'Con Franco vivíamos mejor', el ensayo que desmonta los supuestos "progresos" de la dictadura
"Un libro, en definitiva, que debería ser —en mi modesta opinión— de lectura obligada para profesores de secundaria y jóvenes que no deseen seguir comulgando, como muchos de sus antepasados, con ruedas de molino" dice el historiador Ángel Viñas en el prólogo del nuevo título del también historiador Carlos Barciela. Con Franco vivíamos mejor (ya en librerías, editado por Catarata) desmonta, en palabras de su autor, "los supuestos progresos de España que se atribuyen al dictador".
infoLibre adelanta un extracto del capítulo 'Franco no creó la Seguridad Social', sobre la propaganda del régimen y lo lejos que estuvo el Seguro Obligatorio de Enfermedad de la actual Sanidad Pública.
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Todos los tratadistas (del mundo) están de acuerdo en que un requisito insoslayable para poder hablar de estado de bienestar es la existencia de un sistema político plenamente democrático. La cuestión no tiene vuelta de hoja. ¿Cómo se puede hablar de estado de bienestar sin el pleno disfrute de los derechos políticos y civiles? Además de los requisitos políticos democráticos, los expertos —como nos recuerda el profesor Francisco Comín, el mayor conocedor de la historia de la Hacienda en España— también están de acuerdo en otras exigencias: que los gastos sociales superen el 25% del PIB y que estén financiados con impuestos y contribuciones sociales. Obviamente, para alcanzar este nivel de gasto social y financiarlo vía impuestos, es una exigencia ineludible contar con un sistema tributario capaz de alcanzar altos niveles de ingresos. En los países desarrollados todo eso fue posible gracias al abandono del sistema tributario liberal (que no contemplaba como obligación del Estado la atención a ese tipo de servicios y que preconizaba la mínima presión fiscal posible) y la adopción de sistemas tributarios socialmente más avanzados, con impuestos personales generales y progresivos y un impuesto sobre el valor añadido (IVA). A ellos se añadieron otros tributos como los específicos sobre carburantes, tabaco y alcohol.
Pues bien, al acabar el franquismo no se cumplía ninguna de esas condiciones: seguía existiendo una Dictadura que no respetaba los derechos humanos, un sistema tributario basado en los viejos principios liberales y, por lo tanto, la estructura presupuestaria era arcaica y anómala en relación a Europa y, evidentemente, estaba muy lejos de alcanzar ese 25% del PIB en gasto social. En definitiva, la dictadura franquista fue esencialmente incompatible con el estado de bienestar.
Veamos ahora el mito de que Franco creó la seguridad social. Comencemos señalando que, ciertamente, en 1963, se aprobó en nuestro país una Ley de bases de la seguridad social. Pero, ¿qué significaba esa ley de bases? Antes de entrar en materia, hay que señalar que un Gobierno, particularmente si es dictatorial y no tiene que rendir cuentas, puede aprobar leyes, publicarlas en el BOE y no aplicarlas jamás o no dotarlas presupuestariamente y, a cambio, desencadenar intensas campañas propagandísticas que resultan infinitamente más baratas. Los economistas estamos acostumbrados a no impresionarnos por las grandes proclamas, si no van acompañadas por los correspondientes recursos. Como suelo decir a mis alumnos cuando tratamos de estos asuntos: lo que no está en el presupuesto no existe y, si está, hay que comprobar su grado de aplicación.
Casi todos los gobiernos, en todos los tiempos, han utilizado, en mayor o menor medida, la propaganda. Esto es especialmente cierto a partir de la Primera Guerra Mundial, en la que, sobre todo los británicos, lograron desarrollar campañas muy exitosas. Tanto éxito que, incluso los más destacados jefes militares alemanes, entre ellos Hitler, consideraron que había sido un arma decisiva para la derrota de Alemania. Y aprendieron bien la lección. En el ascenso del nazismo y durante la Segunda Guerra Mundial, Hitler y Goebbels, particularmente, hicieron de la propaganda la base de su acción de gobierno, llegando incluso a crear todo un ministerio dedicado a ello. También el fascismo italiano y el comunismo soviético fueron maestros en el arte de la manipulación. El franquismo, mucho menos eficaz en la acción de gobierno que los otros totalitarismos, compensó su incompetencia con mayores dosis de propaganda. Todavía en la década de los sesenta, el ministro de Agricultura franquista, Cirilo Cánovas, culpaba a los rojos de los problemas agrarios del país. ¡Veinticinco años después de acabada la guerra!
