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Anhelos del bocadillo de Nocilla

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VozdeviejaElisa VictoriaBlackie BooksBarcelona2019Vozdevieja

 

Hace tiempo que terminé Vozdevieja (Blackie Books) y aún me asaltan de vez en cuando sus pasajes. La novela de Elisa Victoria (Sevilla, 1985) se cierra de forma satisfecha tras una lectura rápida, quizás con una equívoca sensación de liviandad: meses después, ya digo, aún me rondan por la cabeza sus personajes, algunas instantáneas muy bien pinceladas y, sobre todo, la atmósfera tan característica de la infancia a principios de los años noventa en España. Porque es eso —los días interminables de desayuno frente a dibujos animados, de bocadillos de Nocilla a media tarde y de noches de bochorno en el parque más cercano— lo que plasma la autora con la misma naturalidad que hondura.

Marina, la protagonista (y trasunto de la autora), se entiende a la perfección con su abuela. Este tándem es la tuerca por la que gira su línea argumental: en esta relación de niña de nueve años y señora mayor orbitan a su vez una madre separada y su novio o las amigas que la llaman Vozdevieja. También es la cuerda sobre la que pende la rutina de Marina. Una rutina de los largos veranos de EGB (ahora educación Primaria) que consiste en cazar conversaciones de vecinas o husmear revistas a escondidas, acompañar a la compra o salir al fresco por la noche como un fin en sí mismo. Esa repetición de la cotidianeidad y la vuelta a un pasado reciente (sin móviles ni series a la carta) deja entrever cierta nostalgia de la inocencia y del descubrimiento de la vida a través del aburrimiento.

Ese aburrimiento que parece haber dejado de existir. “Nuestra amistad es práctica y mansa como la de dos yonquis que quedan para pincharse y relajarse en compañía, sin nada que temer”, comenta en cierto momento. “La mercería está a la vuelta de la esquina. Es un lugar tan aburrido como seductor”, agrega Elisa Victoria en otro. No hay pirotecnia en su prosa pero sí unas reflexiones que atraviesan el corazón de muchos niños de los noventa y de otras generaciones (anteriores, más probablemente). A Marina le gusta investigar, inspeccionar lo prohibido. Esos atributos forjan una personalidad en proceso en un periodo de incertidumbre. “La etapa por la que pedía perdón al suelo por haberme caído encima. Al final el suelo tampoco era mi amigo y no podía besarme el culo. Cuántas ilusiones rotas”, explica en una de estos pensamientos al azar desperdigados a lo largo de sus 250 páginas.

Un microcosmos en el que nos introduce la novela con suficientes ingredientes para que la trama apenas avance: ternura, una ruptura matrimonial de fondo, humor y trasfondo político. Se habla de la Expo celebrada en Sevilla en 1992. Del PSOE de Felipe González y de esas vacaciones en las que el mayor regalo era una piscina. “No gasto las suficientes rodilleras como para considerar que lo estoy pasando bien”, concreta en una ocasión, mientras asegura que “las virtudes que más aprecio en una amiga son, en este orden: que se vea afectada por una curiosidad voraz hacia los temas prohibidos, que sea divertida y que si quedamos no me deje plantada”.

La oración de Eulalia

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Juega con los susurros al borde del sueño, con el costumbrismo de una educación y una manutención a cargo de las abuelas, con las frustraciones de quién aún no ha dado el brinco a ese mundo adulto plagado de certezas. Dudas, secretos y esperanzas construyen una genealogía de las infancias con cuadernillos Rubio y pizarras que manchan. Aquellas en las que se merendaba chocolate sin remordimientos y se veía los canales mirando los horarios en el teletexto. _____

Alberto G. Palomo es periodista y colaborador de tintaLibre

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