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La enfermedad de la belleza

La “enfermedad de la belleza” hace que lo real se asemeje a lo irreal y lo irreal a lo real, tal es la premisa con la que el tangerino Mohamed Mrabet aborda El gran espejo, su último relato publicado en España, y, de hecho, el conjunto de su obra narrativa. Entroncadas en la tradición popular marroquí, las historias de Mrabet siempre tienen hechizos, talismanes, encantamientos, males de ojos, fantasmas, brujas a lo Aicha Kandicha y un puñado de esos geniecillos malignos llamados yenun. No podía ser de otro modo puesto que, como me contó en el Gran Café de Paris de su ciudad natal, todas esas historias se las sopla al oído un pez al que una vez salvó de la muerte devolviéndolo al mar. Lo real y lo irreal son tan intercambiables para Mrabet como la persona y el espejo mágico en el que se contempla.

En cuanto a la belleza, la grande bellezza, es un abismo que te atrae de modo irresistible, hasta conseguir que te arrojes absurdamente al vacío. Así lo expresa en uno de los párrafos iniciales de El gran espejo:

“Su tía esperó antes de volver a hablar.

Te gusta esa chica, ¿verdad?

Ali frunció el ceño, pensativo. Es posible, pero no estoy seguro.

¿Por qué dices eso, hijo?

Demasiada belleza. Eso me inquieta. Podría ser peligrosa.”

Amén de un buen número de autores europeos y norteamericanos, el Tánger de las últimas décadas ha tenido dos grandes narradores locales, los dos llamados Mohamed, los dos hijos de pobres familias rifeñas, los dos con vidas muy achuchadas y biografías picarescas, los dos hispanófilos e hispanohablantes, los dos apadrinados literariamente por Paul Bowles. Uno, el ya fallecido Mohamed Chukri, ponía sus historias por escrito porque había aprendido a leer y escribir hacia los veinte años; otro, el aún vivo y ya octogenario Mohamed Mrabet, las relataba, y las relata, de viva voz, como los cuentistas de la halka de las plazas marroquíes.

Nacido en 1936 en Tánger, Mrabet se escapó de la escuela y de su casa paterna cuando tenía diez u once años, y comenzó a sobrevivir trapicheando con whisky y tabaco, practicando el boxeo, trabajando de pescador, lo que saliera. A comienzos de los años 1960 conoció a Jane Bowles en una fiesta de americanos en una villa del Monte Viejo en la que hacía de camarero. Simpatizaron de inmediato –él era, y es, muy guapo— y Jane le presentó días después a su marido, Paul Bowles. De ahí nació una singular colaboración literaria que se traduciría en la publicación de algo más de una docena de libros. Mrabet le contaba en castellano a Paul Bowles las historias que el pez le había soplado al oído en árabe dialectal, y este las transcribía en inglés, las pulía estilísticamente y las enviaba a editoriales estadounidenses.

Ahora la editorial Cabaret Voltaire, que en los últimos años ya ha publicado en castellano la totalidad de las obras de Chukri, está haciendo lo mismo con las surgidas del fruto de la colaboración entre Mrabet y Bowles. Tras Amor por un puñado de pelos y El limón, El gran espejo es el título más reciente de esta serie.

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Situado en la medina de Tánger, El gran espejo cuenta la historia del amor maldito entre Ali y la bella Rachida. La cuenta en rojo –el rojo de la sangre— sobre blanco –el blanco del sudario—. Quizá estemos ante el más oscuro y gótico de los relatos de Mrabet, el más próximo a nuestras historias de vampiros. Una historia de vampiros perfumada con olor a kif y té con yerbabuena.

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Javier Valenzuela es periodista y colaborador de infoLibre y tintaLibre

La “enfermedad de la belleza” hace que lo real se asemeje a lo irreal y lo irreal a lo real, tal es la premisa con la que el tangerino Mohamed Mrabet aborda El gran espejo, su último relato publicado en España, y, de hecho, el conjunto de su obra narrativa. Entroncadas en la tradición popular marroquí, las historias de Mrabet siempre tienen hechizos, talismanes, encantamientos, males de ojos, fantasmas, brujas a lo Aicha Kandicha y un puñado de esos geniecillos malignos llamados yenun. No podía ser de otro modo puesto que, como me contó en el Gran Café de Paris de su ciudad natal, todas esas historias se las sopla al oído un pez al que una vez salvó de la muerte devolviéndolo al mar. Lo real y lo irreal son tan intercambiables para Mrabet como la persona y el espejo mágico en el que se contempla.

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