Es frecuente encontrar —en obras con escasa o nula seriedad— afirmaciones relativas a que Franco se ocupó, inmediatamente después de finalizada la guerra, de los problemas sociales y se recuerda la temprana creación del Seguro Obligatorio de Enfermedad en 1942. Precisamente, este es un caso que nos sirve perfectamente para ilustrar lo lejos que estaban el BOE y ese seguro de enfermedad de la realidad del país. Reproduciré un texto, algo largo, pero absolutamente esclarecedor, de un médico, nada sospechoso de antifranquista, Juan Antonio Vallejo-Nágera —hijo del célebre psiquiatra franquista, autor de estremecedoras teorías raciales, políticas y atentatorias contra la dignidad de la mujer—. Pues bien, a Vallejo-Nágera (hijo) se le preguntó, en una ocasión: “¿Cómo enjuiciaría la organización sanitaria —seguridad social, hospitales, manicomios, facultades de Medicina, etc.— desarrollada durante la época franquista?”. Contestó de la siguiente manera:
Entré en la Facultad de Medicina de San Carlos, en Madrid, a los dieciséis años, en 1943. Los enfermos venían en su mayoría a morir al hospital. Llegaban con piojos. La primera tarea era intentar limpiarles de ellos, sin mucho éxito pues no existían insecticidas adecuados. Recuerdo el mito macabro del “vaciamiento de la piojera”, una bolsa que ellos creían tener en la nuca, en la que se cobijaban los piojos, y abandonaban al morir el enfermo. En realidad, siendo estos parásitos termosensitivos, al enfriarse el cadáver lo abandonaban todos a la vez, como ratas que huyen de un barco que se hunde, y su peregrinación por la almohada y sábanas en busca de otros cuerpos era un espectáculo que los asustados estudiantes no hemos podido olvidar. Los pacientes llegaban famélicos. Eran habituales los llamados “edemas de hambre”, un engrosamiento acolchado de los tejidos, debido a que por la falta de proteínas se alteraba la capacidad de retención de agua en los vasos, pasando a los tejidos de los pacientes, que aparecían hinchados, estando en realidad esqueléticos. Existía una enfermedad llamada latirismo, que pudo describir la Escuela de Jiménez Díaz por la gran cantidad de casos, con síntomas terribles, como parálisis y que estaba provocada por comer, en su desesperación, alimentos inadecuados, como las “almortas” destinadas al ganado. La carencia de medicamentos era una pesadilla. Las primeras sulfamidas, único remedio entonces eficaz para muchas enfermedades, se vendían de estraperlo, procedentes de Alemania, en algunos bares, y por supuesto resultaban inasequibles a la clientela del hospital, a la que en los casos que curaban, resultaba un sarcasmo la rutinaria recomendación para su convalecencia de que comiesen “pescado y carnes blancas”, que no habían probado en años, quizá en su vida. Todo esto se ha olvidado, pero existió… Desde el final de la guerra se había legislado el derecho a la asistencia médica en el Seguro de Enfermedad. Su estado era tan deficiente que los enfermos preferían venir a estos “hospitales de beneficencia” gratuitos..
Este estremecedor testimonio muestra de manera descarnada la distancia abismal entre lo dispuesto en el BOE —el Seguro de Enfermedad— y la verdadera realidad del país: carencia de hospitales, pésimas condiciones asistenciales, insuficiencia de camas, falta de medicinas y de productos elementales de higiene y limpieza, rechazo por los pacientes de la atención proporcionada por el seguro y preferencia por la beneficencia. ¿Se podía llamar a eso un seguro de enfermedad?
Pero no fue solo el latirismo, otras muchas enfermedades se propagaron con virulencia ante la falta de respuesta de las autoridades, entre ellas la tuberculosis o el tifus exantemático, que popularmente se conoció como la enfermedad del piojo verde.
Lo señalado para el seguro de enfermedad ocurrió con otros derechos sociales proclamados en la posguerra por el franquismo. No es de extrañar. Dado lo barato que había resultado establecer el seguro de enfermedad, Franco debió pensar que, a ese precio, merecía la pena establecer otros muchos derechos sociales.
Veamos estas cuestiones de manera sistemática.
Durante la guerra, en 1938, como ya sabemos, se publicó el Fuero del Trabajo, a imitación de la Carta del Lavoro fascista. Esta ley fundamental era el mensaje de presentación del nuevo Estado ante los españoles. Tenía un evidente contenido social con el que el franquismo pretendía ofrecer una serie de derechos en materia laboral y social que compensara la falta de derechos políticos. Frente al capitalismo liberal y la falsa democracia, el nuevo Estado ofrecía una representación genuina mediante la democracia orgánica y un Estado protector de los trabajadores. El Fuero del Trabajo garantizaba, en primer lugar, el derecho al trabajo. Este derecho se fundamentaba en la necesidad de cumplir con el mandato divino de “ganar el pan con el sudor de la frente”. El argumento no dejaba de ser llamativo.
