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'El auge de los robots', de Martin Ford

El auge de los robotsMartin FordPaidósBarcelona2016

En tiempos lejanos el inventor del ajedrez mostró su invención a un rey. Satisfecho por tal creación el rey le ofreció que pidiera cualquier cosa que quisiese. El inventor pidió solamente un grano de trigo en la primera casilla del tablero, dos en la segunda, cuatro en la tercera, y así sucesivamente, doblando la cantidad de granos hasta cubrir el tablero. Al mandamás le pareció una petición idiota, más que absurda, y ordenó al tesorero del granero real que liquidase la cuenta. No había suficiente grano en el reino para cubrir aquella apuesta. En realidad solo se cubriría con 22 años de las cosechas mundiales actuales. En este problema matemático subyace una constante multiplicación, la misma que señala la Ley de Moore. Esta ley marca que cada dos años se duplica el número de transistores en un microprocesador, es decir, los ordenadores se hacen más poderosos y por extensión se abaratan en la misma proporción. Una computadora el año que viene costará la mitad y dentro de dos años será obsoleta. Este es uno de tantos fundamentos en los que se basa Martin Ford para analizar con experta visión cómo afecta a la vida presente ─ y afectará a la futura─ esta progresión robótica en El auge de los robots, publicado por Paidós.

El libro se introduce con conflictos económicos actuales: el que se da entre productividad y compensación salarial, la caída de las rentas del trabajo y el crecimiento del beneficio de las empresas en el PIB, el hundimiento de la clase media, el aumento de la desigualdad y el impacto asimétrico de la tecnología, ese que hace que se reduzcan los salarios en el sector económico que aplica los avances tecnológicos y en consecuencia encarece al sector que no los aplica ─o que no puede aplicarlos, como le sucede a gran parte del sector cultural y la artesanía, por ejemplo─. Ford, desde un discurso que no abandona los principios del capitalismo, habla de la recuperación fantasma estadounidense que ha procurado que la economía vuelva a respirar aunque mantenga unas tasas de desempleo semejantes a la época anterior a la crisis, un argumento también repetido en España: una recuperación sin empleo, lo que achaca el autor a un impacto cada vez mayor de la robotización que muchos economistas no tienen en cuenta.

No solo peligran empleos repetitivos cuyas funciones puede asumir un robot ─no pensemos solo en funciones físicas de carga y descarga, pensemos en recopilación de datos o los innovadores algoritmos que suspenden la necesidad de personal para el análisis y la interpretación─, sino casi cualquier empleo. Las novedades que conllevan experimentos de inteligencia artificial general como Watson de IBM —heredero de Deep Blue, el vencedor de Kasparov— son impresionantes. Watson ha pasado de ganar Jeopardy ─el famoso concurso de televisión que requiere un amplio conocimiento, cierta ironía, desparpajo, tratamiento de la ambigüedad en el lenguaje, uso de juegos de palabras y metáforas─ a estrenarse en el campo de la medicina y el diagnóstico clínico. Hay robots que redactan noticias sobre fútbol en Internet porque otros robots han recabado información de la realidad porque hay robots observando un partido de fútbol y anotan los goles, fueras de juego, dorsales de cambios, tiempo transcurrido, tarjetas, patadas, kilómetros recorridos... Hay algoritmos artistas que experimentan con la pintura, sin que el ojo humano pueda distinguir lo que fue obra del robot y lo que fue obra del humán programador. Muy pronto el mejor bróker de Wall Street será un robot.  Hal 2000 está a la vuelta de la esquina.

