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El año que llegó Putin

Anna Bosch

En el libro El año que llegó Putin, de Anna Bosch, la escritora, periodista y durante muchos años corresponsal de TVE repasa todas las vivencias y las crónicas que sucedieron al actual presidente de Rusia y crearon "el germen del Putin actual". Habla de cómo el país agrede a Ucrania, manipula y señala las sanciones occidentales. A la vez muestra la otra parte de Rusia, esa población que por miedo a la represión no expresa lo que de verdad siente, rechazo. La periodista da a conocer sus reflexiones sobre la sociedad rusa a través de los eventos que le tocó vivir. Cómo la figura de Putin nace y se coloca en "la cúspide del poder". Editado por Catarata, la obra puede encontrarse en las librerías a partir de este lunes 13 de marzo. infoLibre publica un extracto del libro, correspondiente al capítulo titulado 'Putin con perspectiva (2000-2022', en el que Bosch aborda la invasión de Ucrania. 

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¿Quiere Putin reconstruir la URSS? ¿Quiere volver al imperio zarista? Yo no soy ninguna kremlinóloga para poder dar una respuesta; lo que sí me resulta evidente es que Putin alimenta el sentido de país acosado, rodeado de enemigos. En el caso de Ucrania, él y su maquinaria audiovisual de propaganda repiten machaconamente que Ucrania es un territorio gobernado por nazis, títeres de Estados Unidos y la OTAN. La invasión de Ucrania el 24 de febrero del 2022 no es una agresión a otro país en ese discurso, sino una autodefensa ante un Occidente que acorrala y amenaza la existencia de Rusia. No es una guerra expansionista, sino una lucha por la supervivencia. Putin nunca aceptará que los otros dos antiguos miembros del antiguo Rus (Bielorrusia y Ucrania) tengan verdadera soberanía, verdadera independencia de Rusia. Ese es el origen al que Putin con ínfulas de historiador recurre cada vez más en sus discursos, las tres repúblicas son de hecho una, pueden tener órganos de gobierno distintos, pero como hermanos, de los cuales Rusia es el único adulto y debe encargarse de los menores de edad, Bielorrusia y Ucrania, que reconocen la autoridad del hermano mayor. En Bielorrusia el perenne dictador Aleksandr Lukashenko hace mucho que llegó a un pacto con Vladímir Putin, ambos presidentes comparten algo más que la pasión por el hockey sobre hielo, pero Ucrania ha salido rebelde.

Tememos a Rusia casi como temimos a la Unión Soviética. Sigue siendo el país más extenso del planeta y la segunda potencia nuclear, pero otros baremos son menos pomposos. Según datos del Banco Mundial, su producto interior bruto en 2021 fue de 1,78 billones de dólares, poco más que el de España (1,43 billones). En las dos grandes potencias actuales estas son las cifras del PIB: Estados Unidos, 96 billones de dólares; China, 17,7 billones, diez veces más que Rusia. La población de la Federación Rusa mengua o se estanca: eran 147,4 millones de habitantes en 1989 y en 2021, 143,4. Y un tercer dato: la esperanza de vida en Rusia en 2020 era de 71 años, según el Banco Mundial; la media en la Unión Europea era de 80,4 y de 82 en el caso de España.

La invasión de Ucrania, la retórica por parte del Kremlin y de Occidente, y las sanciones contra Rusia por invadir un territorio soberano nos han vuelto a alejar. Rusia y el Zapad, de nuevo confrontados. Dentro de la Unión Europea y de la OTAN, las tres repúblicas bálticas (Estonia, Letonia y Lituania) y los países que estuvieron al otro lado del telón de acero, Polonia especialmente, se sienten reivindicados en sus posiciones duras, intransigentes incluso, respecto a Moscú.

En Rusia, miles de hombres jóvenes, cultivados, cerebros, rusos cuyo trabajo no estaba vinculado con el Estado, han huido, o lo intentan, porque no quieren ir a la guerra. Fuera, en Occidente, los recibimos con recelo, cargan el estigma de la agresión de su presidente a Ucrania. Que ellos y el resto de rusos también son víctimas de Putin es un argumento que la mayoría de ucranianos combate con vehemencia. “No huyen por solidaridad con los ucranianos, huyen por miedo a morir en la guerra o acabar en la cárcel si se oponen a la guerra”, me respondió contundente y enojada Tetiana Shevchuk en octubre del 2022, una de las tres embajadoras ucranianas que recorrieron la Unión Europea en busca de más ayuda económica y militar para Ucrania, y siguió: “No hay comparación posible entre nuestro dolor y la incomodidad de los rusos. Los ciudadanos rusos son responsables de las acciones de su Gobierno”.

