Existencialistas. Esos franceses tristes vestidos con jerseys negros de cuello cisne que languidecen en cafés parisinos abrumados por el peso de la libertad. Esa es la imagen que ha prevalecido en la cultura popular de los filósofos Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y su nutrido grupo de seguidores y amigos, sobre todo por la influencia estadounidense, que veía en ellos los ecos de una vieja Europa destruida por la guerra. Pero la escritora Sarah Bakewell se niega a reducirles a ese estereotipo. En el café de los existencialistas (Ariel), un recorrido riguroso y apasionado por la corriente que moldeó las ideas de Occidente desde los años cincuenta, retrata a la pandilla de pensadores como lo que fueron: agitadores de la academia, de la filosofía, de la vida política y de la cultura que cuestionaron con energía y trabajo incesante las ideas sobre las que se sostenía la estructura social de la época.
En la versión original del ensayo, el título –una referencia al amor de estos intelectuales por los cafés, únicos sitios con calefacción en el duro París de posguerra— estaba acompañado del subtítulo “Libertad, ser y cócteles de albaricoque”, lo que supuestamente bebían Sartre y Beauvoir cuando Maurice Merleau-Ponty les habló de la fenomenología, corriente filosófica que sería la puerta a su trabajo posterior. En la versión española, ha sido sustituido por “Sexo, café y cigarrillos o cuando filosofar era provocador”. Bakewell se queda más bien con la segunda parte, aunque en su relato no faltan alusiones a las complejas relaciones sentimentales mantenidas por la pareja de filósofos: “La idea de provocación es interesante, porque el existencialismo quiere provocarte a pensar. Y, con un poco de esperanza, a que hagas algo en el mundo”.
Si ese grupo de pensadores consiguió escandalizar y agitar el debate público, fue porque se empeñaron en poner en práctica sus ideas. Y eso es lo que interesa a la autora. En el café de los existencialistas no es un manual filosófico, aunque contenga numerosos y esclarecedores pasajes centrados en el pensamiento de Heidegger, Sartre o Camus, alumbrando cuestiones muchas veces opacas para los legos. “El existencialismo se ocupa… de la existencia humana”, explica Bakewell, “De cómo tomamos decisiones y cómo nos responsabilizamos de ellas, qué significa ser un ser humano, la idea de la autenticidad”. El libro persigue hacer lo mismo tratando las decisiones que tomaron los filósofos, las responsabilidades a las que se enfrentaron y la puesta en práctica de su búsqueda constante de la autenticidad.
No es casualidad que Bakewell decidiera ponerse manos a la obra después de su elogiado Cómo vivir. Una vida con Montaigne cuando regresó a los textos de Sartre que había leído en su juventud. “Gran parte del existencialismo iba sobre desafiar las convenciones, ser joven y rebelde, y ser capaz de controlar tu propia vida” cuenta, ya pasados los cincuenta, durante su día de promoción en un hotel de Madrid. Recordó entonces a la joven de 17 años que se había sentido fascinada por las ideas de Sartre en un momento, además, en que estas estaban algo pasadas de moda. Para aquella adolescente de Reading (Reino Unido), los textos de aquel tipo poco agraciado que había muerto un año antes resultaban liberadores. Y no es para menos. Bakewell resume el núcleo del existencialismo: “Aunque la situación sea insoportable (quizá te enfrentes a la ejecución, o estés confinado en una prisión de la Gestapo, o a punto de caer por un acantilado), sigues siendo libre de decidir qué hacer, en mente y en acto. A partir del lugar donde estás, puedes elegir. Y al elegir, también eliges quién serás”.
Los jóvenes que recibieron estas ideas en los años cuarenta y cincuenta vivieron la misma revelación que Bakewell. La vida se hacía en los cafés, en los clubes de jazz subterráneos, bailando toda la madrugada y yéndose a la cama con unos y otros. No tenían que amoldarse a la moral burguesa que les alejaba de su auténtico ser. Podían elegir. Eran libres. Se construían con cada conversación, con cada noche fuera de casa. “Se consideraba una filosofía peligrosa”, recuerda Bakewell, “porque llevaba a la gente a experimentar. Es una filosofía más optimista de lo que pensamos”. Claro que los estadounidenses tenían razón también en dibujarles pesarosos y angustiados. La libertad absoluta que promulgaban Sartre y compañía conllevaba también la angustia de estar sometidos a una elección constante en la que no hay decisiones menores. “La angustia es la otra cara de ser libre, porque enfatiza el hecho de que no es fácil vivir”, apunta la autora.
