Prepublicación

Liberal a fuer de socialista

Portada de Democracia. La última utopía, de Manuel Cruz.

En un mundo obsesionado con la distopía, Manuel Cruz señala una utopía que tenemos muy a mano: la democracia. El catedrático en Filosofía Contemporánea por la Universidad de Barcelona, diputado socialista entre 2016 y 2019, se pregunta en Democracia. La última utopía (Espasa) qué ha ocurrido con ese sueño colectivo, por qué ha pasado de ser la reclamación de todo un país a verse cuestionado como sistema político, y qué se podría hacer para "materializar por fin aquellos valores que alumbraron el mundo moderno". El libro del también colaborador de infoLibre se publica el 29 de octubre, y recogemos aquí un extracto.

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El hecho de que sea la tradición política socialista la que de modo más consecuente haya asumido al completo los valores de la Revolución Francesa (de su práctica algo se dirá a continuación), con independencia de que pueda constituir motivo de legítimo orgullo para quienes se reclaman de dicha tradición, también debería ser motivo de preocupación generalizada. Porque no son de celebrar las dificultades que otras tradiciones políticas, que también se supone que reivindican los mismos valores, hayan podido tener para defenderlos todos a la vez.

No lo digo, como es obvio, por aquellos que, a uno u otro lado del espectro político, aunque de boquilla se reclamaban de idéntica herencia que el resto de fuerzas, nunca han dejado de coquetear con autoritarismos de diverso signo. A dicha proclividad, que en los últimos tiempos ha adoptado la forma informe del populismo y de la reivindicación de la democracia iliberal, ya le hemos dedicado suficiente espacio en el presente libro como para que tenga sentido abundar más en el comentario de la misma. Sí importará, en cambio, subrayar los apuros y dificultades en los que de manera reiterada se ha visto inmersa la propuesta política de matriz liberal, sistemáticamente identificada —en parte con motivos fundados— con posiciones insolidarias y egoístas, en suma: con un individualismo corrosivo y, en consecuencia, renuente a aceptar plenamente el valor de la equidad.

Es cierto que tales actitudes se han dado en las versiones más incívicas del liberalismo, pero ha habido otras. Sería el caso de ese liberalismo, nítidamente diferente del anterior, con un fuerte componente moral que entre nosotros defendió un autor como Miguel de Unamuno, enfrentándose a los que denominaba "liberales manchesterianos", para los que el liberalismo se reducía a la defensa y garantía de la libertad comercial e industrial, frente a las trabas económicas tradicionales. Sin el menor esfuerzo ni violencia teóricas se podría establecer un paralelismo entre estos ("liberales de burla" también los denominaba el escritor vasco) y los liberales esclavistas criticados por Judith Shklar, preocupados únicamente por su derecho a no ver restringidas sus libertades como propietarios.

El liberalismo moral unamuniano o el liberalismo cívico de la autora de Sobre la obligación política, representan dos versiones, entre bastantes más, de otra manera, claramente enfrentada a la más tópica, de entender dicha tradición. Ambos autores prestan su voz a todos esos liberales que, precisamente porque no son unos simples egoístas, sino que les importa vivir en un sistema de libertad efectiva para todos, lejos de incurrir en los viejos resabios antiestatalistas, defienden la necesidad de que el Estado tenga un papel activo en la vida de la sociedad. Concretamente el de proveedor de servicios y agente de redistribución.

La atribución de este papel activo al Estado no constituye un elemento teórico sobrevenido, sino que se desprende de las premisas planteadas. Esto resulta particularmente claro en el caso de Shklar. En efecto, es precisamente la protección de las libertades democráticas lo que hace imprescindible el combate contra la desigualdad de oportunidades y la miseria. La simpatía de nuestra pensadora por el filósofo liberal T. H. Green (1836-1882), fundador de lo que se denominó en su momento “nuevo liberalismo”, no puede ser a este respecto más reveladora. Porque liberales como él compatibilizaban abierta y decididamente la protección de la libertad política de los ciudadanos, así como la existencia del libre mercado, con la intervención del Estado “para proteger a las clases trabajadoras contra la explotación y la pobreza” (Judith Shklar, Sobre la obligación política). Sin ninguna duda, afirmaciones de semejante tenor hoy diríamos que corresponden a un perfil político claramente progresista.

En el fondo, ahora podemos percibirlo con claridad, el desigual peso de un valor u otro, el de la libertad o el de la igualdad, es el que define a las dos grandes revoluciones de la era moderna, la americana y la francesa, por seguir en este punto el planteamiento de otra filósofa, Hannah Arendt, en su libro Sobre la revolución. Como es sabido, para ella la revolución buena fue la americana, que surgió de una lucha por la libertad política y que dio como resultado una constitución política provechosa y útil. La revolución mala fue la francesa, que surgió de la pasión contra la explotación y la opresión social y que terminó dando como resultado la contrarrevolución y la instauración de una permanente desconfianza en las instituciones de la libertad pública. En América, en cambio, según su razonamiento, pudo lograrse la fundación de la libertad porque no existía el impedimento de la cuestión social.