La principal lección para aquella novata que era yo cuando aterricé en Moscú es que ellos, los rusos, nos conocen a nosotros mejor que nosotros a ellos. Es la paradoja de toda cultura dominante: es su fortaleza y comodidad porque los demás tienen que aprender sus códigos, pero también su talón de Aquiles. Conocen nuestra lógica, nuestro argumentario, saben que las democracias son más frágiles, más vulnerables, que las autocracias porque son un sistema polifónico donde no hay una única voz que ordena y manda. Putin y su coro han demostrado ser buenos combinando todos esos factores en beneficio de un poder fuerte en Moscú y débil fuera. El argumento último de Putin para defender su modo de gobierno en Rusia es poder mostrar a los rusos unas democracias liberales caóticas y en crisis. Cuanto más fragmentados estén Estados Unidos y la Unión Europea, mejor para sus intereses. Cuanta más inestabilidad haya fuera, de mayor estabilidad interna podrá presumir él.

Desde que empezó la invasión de Ucrania el 24 de febrero del 2022, Vladímir Putin y su apisonadora audiovisual de propaganda muestran día a día el arte de volver los argumentos de Occidente contra Occidente. Lo que en inglés llaman whataboutism y en España solemos llamar el y tú más. Putin se sacude toda crítica a la invasión y las matanzas de civiles con la lista de atropellos y atrocidades cometidas por Estados Unidos y sus aliados. Hipócritas —se defiende Putin—, acusáis a Rusia de cosas que vosotros también habéis hecho. Alude a la invasión de Irak, a la cárcel de Guantánamo, a los bombardeos sobre Serbia, al reconocimiento de la independencia de Kosovo. La lista es larga. Con esos argumentos sintoniza, de nuevo, con la mayoría de rusos y el sentimiento compartido de ser menospreciados por un Occidente que aplica un doble rasero.

¿Por qué ahora? Una lectura del entorno del Kremlin y de la llamada doctrina Putin es que Occidente va cuesta abajo, ha iniciado su declive imparable y es el momento oportuno para contraatacar y establecer a Rusia como gran potencia euroasiática. Un declive en el liderazgo, en las alianzas y la moral. Los discursos oficiales, en televisión y en actos multitudinarios, insisten cada vez más en la supuesta perversidad de las costumbres occidentales: los hijos ya no son de padre y madre, sino de parejas homosexuales, y las mujeres ya no somos mujeres, sino transexuales. Son solo unos ejemplos, Rusia se erige en el bastión de los valores humanistas y cristianos. No lo explicitan, pero yo imagino que en esa decadencia incluyen la elección como presidente de Estados Unidos de un afroamericano, Barack Obama, chiorni de verdad, en 2008 y 2012, y la de Donald Trump en 2016. También el hecho de que la alternativa a Trump, y que además le sacó casi tres millones más de votos, fue una mujer, Hillary Clinton.

Repetidos esos argumentos a todas horas sin crítica de alcance ni una oposición significante y, muy importante, reclutandopara la guerra hombres de regiones lejanas a los centros de poder, y a menudo de etnias no rusas, Putin ha conseguido el primer año mantener la crudeza de la guerra alejada de la cotidianeidad de la mayoría de rusos, y con ello, apoyo o, como mínimo, indiferencia.

Cógela y córtala, y ya

En diciembre del 2014 volví como enviada especial a Moscú porque se temía una segunda crisis del rublo como la de 1998. Aproveché para compartir unas horas con una de mis profesoras de ruso. Hacía un año que aumentaba la tensión entre Ucrania y Rusia, fue el año de las movilizaciones en Kiev a favor de estrechar lazos con la Unión Europea y alejarse de la influencia Rusia, el año de la anexión de Crimea por parte de Rusia y la aparición de milicias prorrusas en el este de Ucrania con las que el Kremlin negaba toda vinculación. 2014 fue la semilla de la guerra de Ucrania del 2022 y el inicio de las primeras sanciones de la UE contra Rusia. Yo estaba ávida de escuchar cómo lo estaba viviendo mi profesora rusa, pero de nacionalidad, de etnia, ucraniana:

Mi madre no sale a la calle, tiene miedo de que la agredan. Se pasa el día viendo cómo en la tele no hacen más que decir que todos los ucranianos somos unos fascistas. Le pasó el otro día a mi hijo en el instituto, una profesora soltó una arenga contra los fascistas ucranianos. Han vandalizado la sede del Centro Cultural de Ucrania en Moscú. Sí, somos ucranianos, pero somos rusos también y, tú lo sabes, Anna, somos unos patriotas. Es una pesadilla lo que está ocurriendo.

¡Lo que darían mi profesora y su familia por volver a 2014! Un año idílico comparado con lo que han sufrido y cómo ha destrozado sus vidas 2022. Lo escribo y recuerdo una previsión alarmante que hizo Arkady Ostrovsky, especialista de The Economist: “Cuanto más intente Putin retener el poder, más sorpresas vamos a tener. El final de Putin hará que la década de los noventa nos parezca unas elecciones suizas”. Lo dijo en enero del 2018, en el seminario que anualmente organiza el CIDOB en Barcelona, presidido por Javier Solana. Tres meses después, en otro seminario sobre Rusia, el analista ruso Arkady Moshes, del Instituto Finlandés de Asuntos Internacionales, resumió así las casi dos décadas, entonces, de Vladímir Putin en el poder: “El primer Putin fue un presidente de paz, que iba a mejorar las condiciones de vida de los rusos; el segundo es el dirigente de un país en guerra”.

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