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El editor que escribe

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Este es el noveno libro que publica Jorge Herralde, entre ediciones de textos ajenos y volúmenes suyos, lo que lo convierte en uno de los editores que más ha escrito y publicado nunca, si no en el que más. El primero, Opiniones mohicanas, data del 2000, y el anterior a este que nos ocupa ahora, El optimismo de la voluntad. Experiencias editoriales en América Latina, aparece fechado en el 2009. Siento no conocerlos todos, bien porque no han circulado entre nosotros, bien por ser ediciones no venales. Herralde, además, es responsable –aquí nos lo confiesa— de algunas fajas y contraportadas. Y esperamos que no tarde demasiado en hacerse pública su correspondencia.

Las cuatro citas que encabezan estos textos —estamos ante una recopilación de artículos, conferencias, entrevistas y cartas— se refieren al olvido y a la permanencia. La más oblicua es, sin duda, la del escritor y crítico literario argentino Rodrigo Fresán, que podría leerse así: "Siempre nos quedará Anagrama, Jorge Herralde". El libro aparece dividido en cuatro apartados: "Trayectorias editoriales (1969-2000)", "Entrevistas y discursos", "Diarios: teoría y práctica" y "Trayectorias editoriales (2000-2019)". A los textos de Herralde, se suman otros de diversos autores. A todo ello se añade un puñado de fotos necesarias que ilustran la trayectoria profesional del editor.

Anagrama ha cumplido 50 años y en ese medio siglo se ha convertido en la editorial literaria española más importante de la segunda mitad del XX y del XXI. Ni Janés (José Janés “fue el primer gran editor español”, p. 206, nos dice; y después su principal referente fue Carlos Barral), ni Destino, ni Seix Barral, ni tampoco Alfaguara, Lumen o Tusquets, siendo tan importantes, resultan, al fin y a la postre, comparables.

Como es lógico y normal, el autor se detiene en los libros de Anagrama, sin evitar referirse al trienio negro de la editorial, 1978-1980 —recuérdese que hasta mediados de los setenta Anagrama se centró en el ensayo—. Desgrana la historia de sus distintas colecciones, con Panorama de narrativas (1981), cuyo primer libro fue Dos damas muy serias, de Jane Bowles; Narrativas hispánicas (1983, que se inició con El héroe de las mansardas de Mansard, de Álvaro Pombo; junto con Contraseñas (1987) y los Compactos (1989) de bolsillo a la cabeza, y de los dos premios principales, el de ensayo (1973) y el de novela (1983), así como los problemas que les causó la censura, o la falta de solidaridad de la Assemblea d'Intelectuals de la entonces muy activa Assemblea de Catalunya, y de la editorial Proa. Y es que el rencor de la bona gent viene de mucho más lejos de lo que suele admitirse. Generoso, Herralde reconoce la sintonía que mantuvo, y el apoyo que le proporcionaron en sus inicios, con Luis Goytisolo, compañero en el colegio La Salle Bonanova, Salvador Clotas o el mexicano Sergio Pitol.

Cuando Herralde no se refiere a su editorial, los comentarios mantienen el interés, como al hacer referencia a diversos acontecimientos de la vida cultural de Barcelona en los últimos años del franquismo, o a las gentes de la llamada gauche divine; cuando se detiene en algunos episodios de la historia de la edición española o extranjera, o relata su relación con Distribuciones de Enlace, fundada en 1970, o la colección conjunta de Ediciones de bolsillo, que tantos buenos títulos acogió.

Habría que destacar también la dimensión americana de la editorial, que a partir del 2000 empieza a editar en México y Argentina, publicando textos de autores como Piglia, Bolaño, Bryce Echenique o Villoro, por solo citar unos pocos nombres, a pesar de las dificultades que suelen tener los autores hispanoamericanos para encontrar lectores en los otros países de habla hispana, incluida España.

Pero también le ha prestado mucha atención a la narrativa universal, donde ha llevado a cabo una política de autor, representada por el denominado British Dream Team. Así, confiesa: “Entre las diversas literaturas que he explorado como editor en las dos últimas décadas, la británica es la que nos ha resultado más gratificante” (p. 170). Buena prueba de dicha política es el llamado club de los 18/10 (p. 116), los dieciocho autores —ahora deben de ser más— que han publicado más de diez libros en Anagrama, un selecto grupo del que Bolaño tanto deseó llegar a formar parte, cumpliendo finalmente su deseo. Siempre tuvo, además, la vocación de dar a conocer nuevas voces, facilitándoles la mejor difusión de sus obras. Quizá las dos más recientes hayan sido las de Cristina Morales y Marina Perezagua.

