En la Entrevista sobre el siglo XXIEntrevista sobre el siglo XXI(Crítica, 2016), realizada en 1999 por Antonio Polito, vicedirector del Corriere della Sera, el historiador Eric Hobsbawm analizaba la evolución del capitalismo y sus efectos en el fin del “siglo corto”. Pero también apuntaba en ella las tendencias y líneas de fuerza del capitalismo del siglo XXI. Según Hobsbawm, el “siglo corto” había comenzado en 1914 y habría concluido con la caída de la URSS en 1991. La entrevista no quedaba lejos del acontecimiento. En aquellos momentos, el sentimiento seguía vivo. La guerra había asolado los Balcanes y la antigua Yugoslavia había saltado hecha pedazos ante una Europa paralizada. De sus cenizas surgían las nuevas repúblicas de Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Montenegro, Macedonia y Serbia. En esta guerra se había vulnerado las reglas de la guerra y de la paz, aquellas que distinguían los conflictos internos de los internacionales, desde el orden instaurado tras la Guerra de los Treinta Años en Europa. El fin de una etapa se cerraba definitivamente con la desaparición de la política de bloques, y ello dejaba huecos a cubrir. Huecos que comenzaban a ocupar ya modelos anteriores en el marco de un nuevo orden del mundo. Ahora, nos decía Hobsbawm, “la gran cuestión del siglo XXI es qué sustituirá efectivamente el viejo sistema de poderes que regía el mundo”.
Eric Hobsbawm, del “grupo de historiadores comunistas” británico, junto con Christopher Hill, Maurice Dobb, Edward P. Thompson, etcétera, reivindica a Marx. “Él comprendió realmente que una fase histórica determinada no es permanente” y “supo analizar los modos en que funciona un sistema social determinado, y los motivos por los cuales ese sistema genera, o no consigue generar, las fuerzas del cambio”. Marx no es recurso anacrónico si se sabe leer. En la larga entrevista, Hobsbawm contesta minuciosamente las preguntas de su interlocutor y da un repaso a los grandes temas conclusos del “siglo corto” y a los que se abren con el nuevo siglo XXI. La desaparición de la URSS, y el retorno a fórmulas previas a la ocupación rusa; la posibilidad de una guerra mundial, el auge de los nacionalismos, la debilitación de los grandes estados y la convivencia entre estos y aquellas otras sociedades sin estado o con estados en proceso de desintegración; el nuevo orden mundial tras la desaparición de la política de bloques, la idea de progreso en relación con la izquierda. Todos estos temas los analiza, para sugerir posibilidades y retos a conquistar por parte de una izquierda, que debe replantearse su función y objetivos. Pese al tiempo transcurrido, muchas cuestiones aún siguen vigentes.
Una de las claves para entender su posición quizá sea el cambio de acento en su análisis marxista: “Cuando, tras la Primera Guerra Mundial, se hizo necesario debatir por primera vez sobre las nacionalizaciones –en 1919 y 1920 en Alemania y Austria, humilladas por la derrota— los expertos burgueses se dieron cuenta de que los socialistas no tenían ni idea de cómo proceder. El único modelo de que disponían los socialistas era el propio de la economía de guerra, que desde luego imitaron los socialistas”. Los bolcheviques fueron “los únicos que verdaderamente afirmaron que querían construir una sociedad socialista”. Pero este modelo, a la altura de los años sesenta, dejaba claramente manifiesto su fracaso. Y “este fracaso debilitó al ala socialdemócrata de la izquierda del mismo modo que los cambios sobrevenidos en la economía mundial durante los años setenta, desde el fin de la edad de oro socialdemócrata, debilitaron el ala revolucionaria. (…) El crecimiento de la economía global asestó golpes aún más contundentes a las bases mismas sobre las que descansa el proyecto de la izquierda socialdemócrata, es decir, su capacidad de defender, en el interior de los confines nacionales, su bloque por medio de la redistribución de los ingresos, la gestión de los impuestos y una política macroeconómica favorable al empleo. La combinación de estas dos debilidades determinó la crisis intelectual de la izquierda en la que aún nos hallamos sumidos”.