La historia que trama a lo largo de las 500 páginas de ensayo –saltando con maestría de los años veinte a los ochenta, de los alemanes a los franceses, de Sartre y Beauvoir como núcleo social al resto de sus amigos filósofos— refleja ambas caras del existencialismo. Merleau-Ponty baila con gracia en las largas noches parisinas, Boris Vian toca la trompeta de local en local y Sartre y Beauvoir acuerdan abrir su pareja a otros amantes –una puesta en práctica evidente de su idea de la libertad que además debió funcionarles, pues estuvieron juntos durante 50 años—. Pero también se enfrentan entre ellos por sus diferentes posturas políticas, pierden grandes amistades, se ganan el odio de uno y otro lado del espectro político... y, en ocasiones, incluso de la historia.
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Porque uno de los pilares del existencialismo fue el compromiso político, que consideraban inexcusable. En el caso de Sartre, no fue necesariamente así desde el comienzo. Bakewell narra su viaje a Belín en 1933, cuando, pese al terrorífico ascenso de Hitler, el francés estaba más ocupado en la vida nocturna y el desafío intelectual que le brindaba la fenomenología que en el fenómeno que quebraría la historia de Europa. Pero todo cambió cuando fue apresado por los alemanes y encarcelado en un campo de trabajo. El contacto constante con los otros presos —literalmente; Sartre explicaría después que el escaso espacioles obligaba a dormir tumbados en el suelo unos sobre otros— espoleó en él una solidaridad hasta entonces ausente. "Eso es, probablemente", explica Bakewell, "lo que le llevó a ser un marxista y luego un maoísta, porque no quería que su filosofía fuera sobre la vida individual, sino algo que cambiara el mundo".
Lo cierto es que la defensa de Stalin que sostuvieron Sartre y De Beauvoir incluso cuando sus crímenes parecían estar más que probados, o su apoyo al régimen totalitario de Mao, les llevó en un momento u otro a perder la relación con Albert Camus, Raymond Aron y Merleau-Ponty. Pero su defensa de la libertad individual como motor de la existencia humana tampoco casaba con las ideas del Partido Comunista: si cada hombre podía y debía construirse mediante la elección, ¿dónde quedaba el avance imparable hacia la dictadura del proletariado? "Es más inspirador leer a Camus sobre prohibir la pena de muerte que a Sartre sobre si Stalin estaba bien o no", admite Bakewell. Pero es la ambigüedad de las ideas de Sartre y Beauvoir, esforzados en hacer coincidir sus creencias más profundas y la ideología que prometía justicia e igualdad.
En el café de los existencialistas no pretende funcionar como manual, y sus personajes, pese a la admiración exhibida de manera evidente por la autora, no son referentes morales. Eso, recuerda Bakewell, tampoco casaría con la exhortación existencialista a buscar la autenticidad y la propia libertad. ¿Qué nos enseñan, entonces, los esforzados intentos de Sartre, Beauvoir y compañía de vivir una vida coherente, comprometida y libre? "Cuando cometen errores, son errores interesantes por muchos motivos. Cuando acertaban, era también interesante por muchos motivos", dice la escritora, recuperando el tono entusiasmado del libro. "Para mí, lo más interesante es preguntarme: ¿Qué estaban intentando conseguir, y por qué? ¿Qué deberíamos estar intentando llevar a cabo nosotros?".
Existencialistas. Esos franceses tristes vestidos con jerseys negros de cuello cisne que languidecen en cafés parisinos abrumados por el peso de la libertad. Esa es la imagen que ha prevalecido en la cultura popular de los filósofos Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y su nutrido grupo de seguidores y amigos, sobre todo por la influencia estadounidense, que veía en ellos los ecos de una vieja Europa destruida por la guerra. Pero la escritora Sarah Bakewell se niega a reducirles a ese estereotipo. En el café de los existencialistas (Ariel), un recorrido riguroso y apasionado por la corriente que moldeó las ideas de Occidente desde los años cincuenta, retrata a la pandilla de pensadores como lo que fueron: agitadores de la academia, de la filosofía, de la vida política y de la cultura que cuestionaron con energía y trabajo incesante las ideas sobre las que se sostenía la estructura social de la época.