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Las cajas negras

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Josep M. Rodríguez

Stefan Zweig escribió Carta de una desconocida, un relato de amor imposible llevado al cine primero por Max Ophüls y más tarde por Xu Jinglei –en una adaptación de hipnótica fotografía y que me atrevo a recomendar–. Por su parte, Gustavo Adolfo Bécquer es autor de una serie de “Cartas literarias a una mujer” también desconocida y ficticia, y que como canta Andrés Calamaro: “Es todas o ninguna, o puede ser alguna para mí”. Precisamente, en una de esas cartas publicadas por El contemporáneo, entre 1860 y 1861, se esconde la siguiente cita: “Puedo asegurarte que cuando siento no escribo”. Más que una afirmación, es una reafirmación. La espina dorsal de una poética que huye del arrebato emocional y toma conciencia de la distancia entre lo verídico y aquello que se vuelve verdad en el poema. En cierta medida es el camino inverso al de la fotografía, que transforma realidades en ficción.

La anécdota o el punto de partida de un poema pueden ser inventados. Ya se sabe: “El poeta es un fingidor” (Fernando Pessoa). Sin embargo, ningún escritor escapa de su sombra. Basta con asomarse a cualquier poesía completa para darse cuenta de que las obsesiones y la propia personalidad de su autor sobrevuelan el conjunto. Incluso cuando la búsqueda expresiva le empuja a través de varios géneros y estilos literarios, como pueda ser el caso de Federico García Lorca. Hay fantasmas que nos habitan por siempre. Y algunos parecen llevar consigo una profecía. Pienso, por ejemplo, en el portugués Mário de Sá-Carneiro, de quien conservamos un poema de juventud titulado “A un suicida” que termina con los siguientes versos: “Tú todavía alcanzaste algo: la muerte, / mientras que otros tantos como yo no alcanzan nada…”.

 

Sá-Carneiro nace el 19 de mayo de 1890. Y dos años después muere su madre. Me pregunto si este suceso no es el origen de la sensación de pérdida y de la insatisfacción vital que atraviesan su obra como una flecha de carbón, manchando cuanto toca. En 1990, en el centenario de su nacimiento, la editorial Hiperión publicó su Obra poética, traducida y prologada por Alberto Virella. Un acercamiento al trabajo del escritor lisboeta que se amplió hace unos meses con el volumen Poesía completa, llevado en esta ocasión a imprenta por la editorial Renacimiento. A su cuidado, Manuel V. Rodríguez. Es la primera vez que se recoge en español el corpus completo de Sá-Carneiro, que incluye, además de sus libros y de los poemas de juventud a los que antes hacía referencia, un apéndice con cinco textos en prosa entre los que destaca una entrevista, fechada el 5 de octubre de 1914, donde cuenta sus impresiones sobre el comienzo de la Primera Guerra: “Algo desolador. En el centro de París todas las tiendas cerraban sus puertas. A las 8 cerraban los cafés. El movimiento de las calles parecía artificial. Desolación total, ruptura de toda gentileza, que es aquello que más define a París… Todo esto hizo que yo no pudiese aguantar más en París. Yo amé siempre esa gran ciudad, débilmente, con loca ternura (…) Por eso no pude soportar ese ambiente y decidí partir”.

No obstante, Sá-Carneiro regresaría a la capital francesa al año siguiente. Y allí, en una habitación del Hôtel Nice, en un Montmartre que –como certifican las fotografías de Eugène Atget– ya no existe, se quitó la vida con cinco frascos de estricnina y vestido de esmoquin. Fue el 26 de abril de 1916. “Morir yo deseaba ardientemente / para no padecer más (…) ¡Por fin, voy a ser feliz!”, leemos en el poema “Recuerdos de un moribundo”. Para Manuel V. Rodríguez, “Mário de Sá-Carneiro representa la influencia de las vanguardias europeas en la literatura lusófona”. De ahí sus caligramas, los poemas de corte futurista o el movimiento sensacionista que nace de su amistad con Fernando Pessoa –a quien, por cierto, envió varias cartas anunciándole un suicidio que al final, sí, terminaría llegando. De hecho, la última de esas cartas la recibió ya junto a la noticia de su fallecimiento.

La persecución vanguardista de la novedad no deja de ser una forma de escapismo con el que huir del spleen vital, de las insatisfacciones, de los desengaños, de la sensación de carencia de Sá-Carneiro. De ahí también la presencia constante del sueño, con poemas como “Distante melodía”, digno del exotismo modernista de Julián del Casal, Herrera y Reissig o Rubén Darío: “Alfombras de otra Persia y de Oriente, / cortinas de China y marfil, / áureos templos de ritos de satén”… Sin olvidar los jades, “otras Turquías” o el Opio. En definitiva, formas varias con las que ensayaba la evasión definitiva: su muerte, el suicido. Porque el autor de Dispersão, igual que le sucedía a John Keats, muchas veces estuvo enamorado de la apacible y serena Muerte.