El balance sobre la acción de la izquierda revolucionaria y de la socialdemócrata en el “siglo corto” no deja invalidada a la izquierda política, pues lo político es el único instrumento que nos queda. Es verdad que la nueva izquierda surgida en los años setenta, movimiento ecologista, emancipación de la mujer, etc., coexiste con la izquierda clásica, “pero tiende a ser single issue, es decir, que se concentran en una sola cuestión”. Además, ha cristalizado la idea de la libertad como opción individualista “sin miramientos por sus consecuencias sociales”. Hay pues debilidad política e ideológica. “La política democrática existe porque aún es posible organizar a la gente y hacer que actúe colectivamente, y existirá mientras se consiga hacerlo. Y, sin embargo, cada vez es más difícil para cualquier movimiento político movilizar a la gente, no sólo para los partidos socialistas… Cada vez se hace más difícil interesar a la gente en objetivos colectivos.” “Temo –escribe Hobsbawm— que cuanto más se despolitiza y privatiza la política, tanto más se erosiona el proceso democrático”.
La apuesta de izquierda pasa por un sí al mercado, pero no por una sociedad de mercado. “Los mercados no hacen discriminaciones ante los gobiernos de derechas como lo hacen en cambio frente a los gobiernos de izquierda.” No es posible evitar ese marco, pero no todo debe entrar en la dinámica del mercado. Además, los retos de la izquierda pasan por una mediación con instrumentos de la globalización.
Hobsbawm cree que el proceso de globalización ha generado, a donde se ha instaurado, cierto bienestar, pero “En la mayor parte del mundo, para la inmensa mayoría de la humanidad, estos cambios en realidad ni siquiera han comenzado.” Además, este crecimiento, de la riqueza global y del tipo de “felicidad” que aporta, tiene el coste de “la pérdida de normas, sistemas de valores, reglas, expectativas y modelos de vida”.
En el capitalismo del siglo XXI todo circula libremente, menos los trabajadores. Estos quedan seleccionados, controlados y retenidos en su movilidad al paso de las fronteras de los estados más fuertes. Culturalmente, en este proceso de migración global, al que los jóvenes de los distintos países de la periferia se enfrentan, “prevalece la asimilación no como un ideal, sino como una práctica que les impone el hecho de vivir en una sociedad distinta de la que proceden”. Y “la reacción a estos procesos que tienden a uniformizar los estilos de vida en países como Estados Unidos se manifiesta más bien a través del surgimiento de grupos de identidad que propagan actitudes y creencias específicas, muchas veces sorprendentes, como el caso de la New Age; es decir, como reacción individual y no como reacción de una comunidad o de una colectividad”.
Pero tampoco la reacción colectiva es automática. El auge de los nacionalismos en Europa no sólo es un efecto de la globalización. Es necesario que haya alguien que los estimule. Sin el concurso recurrente de quienes quieren resucitarlos no los habría. “Los mitos nacionales constituyen otro problema en el que hay que saber distinguir entre lo que llega desde abajo y lo que se impone desde arriba. (…) En general no forman parte de la memoria histórica ni de una tradición viva… no se trata de algo que el pueblo recuerde espontáneamente: lo recuerda sólo porque hay alguien que se lo recuerda de forma constante. (…) Masada, al decir de los arqueólogos nacionalistas, era el lugar en que 900 judíos resistieron a los romanos hasta el fin, hasta llegar al suicidio colectivo. Este acontecimiento fue transformado en un rito nacional Israel es un excelente ejemplo, pero un excelente ejemplo, porque la arqueología israelí, que al principio estuvo muy politizada, se desentendió deliberadamente de casi todos los demás elementos de la arqueología local para concentrarse en lo que justificaba la fundación de una ideología nacional y patriótica.”
En cuanto a la situación de la fuerza de trabajo, tampoco la globalización explica totalmente su precariedad. “En la economía capitalista moderna, los seres humanos son precisamente el único factor cuya productividad no puede ser incrementada fácilmente y cuyos costes tampoco se pueden reducir fácilmente. Por tanto, la presión por eliminarlos de la producción es enorme. Y esta verdad no tiene nada que ver con la competición internacional, sino que es la excusa con la que hoy en día se busca justificar este proceso.”
