A lo largo de su décimoquinta novela, Rosa Montero nunca se separa de la idea que vertebra todo el relato: la carne, en su acepción más prosaica. No cabría esperar otra cosa de un libro titulado así, pero lo interesante de esta historia es la forma que tiene la autora de posicionarse frente al cuerpo, desde dos puntos de vista contrapuestos: como un producto perecedero que nos encierra en su decadencia (la muerte) y como la materia prima de la pasión (la vida). Y en medio de esa dicotomía, se tambalea su protagonista, Soledad Alegre.
Los primero que vemos a hacer a Soledad en La carne (Alfaguara) es husmear en una web de contactos en busca del acompañante perfecto para una velada en la ópera. Así, aparece Adam: un gigoló de 32 años, ojos color miel y aspecto atlético. Después de sus circunstancias, el narrador la presenta a ella. Soledad aparece desnuda, probándose diferentes vestidos en su casa, sin que ninguno de los estilismos termine de convencerla del todo. Acaba de cumplir 60 años, su atractivo ha empezado a menguar desde no sabe bien cuándo y eso la aterra.
Pese a lo que pueda parecer, La carne no se trata de una historia erótica ni tampoco de una reflexión sobre la vejez. Hay un poco de ambas cosas, especialmente del paso del tiempo, un elemento constante en la literatura de Rosa Montero. Esa capacidad de generar una atmósfera de ahogo existencial es una de las habilidades de la escritora y periodista, que en obras como La hija del caníbal (1997) ya había explorado la confusión mental de enfrentarse al paso de los años. Sin embargo, esta novela tiene más que ver con el cariño y la insatisfacción amorosa. Sobre lo que pasa cuando se intuye el final y la necesidad innata de sentir amor no ha sido satisfecha.
Montero buscaba crear un personaje extremo al que nunca nadie hubiese querido como ella esperaba. Así, la etapa que acaba de iniciar Soledad simboliza un punto de quiebre en este sentido: hasta la fecha, se había podido granjear numerosos amantes con los que enmascarar la falta de amor. Cabría preguntarse si, alguna vez, alguien quiso a Soledad de esa manera sin que ella se diese cuenta, ensimismada en su propia lástima, destinada, como su nombre, a estar sola. Y aterrada, precisamente, por el hecho de envejecer sin nadie a su lado. A veces, el personaje de Soledad, que le encanta regodearse en sus prejuicios y abusa de la queja, resulta un tanto desquiciante.
Mientras se desarrolla la trama, la protagonista tiene que poner en marcha una exposición sobre escritores malditos para la Biblioteca Nacional. De esta manera, entre la historia, digamos sentimental, de Soledad y Adam, Montero entreteje pequeñas referencias a personajes históricos, con vidas más o menos trágicas, con los que su protagonista se siente identificada. Es un guiño a una de las debilidades de Montero: las biografías o lo que ella prefiere llamar geografía íntima de las personas. Un género, además, que ha trabajado en numerosos de sus artículos periodísticos a lo largo de su carrera; y también en libros como Historia de mujeres (Alfaguara).
A través de estas anécdotas, que enriquecen notablemente la lectura, Soledad va desnudando su desasosiego frente al amor. En uno de esos pasajes, se pregunta: “Esa obsesión mortal ¿era de verdad amor? ¿Todos los amores eran obsesivos? ¿O quizá las obsesiones se disfrazaban con la apariencia del amor para parecer algo más bello que un simple desequilibrio mental?”. Para ella, el amor siempre termina en el daño. Quizás de sus malas experiencias haya surgido la Soledad que se nos presenta ahora y, por eso, el narrador inicia el relato describiendo su mundo para que el lector sea más indulgente con su carácter.
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En esta etapa vital que afronta Soledad, a todas esas dudas sobre el destino trágico del amor, se suma la imagen de su cuerpo frente al espejo, a las puertas de la tercera edad, con el declive acechando. ¿Cambiará algo tras su experiencia con el gigoló? Puede y eso es lo que tira de la trama: el suspense. La novela se lee como un suspiro porque genera la necesidad de saber si, al final, habrá redención para Soledad. De lo que no hay duda es de que el personaje que ha creado Rosa Montero todavía tiene hambre: de amor, como siempre; y de sexo, mientras lo demás llega.
*Saila Marcos es periodista de Saila MarcosinfoLibre.
A lo largo de su décimoquinta novela, Rosa Montero nunca se separa de la idea que vertebra todo el relato: la carne, en su acepción más prosaica. No cabría esperar otra cosa de un libro titulado así, pero lo interesante de esta historia es la forma que tiene la autora de posicionarse frente al cuerpo, desde dos puntos de vista contrapuestos: como un producto perecedero que nos encierra en su decadencia (la muerte) y como la materia prima de la pasión (la vida). Y en medio de esa dicotomía, se tambalea su protagonista, Soledad Alegre.