 

La muerte proporciona la única perspectiva de la que podemos fiarnos. Toda poesía completa es, por tanto, una especie de caja negra donde al final queda registrado nuestro viaje. Completo. Con sus turbulencias y escalas. Con su avanzar. Aunque a veces parezca que no nos movemos. Y esto es así incluso en un poeta escapista con tendencia al disfraz. Quien, como ya se ha dicho, nada se tomó más en serio que su propia muerte. Y no puedo evitar traer aquí, por contraste, a Eduardo García, de quien la Fundación José Manuel Lara ha publicado La lluvia en el desierto: lamentablemente, también su poesía completa.

Eduardo García nació en São Paulo, en 1965. De lo que se deduce que habría sido un poeta en portugués de no haberse venido ya de niño con sus padres a Córdoba, ciudad donde falleció el pasado 2016. Muerte temprana. Pero esta vez involuntaria, combatida. Y terminó ganando la enfermedad oscura. “Cuando la muerte asoma / palidecen de miedo las palabras (…) Todo lo roba el tiempo. / Pero nos deja su eco, prendido en las palabras”.

Ese eco es La lluvia en el desierto, que lleva un epílogo de Vicente Luis Mora y un emotivo prólogo de Andrés Neuman. Y recoge, en palabras de su autor: “Cinco libros de poesía escritos a lo largo de quince años de pasión por la palabra. Cinco etapas de mi vida que me saludan a lo lejos. Cinco espejos empañados donde apenas alcanzo a reconocer un rostro que se oculta en la penumbra. He soñado la vida hasta la extenuación, tan sólo para más adentro alcanzar su secreto. Escribir siempre ha sido para mí salir en persecución del misterio que alienta el respirar”. La palabra clave es “misterio”. Porque los versos de Eduardo García bucean en la realidad, se adentran en su “bosque de cuchillos”, con el objetivo de traernos de vuelta algo que le explique y nos explique. Poesía siempre inteligente y honda.

Capítulo aparte merecen las once composiciones agrupadas bajo el epígrafe: Bailando con la muerte. Son poemas escritos después de conocer su enfermedad. “En los últimos meses hay notas discordantes, / chirría el corazón, una burbuja / de carne se rebela, los tejidos / desbordan territorios, algo turbio / se va infiltrando en mí. // Me agota caminar a contratiempo, con naturalidad cercar el precipicio. / Me voy aclimatando / al silencio absoluto, el no, la nada”. Son versos donde la reflexión, la escritura consciente y sabia y el humor –sí, el humor– van más allá del testimonio para convertirse en alta literatura. Una forma de entender la muerte. Coincido con Neuman cuando dice: “Hubiera preferido no pensar que sus últimos poemas son quizá, con desesperante armonía, sus mejores poemas”.

Mário de Sá-Carneiro y Eduardo García fueron exploradores. El primero, escribe: “Me aflige un deseo de huir (…) Porque yo respondo. La vida, la naturaleza, / ¿Qué son para el artista? Nada. / Lo que debemos hacer es saltar en la bruma, / correr en el azul en busca de la belleza”. Una belleza que encontró a través de la indagación estilística, de las asociaciones nuevas, de la propia literatura. Eduardo García, en cambio, definió su estética desde muy pronto. Un trabajo de prospección. Ahondar y ahondar y ahondar en la palabra, “hasta cavar en ella / un nuevo firmamento”.

 

  • Poesía completa, deMário de Sá-Carneiro. Introducción y traducción de Manuel V. Rodríguez. Renacimiento, Sevilla, 2016.
  • La lluvia en el desierto. Poesía completa (1995-2016), deEduardo García. Prólogo de Andrés Neuman. Epílogo de Vicente Luis Mora. Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2017.

Stefan Zweig escribió Carta de una desconocida, un relato de amor imposible llevado al cine primero por Max Ophüls y más tarde por Xu Jinglei –en una adaptación de hipnótica fotografía y que me atrevo a recomendar–. Por su parte, Gustavo Adolfo Bécquer es autor de una serie de “Cartas literarias a una mujer” también desconocida y ficticia, y que como canta Andrés Calamaro: “Es todas o ninguna, o puede ser alguna para mí”. Precisamente, en una de esas cartas publicadas por El contemporáneo, entre 1860 y 1861, se esconde la siguiente cita: “Puedo asegurarte que cuando siento no escribo”. Más que una afirmación, es una reafirmación. La espina dorsal de una poética que huye del arrebato emocional y toma conciencia de la distancia entre lo verídico y aquello que se vuelve verdad en el poema. En cierta medida es el camino inverso al de la fotografía, que transforma realidades en ficción.

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