Siguiendo con el trazo grueso —aunque esperemos que no grosero teóricamente— en un caso la prioridad estaría relacionada con lo político y en el otro con lo económico-social. Nada tiene de extraño, desde esa perspectiva, que la tercera gran revolución de nuestro tiempo, la soviética —con la que se inaugura el siglo XX y con cuyo fracaso final concluye— coloque como prioridad fundamental, como su genuina razón de ser, acabar con el modo de producción capitalista e instaurar en su lugar un modo de producción alternativo, el socialista, única manera desde su perspectiva de superar la explotación y la miseria que padecen amplísimos sectores de la población.

De acuerdo con el esquema arendtiano, las consecuencias de priorizar una u otra instancia, serían rotundas. Los revolucionarios franceses (por no hablar de los rusos), preocupados por la superación de la pobreza y la miseria de las masas populares, habrían desdeñado la creación de un espacio público para el ejercicio de la libertad. La revolución americana, en cambio, tal vez porque el llamado "problema social", esto es, el problema de la creación de unas condiciones económicas y sociales mínimas que hicieran posible el desarrollo de los planes individuales de vida, estaba resuelto en el momento en que se inició el proceso de fundación de la república democrática en América del Norte, se habría fijado como objetivo la creación de instituciones públicas en las que los ciudadanos pudieran dirimir en libertad sus diferencias de opinión. Pero está claro que la confianza, que Arendt hereda de Tocqueville, de que la democracia se consolida cuando es el resultado de la culminación de otros logros sociales y económicos deja sin pensar el nexo entre ambas dimensiones, limitándose a yuxtaponerlas. Y es esto lo que importa, mucho más que los avatares concretos seguidos por una u otra revolución, que si de algo informan es de las dificultades de materializar programas que implican una profunda transformación de lo existente.

Porque, siguiendo con el trazo grueso, el Terror por un lado (o, en su estela, el fracaso de la revolución soviética) y el esclavismo por otro (Shklar dixit) si algo estarían acreditando es precisamente la necesidad de articular el valor de la libertad y el de la igualdad. Se trata, valdrá la pena destacarlo, de una necesidad sobre todo práctica, atendiendo a esas situaciones, condenables de manera inequívoca, a las que la historia muestra que puede dar lugar el unilateralismo valorativo. Aunque añadamos que la necesidad de la articulación en el plano de la teoría tampoco resulta en absoluto desdeñable. Llegados a este punto, bien podríamos afirmar, parafraseando el célebre dictum kantiano, que la libertad sin igualdad es vacía, en tanto que la igualdad sin libertad es ciega.

El vaciado del independentismo

El vaciado del independentismo

Estamos, pues, ante un conflicto de calado entre dos valores, conflicto cuya onda expansiva llega hasta nuestros días. En el fondo, los dos elementos a los que aludimos desde el principio calificándolos como la herencia, en gran medida no resuelta, del siglo XX, a saber, el Estado del Bienestar y el anhelo de democracia, están íntimamente relacionados con ellos. En todo caso, si alguna lección parece desprenderse de lo anterior es que ninguno de ambos valores, ni la libertad ni la igualdad, puede ser reivindicado separadamente, sin una correcta vinculación con el otro. Es lo que se esforzaron en pensar tanto algunos de los y las liberales mencionados, sensibles ante las injusticias estructurales de nuestra sociedad y decididos partidarios de una intervención pública en el seno de la misma para corregirlas, como los socialistas que valoraron la arraigada convicción de orden ético y político que subyace al mejor liberalismo y que sin dificultad creían poder compartir. En efecto, han sido muchos en las filas del socialismo los que, empezando por Pierre Leroux, han compartido con los liberales más sensibles una nueva imagen de la condición humana, no sustentada en privilegios económicos ni diferencias de clase, apostando tanto por el desarrollo de las libertades individuales como por el robustecimiento de un espacio público para el diálogo, la deliberación y el debate de ideas. A una aspiración así se le podrá calificar de muchas formas, pero en ningún caso ni de anacrónica ni de obsoleta.

También valdrá la pena señalar la coincidencia entre estos puntos de vista y uno de los argumentos clave que ha recorrido por entero el presente libro. Me refiero al del carácter potencialmente emancipatorio que tiene el principio de la universalidad de la ley en la medida en que representa la concreción de la igualdad. La importancia de las leyes a la hora de configurar una vida en común digna es para Shklar algo insoslayable. “El derecho en sí no es el único ejercicio de mi libertad negativa sino también una reivindicación contra aquellos que me oprimirían a mí y a otros. Demanda una acción para constreñir a los opresores y lo hace porque oprimir a los demás está mal. Sin embargo, la ley que demanda semejante acción es en sí misma una expresión de libertad positiva en el sentido de que es inmoral quedarse sentado sin hacer nada cuando a nuestro alrededor se abusa de un ser humano” (Judith Shklar, Sobre la obligación política).

Terminemos ya. Si en su momento aquel político de la izquierda (Indalecio Prieto) pudo acuñar la frase “socialista a fuer de liberal” para definir la sustancia teórica de su posición política, tal vez resultaría un indicador de saludable evolución de nuestra sociedad en materia de ideas que un día las mejores propuestas de la tradición liberal estuvieran tan presentes y hubieran empapado de tal manera el imaginario colectivo que hubiera quien se pudiera definir, sin que ello fuera entendido ni en términos de renuncia ni de contradicción, como liberal a fuer de socialista. Sin duda, el día en que esto se produzca estaremos un poco más cerca de la utopía democrática que hemos reivindicado a lo largo de estas páginas.

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