En el resto del fuero se recogían los siguientes derechos: derecho al descanso y a las vacaciones pagadas; al disfrute de la cultura, la salud y el deporte; a un salario digno y a un subsidio familiar; a la seguridad ante el infortunio, lo que implicaba un abanico de atenciones: vejez, invalidez, maternidad, accidentes de trabajo, enfermedades profesionales, tuberculosis, paro forzoso y retiro. Son, al menos, dos las características que deben ser resaltadas. La primera, el planteamiento totalmente novedoso, con el reconocimiento como derechos de un amplio conjunto de prestaciones, de forma que el fuero rompía con la fragmentación e insuficiencias anteriores. Y, en segundo lugar, la vocación de crear un “seguro total”. Por otra parte, llama la atención la referencia explícita a la tuberculosis (no hay ninguna referencia a ninguna otra enfermedad, lo que muestra su extraordinaria gravedad y difusión).
Llama, también, la atención el empleo de la palabra “fuero”, una denominación arcaica, medievalizante, frente a la más moderna y nítida “derecho”. También que su enunciado no sea relativo a las personas, a los trabajadores, sino al trabajo. Los derechos son de las personas, no de una manifestación concreta de su actividad. Tampoco era casualidad. Como tampoco lo fue llamar Cortes al Congreso, y procuradores a los diputados. El lenguaje no es neutro y el franquismo quería dejar claro el modelo al que aspiraba: un modelo pretérito y, por descontado, no democrático.
En 1945, acabada la Segunda Guerra Mundial, el régimen franquista era el único superviviente de los sistemas totalitarios de carácter fascista que quedaba en Europa, junto a Portugal. Como ya sabemos, Franco intentó, ante el cambio de circunstancias, presentar una imagen más aceptable ante el mundo. Una de las maniobras fue la publicación del Fuero de los Españoles, un remedo de constitución y segunda ley fundamental del Régimen. Esta norma volvía a repetir textualmente los derechos de carácter social de los españoles ya proclamados en el Fuero del Trabajo. Aparecía, no obstante, una importante novedad, seguramente derivada de la ineficacia mostrada por el Estado durante los siete años de vigencia del Fuero del Trabajo. El artículo 29 del Fuero de los Españoles señalaba: “El Estado mantendrá instituciones de asistencia y amparará y propulsará las creadas por la Iglesia, las corporaciones y los particulares”. En mi opinión, este artículo suponía el desentendimiento del Estado de la inicial pretensión totalitaria de hacerse cargo del conjunto de prestaciones sociales, tal como se había anunciado. Se aceptaba la colaboración de ese conjunto de instituciones y se admitía la asistencia tradicional y la labor caritativa de la Iglesia. La pretensión de “seguro total” se esfumaba.
Todos lo sabían
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Lo cierto es que ambos fueros no pasaron de ser unas meras declaraciones propagandísticas. Como he repetido en varias ocasiones, aunque el régimen de Franco hubiese querido poner en marcha un sistema de protección de esas características, le hubiese resultado imposible dadas las fortísimas restricciones presupuestarias, los elevadísimos gastos militares y en fuerzas represivas, y las necesidades de la reconstrucción.
De manera que, en la práctica, el franquismo se limitó a asumir lo que había realizado el Instituto Nacional de Previsión (1908) en lo concerniente a los seguros obligatorios de maternidad, accidentes laborales y vejez para los trabajadores con más bajas retribuciones. La población no cubierta por este sistema recurrió a diferentes soluciones que, en función de sus posibilidades, pasaban por seguros privados, por el pago directo por el servicio o, en los casos de los más necesitados, por la beneficencia sostenida por los ayuntamientos y diputaciones o la caridad realizada por la Iglesia.
Inicialmente, la gran apuesta del régimen franquista estuvo dirigida hacia el cuidado de la salud, una línea de actuación que se había iniciado en los años de la Segunda República y que había quedado abortada, precisamente, por la sublevación militar de 1936. Aunque, como hemos visto, el Seguro Obligatorio de Enfermedad (SOE) se creó en 1942, su puesta en marcha, como ocurrió tantas veces en el franquismo, se retrasó hasta 1944. El SOE fue, por encima de cualquier otra, la principal actividad declarada que en materia de prestaciones sociales llevó a cabo el franquismo. Sin embargo, por sus características, estaba muy lejos de lo que solemos entender como una prestación social en términos modernos.