Entre el 'Cara al sol' y los tangos de Gardel
El caballo rojo
Concha Alós
La Navaja Suiza (2022)
Otra vez escribo sobre Concha Alós. No hace mucho lo hacía de una de sus novelas, seguramente de su mejor novela: Los enanos. Ahora lo hago para traer aquí otra suya sobre la guerra: El caballo rojo. La guerra. Qué guerra. La nuestra. La que no ha sido tan contada como la de los cristianos contra los moros, que así se llamaba cuando el franquismo a los enemigos de la cristiandad. Don Pelayo y esas historias para no dormir. Esas historias sí que molaban en la escuela de entonces. No como las que se sacan de la manga ahora con el rollo de la Memoria Histórica. Adoctrinan en los Institutos de Secundaria a una chavalería inocente. Menos mal que ya están las familias de Vox para velar por esa inocencia, para denunciar al profesorado que se atreva a meter en sus hijos la malasangre comunista. Seguro que los jueces aceptarán esa denuncia y empapelarán al profesorado insurrecto porque no se puede contar la historia con mentiras. Y a lo mejor tienen razón esas familias porque seguro que algunos jueces acogerán esa denuncia con entusiasmo. Hablar de un golpe de Estado contra la Segunda República es mentir. Si lo sabrán algunos jueces. Y que Franco no trajo durante cuarenta años la paz sino la crueldad de su victoria, pues lo mismo: una manera de convertir la historia de verdad en una sarta de embustes. La guerra vino porque la República era un caos y sólo había violencia. Por eso llegó Franco para salvar a la Patria y a los buenos patriotas españoles de esa violencia. Y ahora va y hay quien lo llama asesino. Se van a enterar esos que se aprovechan de nuestros hijos y de nuestras hijas en las aulas.
No sé si Concha Alós llegó a ejercer de maestra en sus años jóvenes. Había estudiado Magisterio, pero no me la imagino enseñando esa clase de historia a las niñas en sus clases. Y si lo hizo, también imagino su malestar y por eso, a lo mejor, se puso a escribir esas novelas que contaban, con una crudeza increíble para aquellos tiempos, la miseria absoluta de la dictadura franquista. Siempre, en esas novelas, la guerra y la posguerra que en las escuelas se contaban como una lucha a muerte entre los salvadores de la Patria y sus enemigos.
La guerra. La que empieza con el golpe de Estado fascista contra la República en 1936. En todas sus novelas, ya lo he dicho, Concha Alós escribe sobre esa guerra y más aún de lo que vino luego. Nada de esa paz tranquila que tanto gusta a ese franquismo que sigue vivo porque aquí no tuvimos una memoria con justicia, sino una democracia que cerró las puertas a la historia última y siguió hablando en las escuelas de Don Pelayo y de las guerras cristianas contra los moros. En El caballo rojo, esa escritora, que es de las mejores de nuestro siglo XX, si no la mejor, habla de la huida de Castellón a la ciudad murciana de Lorca. La huida de las familias republicanas para encontrar ahí un refugio porque los fascistas se acercan y sus vidas corren peligro. Estamos en 1938, a poco más de un año del final de la contienda. Al camión de Manolo Causanilles se sube la familia de Félix Alegre, sastre en la tienda de Las Cuatro Esquinas: su mujer, Rosa, la hija Isabel, el recién nacido Leopoldo que morirá a las pocas páginas de esta novela que enrabieta a cada paso. Y con ellos, una troupe de personajes que es lo que distingue siempre las historias de Concha Alós. Casi nunca un personaje principal. Casi siempre, un protagonismo colectivo, como eran colectivas las aspiraciones y las esperanzas de los refugiados que esperaban un final de la guerra con el fascismo derrotado: "Al fin y al cabo, la razón está de nuestra parte", decía Manolo Causanilles como si se hubiera convertido de repente en un alumno aventajado de ese maestro Mairena que se inventó Antonio Machado para que la razón entrara en las aulas en vez de la burrera que daría paso a la barbarie. Esas voces de hombres y mujeres —sobre todo de mujeres— que surgen unas veces a grito pelado y otras viven agazapadas en la soledad de las casas para conjurar el miedo. La realidad —tan denostada por alguna crítica empeñada en enfrentarla a lo estrictamente literario— nos salta a la cara porque lo real existe y escuece como el óxido que desfigura la carne apaleada. Y entre esa realidad, que una escritura seca y sin apaños cuenta como pocas, se cuelan los sueños. Qué hay más allá —o más acá— de lo que pasa en el frente de batalla. No se sabe. Aquí se cuentan la vida en la pequeña ciudad, las casas del hambre, los estragos del miedo. La espera interminable de no se sabe muy bien qué, porque el final de una guerra es algo que no sucede nunca, porque después de la guerras llegan las victorias. El sueño que duerme en las películas, con Robert Taylor o Clark Gable de protagonistas principales, con la música de Gardel en los bailes de la fiesta, con ese juego de la oca y el parchís amenizado por el sonido a cascabel de los dados en el cubilete que marean las manos de los jugadores, con la seguridad de que un día la vida será felizmente distinta cuando todo acabe. No podían saber que lo que iba a ser la vida tendría la forma innoble de un desfile soldadesco por las avenidas y ese Cara al sol que incendiaba las voces dejadas caer como un coro enloquecido desde los balcones de la victoria.