Ford expone el riesgo del tecnofeudalismo ─que ilustró por ejemplo la película Elysium de Blomkamp─, la irrupción de la nanotecnología, la migración virtual  y el servicio deslocalizado de trabajadores virtuales o el retorno de empresas totalmente robotizadas a sus lugares de origen, cercanas al consumidor final. La última frontera se encuentra en la educación y la sanidad, espacios reticentes a una robotización liberal: ¿Puede un robot juzgar a un doctorando? ¿Puede diagnosticar y tratar un cáncer tal y como analiza una tomografía? Pero sí pueden encargarse de nuestros ancianos ─otra referencia fílmica: Robot & Frank, de Schreier─ o, con mayor claridad: Conteste, lector, ¿no han robotizado aún la farmacia de la esquina de su calle?

En el horizonte muy cercano hay un nuevo paradigma económico: ¿Podremos continuamente enviar a formar (y re-formar) a los trabajadores que, cada vez, se encuentran con mayor rapidez desactualizados? ¿Podrán seguir el ritmo de la Ley de Moore? La robótica se expande, la trampa de la pobreza se establece, el trabajo escasea, los salarios menguan. En un medio plazo las clases medias consumirán el total de sus rentas, y una economía no se sostendrá vendiendo solo a los ricos: ningún rico comprará mil coches diarios ni cenará cien veces una noche. ¿Quién comprará cuando no haya quien trabaje ni cobre un salario? ¿Qué consumen los robots? Nosotros somos el cyborg. Además, la tragedia de los comunes amenaza el medio ambiente; la explotación racional pero desmedida agota los recursos; los liberales y los tibios relativizan el cambio climático.

Urge desplazar la carga de tributación del trabajo al capital, ya que las empresas tecnologizadas emplean muy pocos trabajadores. Al fin y al cabo, ¿por qué carga la Seguridad Social –sostenida por las rentas del trabajo─ en solitario con la merecida recompensa de los costes de jubilación y no lo hace el resto de la economía, la cual se ha beneficiado de los trabajadores que ya no lo son?

Pero Ford busca que la comba del capital siga subiendo y bajando, y como solución recurre a planteamientos de Friedrich Hayek ─sí el filósofo y economista neoliberal de la Escuela austríaca─ que propuso el concepto de la Renta Básica, pero por razones muy alejadas a las razones que la izquierda actual expone. Para Hayek, si todo ciudadano cuenta con una renta que gastar, que consumir, el ciclo económico sigue en su círculo virtuoso, la economía robotizada da tiempo libre y el consumo no para. Aquí, recordemos a Wall-E.

Otros conceptos acuden también en ayuda de la renta básica como el dividendo de ciudadanía que da un dinerillo extra a todos los alasquinos por la explotación del petróleo, o propuestas como la del economista Noah Smith: una “cartera diversificada de acciones” para que todo ciudadano que alcance la mayoría de edad reciba un completo pack de acciones de empresas para labrarse su futuro, ya no como trabajador, sino como inversor y consumidor.

El efecto Peltzman es aquel por el cual observamos que el aumento de la seguridad en los equipos de paracaidistas, por ejemplo, no disminuye radicalmente los accidentes de paracaidistas. Porque los paracaidistas arriesgan cada vez más, es decir, la seguridad se convierte en un instrumento de doble filo: la protección genera imprudencia. Este efecto aplicado a una sociedad de rentas básicas provocaría que los ciudadanos fuesen más arriesgados, y el riesgo es la adrenalina del capital. Con red de seguridad se podrían rechazar empleos seguros para embarcarse en buenas ideas de negocio, pero aventureras.

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Martin Ford, del que no tenemos constancia que tenga algo ver con los creadores del FordT, cuenta una anécdota sucedida en los talleres de Ford, cuando comenzaron a aplicarse robots en las plantas de montaje. El ufano presidente de la compañía señaló al representante sindical: “¿Cómo harás para que los robots paguen tus cuotas sindicales”. A lo que contestó el obrero: “¿Cómo harás para que compren tus coches, Henry?”. Y en esas estamos, casi metidos en ese oxímoron que es la ciencia ficción.

*Alfonso Salazar es escritor. Su último libro es Alfonso Salazar Para tan largo viaje (Dauro, 2014).

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