Enrocados tras la pérdida

Intermezzo 

Sally Rooney

Random House (2024)

Dos hermanos, Ivan y Peter, enrocados. Intercambiables: Caín y Abel, en jaque por anhelar la predilección de una ausencia reciente: la enfermedad acaba de comerse la existencia de su progenitor. Su rey, pieza vital para Ivan, veintidós años, aspirante a maestro de ajedrez, licenciado en física teórica, trabajador precario como analista de datos, que chalanea con las horas que factura. La marcha pronosticada desata, sin embargo, un Intermezzo, un movimiento sorpresa en el tablero. El dolor lo desaloja de “la ansiedad de la espera”. Lo empuja a “vivir, necesitaba vivir, para superar ese episodio terrible”. Para Peter, treinta y dos años, abogado defensor, con éxito, de causas sociales, el ascendiente fallecido representa una figura básica pero sin relevancia ya, un peón. Se engaña al justificarse. “No me pareció una persona con la que fuese fácil mantener una relación estrecha”. Como si el final le infligiera apenas un aguijonazo cutáneo y no supusiera un daño supurante. La diferencia: el duelo explícito de Ivan, “más unido” al padre -convivía con él-, y el latente de Peter, relator del elogio fúnebre. Pero la orfandad los traba. “La pérdida… cada día se hace más honda, cada día caen más cosas en el olvido, cada día quedan menos certezas”. La nada tras la nada.

El edadismo. A los Koubek, apellido eslovaco de los protagonistas, los separan diez años y una divergencia para discernir las relaciones. La edad predomina en los ámbitos imaginados por Sally Rooney, nacida en 1991 y etiquetada como la voz impresa de los milennial, los fin de siglo, un papel que repele. Sus personajes habitan la vaguada que sobrepasa los veinte sin declinar aún los declives de los cuarenta. Los vértices del vínculo sentimental de Ivan con Margaret. Esta mujer, treinta y seis años, separada de un marido atascado en el alcohol, reside en una localidad fabulada, Leitrim, donde dirige la programación artística de un centro cultural público. Se conocen cuando él va allí a jugar al ajedrez. El chico cerebral, célibe involuntario -incel, lo tilda Peter-, cubre de sospecha su cuerpo, “un objeto fundamentalmente primitivo”. También la escritora lo relega a la categoría de “no sintiente”, en Intermezzo. No obstante, lo sublima: “el erotismo es un gran motor en la historia de todos mis libros”. Cuerpos porosos, piel emocional. Sexo explícito que no hunde en una lujuria vulgar, humedad que abrasa, llama sin ceniza. Fuego y calidez. La noche de Ivan clarea con el alba de Margaret. “No existe ninguna vida así, libre de ataduras: la vida misma es la red que sostiene a la gente en su sitio y da sentido a las cosas”. Atrapados, amanecen como si fueran otros.

El despertar los anega de deseo, “la forma de egoísmo peor y más vulgar”. Los emboscan los interrogantes. Más a Margaret, porque Ivan estrena, comienza a descubrirse. Ella quiere resguardar el secreto de su nexo, ocultarlo a un pueblo, donde no todos, incluida su madre, comprenden la ruptura con su pareja, aunque entienden la abundancia de motivos para el abandono. El cuándo de cada uno ceba sus dudas. La introspección de Margaret, como el soliloquio de Molly Bloom, referente joyceana de Rooney: “es demasiado joven, está demasiado afligido por la muerte de su padre, esto se tiene que acabar… Tampoco es que vaya a durar para siempre”. La caducidad del romanticismo.

Y la hipocresía. Ivan y Peter solo comparte tres escenas en Intermezzo. Divididos por capítulos. Veloces, preñados de frases cortas, cortadas como si se abruzaran ante un precipicio, los destinados al hermano mayor. Los del menor entrañan más pausa, expresiones más reflexivas, subordinadas. Los dos quedan a cenar. Cuando Ivan confiesa su enamoramiento de una mujer catorce años mayor que él, Peter se lo reprueba. “¿Tú crees que una mujer normal de su edad querría andar con alguien en tu situación?”. El reproche desemboca en el sumidero donde Ivan acumula rencores sin cicatriz. “En el fondo te odio, te he odiado toda mi vida”. Lo bloquea, lo incomunica, sin cauces de contacto. Previo al portazo: “no soy yo el que está liado con dos mujeres a la vez”. La endeble doblez de ciertos principios.  

Los amores de Peter. Sylvia, su novia de siempre, edad similar a la suya, profesora de literatura. La mente agrietada después de un percance que, por vagos motivos, la desechó para la intimidad. “Lo que me pasó, Peter, seamos sinceros, me arruinó la vida”. De entre las ruinas, él cree rescatar a Naomi, veintitrés años, estudiante, obtiene dinero con la venta de imágenes, de sí misma y sin discreción, en las redes -el método OnlyFans-, y de trapichear con algunas drogas. El abogado le compra estupefacientes, la defiende cuando la desahucian y la detienen, la acoge en su casa. Obtendrá de la joven lo que le niega su primer y, quizá, único amor. Ahora, el letrado desconsidera los nueve años que le lleva a ella. No cuentan. “Era solo mi distracción”, pretexta. El cinismo a tres bandas.

El odio y las letras

“Me has tratado como a una muñeca. Literalmente, hasta me has comprado ropa”. Un destello de feminismo en la recriminación de Naomi a Peter. Sally Rooney traspone a la universitaria las inquietudes de sus contemporáneos: la carestía y escasez de vivienda, las dependencias de aplicaciones y sustancias, los idilios múltiples. Deposita en ella, también, sus confesos guiños marxistas, heredados de unos padres de izquierdas y católicos. “Puede ser explotación dar dinero; también aceptarlo… El dinero es, en general, una sustancia explotadora”. Apuntilla: “si lo organizamos todo en torno a los beneficios, en la economía pasan cosas que no tienen ningún sentido”. La salud de la sanidad, un ejemplo. El cumbral de su catálogo: “tener ideales significa que te guía algo más que tu propio interés”. La génesis de su adhesión al boicot y las sanciones a Israel por su política contra los palestinos. Desinteresada.

Su generación no tiene su misma voz, aunque la consideren la voz de su generación. Rooney no es gente normal, su libro estelar, la serie más vista de la BBC en 2020, protagonizada por Daisy Edgar-Jones/Marianne y Paul Mescal/Connell. Desde entonces, esta escritora, que “solo quiere ser novelista”, ha hallado su mundo bello en el campo, extramuros de Dublín. Ha prescindido de las redes para mantener conversaciones con amigos, también seriadas. Ensimismada después de la desmesura y la sobreexposición, de generar una multitud de incondicionales y otra muchedumbre de críticos. No promociona sus obras, segura, quizá, de que caminarán solas. De salida, su nombre les marca el destino. Pero en su trayecto pueden sorprender los intermezzos, los cambios de rasante o las curvas con un peralte equívoco. Las infinitas combinaciones de los sesenta y cuatro escaques del ajedrez. Por si el hasta ahora muta, “habrá, en todo caso, que seguir viviendo”. Vivir sin remedio. La partida del regreso de Ivan y Peter, Caín y Abel, al paraíso. Lo mismo acaban en tablas.

* Prudencio Medel es periodista.

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