Hay además elementos del neoliberalismo que aportan inestabilidad al sistema desde el propio sistema: “Se considera perfectamente posible que los éxitos de la empresa convivan con la inseguridad permanente y con el cambio continuo de sus empleados… Hoy nadie quiere invertir para levantar una empresa que funcionará en el mejor de los casos dentro de diez años y que empezará a dar beneficios dentro de otros diez. La única lógica de inversión que cuenta es la de participar en lo que sea con tal de que produzca un rendimiento inmediato… La cuestión es: ¿hasta qué punto puede funcionar el capitalismo con este modus operandi de la economía?”. Esta idea puede cundir también en el ámbito científico. “En la revolución biológica y genética (...) ¿también ellos [los científicos] serán engullidos por el sistema con que funciona el mercado financiero? Si esto llegara a ocurrir las consecuencias serían tan transcendentales que ni las podemos imaginar.”
El crecimiento económico es desigual, “cuanto más aumente la riqueza en el mundo más habrá de disminuir la igualdad, tanto política como jurídica”. Y por ello, hay que analizar cómo se constituye la jerarquía social, no basta una gobernanza técnica, pues esta sólo aumenta la desigualdad. La simbología de la riqueza ha cambiado, la ostentación de su estatus también, pero “yo sigo pensando que en el futuro la riqueza conservará su papel central en la definición de la jerarquía social. No veo aparecer jerarquías alternativas que puedan competir con la disponibilidad de dinero. ¿Los políticos tal vez? (...) Continuarán estando más arriba que los demás, pero un peldaño por debajo de los ricos. ¿El talento artístico? Decididamente contará mucho, entre otras razones porque puede ser traducido en beneficios económicos.”
Luego pasa revista a su “querida Italia”, a la que le unen lazos afectivos y una parte de su vida intelectual. Una de las interesantes observaciones que hace al respecto, y que nos incumbe, es la siguiente: “El bipartidismo sufre un dilema crucial: no es democrático desde el punto de vista del criterio de representación, pero produce gobiernos eficaces y estables. El verdadero problema no está tanto en el bipartidismo, sino en el exceso de partidos y la debilidad de los polos, ninguno de los cuales es nunca lo bastante fuerte como para imponerse de forma clara”. Esa Italia, en el marco de una Unión Europea, que “no se concibió para que fuese una democracia”. Y con relación a la debilidad de esa Europa, apunta una razón premonitoria: “Otro obstáculo es el atlantismo visceral de los ingleses. Para todos los demás, Europa es la única elección posible, pero para los ingleses en cambio existe siempre la posibilidad de acercarse al sistema norteamericano e integrarse en él. En el fondo aún no se han decidido.”
Su entrevista acaba con valoraciones acertadas sobre los movimientos migratorios futuros y sobre aspectos globales como el calentamiento climático. Pese al tiempo transcurrido, su lectura no deja de sugerir cuestiones y esbozar soluciones a los grandes problemas de nuestro ya no tan nuevo siglo.
*Sergio Hinojosa es profesor de Filosofía.Sergio Hinojosa
En la Entrevista sobre el siglo XXIEntrevista sobre el siglo XXI(Crítica, 2016), realizada en 1999 por Antonio Polito, vicedirector del Corriere della Sera, el historiador Eric Hobsbawm analizaba la evolución del capitalismo y sus efectos en el fin del “siglo corto”. Pero también apuntaba en ella las tendencias y líneas de fuerza del capitalismo del siglo XXI. Según Hobsbawm, el “siglo corto” había comenzado en 1914 y habría concluido con la caída de la URSS en 1991. La entrevista no quedaba lejos del acontecimiento. En aquellos momentos, el sentimiento seguía vivo. La guerra había asolado los Balcanes y la antigua Yugoslavia había saltado hecha pedazos ante una Europa paralizada. De sus cenizas surgían las nuevas repúblicas de Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Montenegro, Macedonia y Serbia. En esta guerra se había vulnerado las reglas de la guerra y de la paz, aquellas que distinguían los conflictos internos de los internacionales, desde el orden instaurado tras la Guerra de los Treinta Años en Europa. El fin de una etapa se cerraba definitivamente con la desaparición de la política de bloques, y ello dejaba huecos a cubrir. Huecos que comenzaban a ocupar ya modelos anteriores en el marco de un nuevo orden del mundo. Ahora, nos decía Hobsbawm, “la gran cuestión del siglo XXI es qué sustituirá efectivamente el viejo sistema de poderes que regía el mundo”.