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Entraste en el recinto de lo cuadrado. La paleta metálica, repleta de cemento, golpea en lo cuadrado, precisa de un sonido seco, cortante, duro para alzar lo cuadrado.
Junto al mar sin esquemas, que practicaba, al fondo, la destrucción hasta el delirio de cualquier forma de geometría, entraste en el recinto de lo cuadrado. Para llegar habías bordeado acantilados como quien coquetea con la muerte. A peso la plomada, a peso el vértigo, a peso tú con ambos.
Sobre el recuerdo en piedra del ahogado no encontrado jamás, después descubrirías el amor. Vestido azul marino impracticable, conduciéndose exacto por las curvas de un cuerpo, besos sabor salitre, y cerca, entre las grietas de las rocas, un lobo blanco aullando, reclamando otra presa.
Pero eso fue después. Primero entraste un día en el recinto por excelencia de lo cuadrado. Si existe un lugar quieto será aquél. Visión cuadriculada. Alrededor cuadrado. Lapidación de la contemplación.
Tú, en cambio, allí, eras la rapidez, guiada, espoleada, por dos ojos muy grandes, que traspasaban de electricidad aquel reino absoluto de lo cuadrado, buscando el hueco, la demolición, la fisura, la ruina en lo cuadrado.
Aquella puerta negra se te resistía. Algo se abría en ella y todo lo que se abre en una puerta se ha de abrir para ver. Con las manos en círculo, rodeando los círculos de tus dos ojos grandes y redondos, te enfrentaste, de niño, a la razón suprema de todo lo cuadrado. Y allí viviste la alucinación. Experiencia de luz que necesita de la oscuridad.
Las apariencias pueden engañarnos. Pero el posible engaño de una visión fugaz será más cierto siempre que la verdad más cierta.
De Nocturno casi (2014).
*Lorenzo Oliván es poeta. Su último libro, Lorenzo OlivánDejar la piel. (Pensamiento y visión) 1986-2016 (Pre-Textos, 2017).