Cartas a mi madre
Sylvia Plath
Editorial Random House (2023)
El último invierno de Sylvia Plath, la conclusión de 1962 y el inicio de 1963, fue uno de los más fríos en mucho tiempo en Londres. "Hemos tenido una cantidad fantástica de nieve, la primera que veía en todos estos años". El hielo y las celliscas se adentraron en su desvencijado espíritu por múltiples rendijas. "Me siento un poco deprimida (…) y empiezo a comprender que todo es definitivo, y verme arrancada de mi bovina felicidad maternal y arrojada a la soledad, en medio de penosos problemas, no tiene ninguna gracia". Frases de la última carta de este libro, enviada a su madre, Aurelia, el 4 de febrero del 63. Una semana después, el 11, al amanecer, cumplió su plan terminante. Abrió de par en par la ventana de la habitación de sus hijos, Frieda, casi tres años, y Nicholas, apenas uno, los cubrió más de lo acostumbrado, y les dejó leche, mantequilla y pan al lado de sus camas. Luego, selló la puerta para obstruir la entrada del veneno que la mataría. Después, cerró herméticamente la cocina de la casa, abrió el gas y asfixió su vida. Tenía treinta años, cuando "la vida empieza", había escrito unos meses antes.
Sylvia Plath ya había experimentado muertes parciales. A los veinte, un abrasador 24 de agosto del 53, estuvo "al otro lado de la vida, como Lázaro" (personaje resucitado en el Nuevo Testamento). "Nacida para escribir" –dijo de sí misma–, no soportó el rechazo para un curso veraniego de creación de cuentos ("era una persona estéril") ni la decepción provocada por su experiencia como redactora ocasional de la revista Mademoiselle. Avisó con una nota: "He salido a dar un largo paseo; volveré mañana", ingirió una veintena larga de somníferos, demasiados para digerirlos, y eligió el sótano de su casa como estación término. Tres días de búsqueda desorientada acabaron cuando su hermano, Warren, oyó unos murmullos. La encontraron, con heridas físicas y psíquicas, y pasó por tres hospitales, el último, "el mejor de Estados Unidos". Le aplicaron la terapia de electrochoques, combinados con insulina. Mejoró, pero siempre le quedaron esquirlas anímicas por ese tratamiento cruel. Ya lo había sufrido poco antes, cuando su madre le descubrió unos cortes en las piernas. "¡Solo quería comprobar si tendría agallas! El mundo está tan podrido. ¡Quiero morir! ¡Muramos juntas!", espetó Sylvia, "la chica que quería ser Dios", a Aurelia.
"Estoy enferma psíquicamente", afirma la escritora cuatro meses antes de su suicidio. El diagnóstico de los especialistas descartó la esquizofrenia y apuntó a neurosis, inestabilidad emocional. Sus cartas relatan un cúmulo de causas para un desenlace sin retorno.
Sylvia Plath se casó en junio de 1956, a los 23 años, con el poeta británico Ted Hughes, más brillante o, al menos, con mayor relevancia entonces, no ahora. "Por fin, he encontrado al único hombre en el mundo a mi medida". Califica a la pareja como "poco sociable". Viaje nupcial a Madrid y Benidorm, "en ningún otro país me he sentido en casa como en España", pero, al regresar a la capital inglesa, critica: "Los países tan calurosos… adolecen de una falta de estímulo intelectual". Tiempos de penuria, "estamos sumidos en la pobreza", y de violencia física, plasmada en los diarios y menos expresa en las cartas hasta más tarde. "De vez en cuando tenemos grandes batallas y yo acabo con luxaciones en los pulgares y él con los lóbulos de las orejas desgarrados". Buscan tiempo con denuedo, ansían horas para exprimir su imaginación. No obstante, Sylvia parece subsidiaria de Ted, quiere "combinar el papel de esposa y madre (lo dice tres años antes de nacer Frieda) con el oficio de escribir". Al poco de alumbrar a su hija, una renuncia, "lo primordial para mí es que él tenga paz y tranquilidad". Después de un aborto (él le había pegado unos días antes, según los diarios de ella), llega Nicholas, el segundo hijo. Plath claudica, "el día se convierte en un torbellino de baños, coladas, comidas, tetadas y, bang, ya ha llegado la hora de acostarme". Y la pareja naufraga. Otra mujer, Assia Wevil, poeta, aparece en la vida del británico. "Sylvia estaba terriblemente celosa", asevera su madre. Inicio de la separación, luego intento de un divorcio inconcluso y, en definitiva, la quiebra interior de la escritora.
Circunstancias de una frágil supervivencia. "Cualquier cosa que consiga escribir actualmente será solo para llenar la olla". Resignación de Sylvia o de Victoria Lucas, nombre elegido para firmar La campana de cristal, novela donde la escritora muta en Esther para perfilarse a sí misma. La justificación del pseudónimo. Antes, en 1960, con veintiocho años, había publicado El coloso, un poemario. Varias revistas, en especial la prestigiosa The New Yorker, incluyeron sus versos, remitidos durante una década larga. También leyó sus poemas en la BBC. Ganó premios. Recibió retribuciones dispares, escasas la mayoría para su afán de vivir de la escritura y, quizá lo más importante, con una repercusión insuficiente para colmar su ambición literaria. ¿Sintió el vacío del fracaso? Quizás, pero no lo explicita como causa directa de su depresión.
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Desde luego, su muerte contribuyó a descubrirla con más detalle. Suicidio, juventud, un marido traidor con amante incluida... La urdimbre para una justicia postrera. El propio Ted, cuya opinión sobre su obra "paralizaba" a Sylvia, se sumó a esta reparación. Envuelto en polémica, por sospechas de cambios y poemas silenciados, Hughes se encargó de publicar Ariel, en 1964. Reúne los versos de la etapa final de Plath. Confesionales, un retrato desnudo de su adentro atormentado. Un corolario de su ser y estar en el mundo. "Y soy/ la flecha/ el rocío que vuela suicida…", "morir/ es un arte, como todo lo demás./ Yo lo hago excepcionalmente bien". Retazos de sus últimos poemas, el espejo sobre cuyo vaho Sylvia Plath acuñó sus palabras, ahora indelebles, pero no lo traspasó para encontrar la salida: "No hay adónde".
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* Prudencio Medel es periodista.