El primer superventas de la editorial fue un libro de Mao, y el más vendido en estos cincuenta años, la novela La conjura de los necios. Quizás el éxito más inesperado haya sido Los girasoles ciegos, libro de cuentos de Alberto Méndez, con alrededor de 400.000 ejemplares. Pero tampoco lo ha arredrado publicar libros de microrrelatos (Centuria, de Manganelli; o Ficción súbita. Narraciones ultracortas noeteamericanos, 1983, al cuidado de Robert Shapard y James Thimas); o los cuentos de Barthelme, Grace Paley, Carver (una referencia imprescindible para los narradores españoles más jóvenes), Bolaño, Pedro Juan Gutiérrez o Eloy Tizón... Echo de menos, sin embargo, la reedición de algunos títulos emblemáticos, ahora inencontrables, como Huesos en el desierto, de Sergio González Rodríguez, referencia imprescindible para el Bolaño de 2666.

Algunos autores se fueron (Javier Marías, Antonio Soler, Vila-Matas, Martínez de Pisón, Neuman...) y otros, tras irse, regresaron (Javier Tomeo, Luis Goytisolo, Pombo, Soledad Puértolas), y el editor nos proporciona alguna pista de por qué. Herralde afirma que en algunos casos abandonaron Anagrama “pagándoles anticipos muy altos, que no tienen absolutamente nada que ver con las ventas posibles” (p. 267). En conjunto, el haber de la editorial es muy largo y el debe muy corto. En el haber está también el cuidado diseño, las cubiertas de Julio Vivas y las ilustraciones de Ángel Jové. A este libro de Herralde yo le haría –digamos— cuatro reproches: el abuso del léxico inglés y francés, casi siempre innecesario; el que casi se limite a opinar sobre los autores de Anagrama, pues una perspectiva más amplia hubiera sido enriquecedora; el que no haga referencia alguna a gente que ha sido importante en algún momento de la historia de la editorial, como Michael Faber-Kayser o Enrique Murillo. En cambio, carece de interés la lista de las actividades de la cátedra UANL-Anagrama... (pp. 422-429). Y aunque el castellano del autor a veces resulte peculiar, el relato que hace de los hechos consigue hacernos reír en alguna ocasión, como ocurre en el texto dedicado a Tom Sharpe que, además, acaba de manera perfecta.

A los citados editores españoles e hispanoamericanos que lo estimularon, le gusta añadir otros italianos y franceses: Einaudi, Feltrinelli, Gallimard, Minuit y Christian Bourgeois. Para él, ser un buen editor consiste en configurar un catálogo fiable, hasta el punto de que los lectores confíen en los autores desconocidos que se les ofrecen, que la marca editora pese casi tanto como el prestigio del autor. Herralde se ha mostrado siempre partidario de la edición sí, la de los buenos libros literarios, según  la fórmula de Giulio Einaudi, frente a la edición no, que se limita a explotar el filón de los libros comerciales. Las obligaciones del editor, nos recuerda, consisten en escoger, fabricar y promocionar los libros de la mejor manera posible. Los criterios de selección pasan por “la calidad y la pertinencia, la sintonía con nuestro tiempo”, la congruencia –en suma— con el conjunto del catálogo. Sus autores favoritos en lengua española nos dice que son Bolaño, Piglia, Pitol, Martín Gaite y Chirbes. Y de las generaciones anteriores, Borges, Martín-Santos, Gil de Biedma, Cernuda... Y añade dos nombre extranjeros: Nabokov y Gombrowicz.

A lo largo de los años, Herralde se ha implicado en muchas batallas, como la desplegada a favor del precio fijo. Con la llegada de la crisis redujo los anticipos y el tiraje de las reediciones. En estas páginas, además, el editor constata el fracaso del e-book y de las versiones electrónicas de los libros; o el daño que Amazon viene haciéndoles a las librerías.

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Hagamos balance. Herralde se declara federalista, seguidor del Barça (cuando le preguntan por las personas que más admira, señala a Obama y Messi), y nada aficionado a las nuevas tecnologías. Los libros de Anagrama han contribuido al debate político, cultural y literario, al poner a disposición de los lectores innumerables libros imprescindibles, de estéticas y tendencias muy diversas, siempre progresistas y a veces heterodoxos, asequibles a todo tipo de lectores. En suma, Herralde nos dice que “la lectura ha sido y es mi única patria, mi única nación” (p. 260), se declara lector de diarios (Kafka, Gide, Pavese y Gombrowicz), aunque su preferido en español sea García Martín, cosa difícil de entender, y de libros de memorias, y repite –toma el aserto del editor francés Christian Bourgois— que su biografía es su catálogo, un lugar común entre los editores, aunque no por ello menos cierto. Sea como fuere, su contribución a la historia de la edición, tanto en España como en Europa e Hispanoamérica, ha sido fundamental. ________

Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.

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