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La guerra contada por una escritura deslumbrante, como es siempre la de Concha Alós. La paradoja de los adjetivos: que la suciedad sea al final como un deslumbramiento. Porque lo sucio llena las novelas de Concha Alós, también El caballo rojo. La guerra llenó de suciedad las calles, las empolvó con los piojos de la miseria, las convirtió en una charca donde sobresalía la inmundicia: "Una oscuridad que huele a orines concentrados y secos, acumulados en las junturas del pavimento, lo llena todo. Es la guerra". La guerra que se vive en el café de don Trinitario llamado El caballo rojo. Un café que me recordaba a ese Español que saca Max Aub en La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco, o a aquel Betis que era el lugar donde el exilio se reunía en La imposible canción, la magnífica novela de Carmen Mieza, hoy una escritora olvidada, como Carmen Kurtz, Cecilia G. Guilarte, Marta Portal, Dolores Medio, Maria Beneyto y tantas otras escritoras de los años cincuenta y sesenta absolutamente imprescindibles.
"Creo que lo que reprocho a los libros, en general, es eso: que no son libres", escribe Marguerite Duras en su libro Escribir. Sufrieron los de Concha Alós, que ganó el Premio Planeta en 1964 con Las hogueras, las implacables cruces de la censura. Y sin embargo, no sé si hay escritura más libre que la suya. Nunca le robaron, ni la censura ni nadie, la fuerza a esa escritura, su libertad nunca derrotada. Las cosas por su nombre. Así las llamaba ella en todas sus novelas. Así, tal vez por eso mismo, fue condenada, por ese canon extraño que decide qué hay que leer y qué no, a la invisibilidad. Concha Alós había nacido en València en 1926, aunque muy pronto se fue con su familia a Castellón. Todos sus libros —o casi todos— transcurren en esa ciudad, aunque seguramente sus responsables políticos y culturales no lo sepan. O no quieran saberlo. A lo mejor no saben ni que existió una escritora inmensa que se llama Concha Alós y cuenta su ciudad como nadie lo ha hecho nunca.
Murió en Barcelona, aquejada de Alzheimer, el mes de agosto de 2011. Muy poca gente hubo en su despedida. Prácticamente nadie. Las crónicas hablan de mi querida amiga María del Mar Bonet y el fotógrafo Toni Catany. Las necrológicas no fueron más allá de unas líneas de compromiso. Otro gran amigo, el escritor Biel Mesquida, escribió: "Su muerte marca el final de una época". Agradecer el esfuerzo de la editorial La Navaja Suiza para seguir publicando la obra de Concha Alós es de obligado cumplimiento. Ojalá lean ustedes El caballo rojo, como antes hicieron tal vez con Los enanos, Las hogueras, La madama, Los cien pájaros, Rey de gatos… Y si no lo hicieron, si no conocen todavía los libros de Concha Alós, búsquenlos sin perder un minuto de su tiempo tan precioso. Los que no encuentren en su librería habitual, seguro que los descubrirán en las de segunda mano, o de lance, o como se llamen esas librerías que encierran en sus estantes auténticas joyas literarias. Seguro que, si la aceptan, agradecerán de por vida esta invitación a que lean sin demora a esa escritora inmensa que fue Concha Alós, una de las mejores —si no la mejor— de nuestro siglo XX. Ya me dirán, ¿vale? Ya me dirán.