En su inestimable labor de reconocimiento a la trayectoria poética de Angelina Gatell, la editorial Bartleby nos ofrece, sesenta y cinco años después de su primera edición, el primer libro publicado de la autora: Poema del soldado (1955). Ganadora del Premio Valencia en 1954, la obra se inscribe en el realismo crítico de posguerra, ese realismo lleno de silencios y de sobreentendidos, como señala la profesora Sandra Santana en su excelente epílogo a la edición a propósito de un ambiente cultural —el de la España de los cuarenta y cincuenta— en que se arrancaba todo lo que a duras penas conseguía crecer. De contenido marcadamente existencial, el libro es un grito de protesta ante la guerra y ante la imposición de su lógica devastadora sobre el ser humano, preso de un destino que no ha elegido y en cuyos límites queda definitivamente desposeído, alienado de su condición original: "Cuando esos hombres vuelvan a sus vidas (…) ya no serán los mismos". Y es también sin duda un libro en el que el silencio adquiere una dimensión abarcadora, omnipresente, pues lo que deja la guerra tras su paso es un mundo sin lenguaje, incapaz de articular significados, disuelto en el callar cómplice del dios ante quien se eleva la queja. Pero en tanto obra realista, Poema del soldado participa de la construcción alegórica en el sentido que le da Benjamin, pues el significado de la alegoría está siempre fuera del relato de la obra —podríamos decir que en este caso habría que buscarlo en esa urdimbre de silencios— cuyos elementos constitutivos quedan libres para resignificarse en nuevas asociaciones de sentido.
Como señala Santana, el mundo que deja la guerra ha perdido su contenido simbólico, el lenguaje ya no es capaz de revelar, de nombrar: "Dejadme regresar, volver de nuevo / a mi vida pequeña, / allí donde las cosas / tienen su íntegro valor de cosas: / el pan, la lumbre, el beso… / y con sólo nombrarlas / se hacen, Señor, tan verdaderas… Y es precisamente ese silencio, lo que no se dice porque no puede decirse, el lugar donde queda depositada la esperanza: Serán precisos siglos de silencio / para hallar otra vez el que perdimos (…) / para que el hombre vuelva a sus trigales / completamente limpio". Es ese vaciamiento del mundo lo que puede fundar un mundo nuevo. El lenguaje poético queda, en cierto modo, sometido a una ambivalencia que le permite aludir por omisión a una realidad concreta, social e histórica, que sin estar presente de manera explícita se muestra en ese armazón existencial lleno de silencios como una metáfora cristalizada de la guerra. Poema del soldado, nos dice la autora del epílogo, "nos recuerda que la literatura tiene la transgresora capacidad de mostrar lo evidente sin necesidad de decirlo", de alegorizar la realidad para dejar abiertas sus posibilidades de significado. Por otro lado, la alegoría es el lugar natural del mito, y en Poema del soldado habitan ese mundo perdido de resonancias miltonianas y un decidido tono coral, reminiscente del drama clásico griego, en la repetición obstinada de versos en muchos de los poemas. Pero no hay religiosidad, pues no estamos ante un dios adorado; es un dios cómplice al que se le piden explicaciones. No es un dios salvador, sino poderoso, implacable en su mudez. La salvación tendrá que venir de esos largos siglos de silencio, de esa refundación simbólica que ahora yace desarticulada. De un tejido social completamente nuevo.
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Poema del soldado es el relato de los vencidos de la guerra. Porque, como dice Santana en su epílogo, "¿qué sentido tienen las cifras de los muertos si no somos capaces de imaginar los cuerpos que, uno a uno, constituyen su referente?". Y en España los vencidos de la guerra no eran precisamente, en los primeros cincuenta —ni tampoco mucho después—, un concepto vacío o abstracto, ni mucho menos las víctimas de un belicismo antropológico. Eran los vencidos de la Guerra Civil Española. No es un libro sobre el destino de los hombres y mujeres, sino sobre el destino de los sometidos: "los que quedan aquí tendidos en la tierra, / boca abajo en la tierra, / con el pecho en la tierra (…) / dime, ¿acaso / hallarán el sosiego / como aquellos que mueren / colmados y cumplidos (…)? / ¿O serán los que, insomnes, / alzarán su sonido, / la enloquecida música / de su ira / y golpearán tu nombre / y los nombres de todos / los que sobrevivieron / a la nada ordenada, por quién, / en qué momento?". La alegoría es el recurso que tiene el realismo para sustraerse a lo explícito y para fundar mundos capaces de resignificarse pretendiendo no hacerlo. Los límites de la poesía de esos años de posguerra son también los límites del propio realismo, sin duda por razones del devenir literario de la propia tradición poética española —tan ajena a los debates del simbolismo en esos años—, pero son asimismo los límites de la estrechez política y cultural de la época: una realidad de silencios y de sobreentendidos. La poesía futura de Angelina Gatell se propondrá como labor —y esa será una de sus principales contribuciones literarias— la reconstrucción de esos silencios a través del ejercicio de la memoria, mediante una renovación de la corriente realista que en otras poéticas se encallará en territorios más experienciales. Como señala Sandra Santana, son las limitaciones del canon lo que dificulta el encaje de algunas respuestas literarias, no la complejidad ni la diversidad de estas últimas. Por génesis, por evolución, por planteamientos, la poesía de Angelina es una de las voces conformadoras de ese realismo crítico que crece en el silencio de la posguerra y que se reconstruye sucesivamente en los fragmentos del tiempo como un discurso poético unitario cuyo fundamento es ese mismo reconstruirse, ese salvarse de la imposición del olvido sobre lo histórico.
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Miguel Sánchez Gatell es poeta y filólogo. Su último libro es La lucidez del número (Bartleby, 2014).
En su inestimable labor de reconocimiento a la trayectoria poética de Angelina Gatell, la editorial Bartleby nos ofrece, sesenta y cinco años después de su primera edición, el primer libro publicado de la autora: Poema del soldado (1955). Ganadora del Premio Valencia en 1954, la obra se inscribe en el realismo crítico de posguerra, ese realismo lleno de silencios y de sobreentendidos, como señala la profesora Sandra Santana en su excelente epílogo a la edición a propósito de un ambiente cultural —el de la España de los cuarenta y cincuenta— en que se arrancaba todo lo que a duras penas conseguía crecer. De contenido marcadamente existencial, el libro es un grito de protesta ante la guerra y ante la imposición de su lógica devastadora sobre el ser humano, preso de un destino que no ha elegido y en cuyos límites queda definitivamente desposeído, alienado de su condición original: "Cuando esos hombres vuelvan a sus vidas (…) ya no serán los mismos". Y es también sin duda un libro en el que el silencio adquiere una dimensión abarcadora, omnipresente, pues lo que deja la guerra tras su paso es un mundo sin lenguaje, incapaz de articular significados, disuelto en el callar cómplice del dios ante quien se eleva la queja. Pero en tanto obra realista, Poema del soldado participa de la construcción alegórica en el sentido que le da Benjamin, pues el significado de la alegoría está siempre fuera del relato de la obra —podríamos decir que en este caso habría que buscarlo en esa urdimbre de silencios— cuyos elementos constitutivos quedan libres para resignificarse en nuevas asociaciones de sentido.