pueden discutir el valor literario de este libro, pero no el esfuerzo. Aunque es verdad, y no te lo niego, que ha habido momentos de cierto cansancio y desfallecimiento, pero la pasión que siento por la literatura, el viaje y estos edificios, me ha servido para llegar al final.
A Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955) se le amontonan las cifras y las palabras. Habla por los codos y enumera: 16 años, 20.000 kilómetros, 75 catedrales, casi 1.200 páginas y, al menos, dos Españas. Por eso dice, socarrón, que de este proyecto pueden criticar su esfuerzo literario, pero no el físico. Presenta Las rosas del sur, la culminación de un recorrido por toda España a través de sus seos que arrancó con la publicación en 2001 de Las rosas de piedra. Durante todo este tiempo, el autor de La lluvia amarilla se ha dedicado a leer el pasado, el presente –y presume también de que el futuro- en las piedras de las catedrales. Pero si hay una cosa que le ha atormentado en este segundo trayecto (de Madrid a Las Palmas, pasando por Orihuela, Granada, Cádiz, Badajoz…) es que el ticket de entrada al edificio le permitiese salir y entrar tantas veces como quisiera. En algunas, como en la mezquita catedral de Córdoba, no le dieron salvoconducto, estropeando su plan de dedicar un día entero a merodear dentro y fuera de cada seo.