“Un dios nace. Otros mueren. La verdad ni ha venidoni se ha ido: sólo el error ha cambiado”.
Fernando Pessoa
De errores con causa está lleno el arte, como en el célebre relato en el que un hombre perdido e insolado bajo el pirómano sol del desierto, se tropieza con “una virgen hermosa” en un oasis y le dice, según afirman don José de la Colina e Ilán Stavans, estas palabras auto-consoladoras: “Dime que no eres un espejismo, a lo que ella responde: el espejismo eres tú. Y acto seguido, el hombre desaparece”.
El error quizá esté en pedirle la verdad a ese espejismo que es el hombre. Lo mismo ocurre con los artistas que inventan las verdades para vengarse de que, a lo mejor, solamente seamos nada más que una errata de Dios.
A ellos, a los artistas, quizá sea mejor no preguntarles en qué lugar de sus vidas son gobernados por las certezas. “Si me equivoco, soy”, decía San Agustín, y quién diablos soy yo para refutar a un santo tan alabado como Agustín de Hipona, a quien se le ocurrió este aserto, quizá para ayudarme a escribir este texto acerca del error. Y para hacerme caer en una suma de dislates, en un febril disparatorio hondo como un pozo, y gozar de la justificación de un hombre de Dios.
Al comienzo de esta fe de erratas, quise dedicar el texto a Cristóforo Colombo, el genovés que debería ser el santo patrón de los equivocados, quizá el marinero más legendario de la historia, que llegó a América en 1492 creyendó haber llegado a otra parte. Y bien, aparte del error magistral de descubrir una tierra que estaba descubierta por sus propios habitantes, pasó a la historia por algo que él mismo ignoraba. Pues bien, es gracias a ese equívoco histórico que hablo en este idioma. Me expreso por una equivocación en esta lengua en la que también escribo, quizá para poder afirmar que si tenemos que hablar, en cualquier idioma o dialecto, es para señalar que no nos entendemos y que empezamos a conocernos por los dos lados de un catalejo, gracias a su majestad el error.
En verdad, al decir de Amiel, nunca tenemos un mayor descontento con los demás que cuando lo estamos con nosotros mismos. El pensador suizo afirmaba que “la conciencia de un error nos vuelve impacientes”. Tan impaciente fue el agudo y áspero Amiel, que combatió su conciencia del error escribiendo un Diario íntimo de 17 mil páginas, en el que empleó solamente 42 calendarios de su vida. Qué más exorcismo contra el error vacui, contra la página en blanco que nunca se equivoca antes de que nos de por agregarle algunas letras.
Me he dado a cazar grandes pensamientos de grandes hombres que hablando sobre el error creían no caer en él, creían superarlo como los saltadores con jabalina. Y, en verdad, es claro que entre lo que quiso decir un poeta, lo que en verdad dijo y lo que creemos que dijo, se nos oculta el misterio, y ya de entrada hay en esto un error de percepciones.
Por ejemplo, cuando Nicolai Gogol escribió su formidable Almas muertas, amigos, conocidos y lectores acudieron a su casa a manifestarle que con esa novela había hecho la demolición del zarismo; y el primer preocupado, inclusive molesto, fue él, que se creía zarista. ¿En qué lugar de quiebre, en qué momento una suerte de fantasma lo indujo a un error personal pero a la que en adelante sería una certeza colectiva? A la historia no le interesa que una verdad nazca de un equívoco, diríamos pensando en la bellísima obra del escritor ruso.
El caso de Gogol, cuyo personaje, Chichikov, parece equivocado de lugar de nacimiento en la Rusia zarista, pues parece más bien un mañoso burócrata colombiano, me lleva a tener que aceptar a regañadientes, más allá de sus para mí dudosas teorías, una idea, repito, de ese gran escritor llamado Sigmund Freud: “Todo acto frustrado, toda acción resultante de un error, expresan una voluntad oculta”. Y que Gogol nos perdone.
Por algo la palabra reconocer, que en griego quiere decir volver atrás y que no en balde es un palíndromo —una palabra que se puede leer de izquierda a derecha, como lo hacemos en Occidente, y de derecha a izquierda como lo hacen los rabinos, los tipógrafos y los espejos—, tantas veces está asociada a la palabra error.
"Reconocer un error", se dice haciendo maridaje entre las dos palabras, para señalar algo que a pocos les gusta aceptar. Tal vez por eso los pintores acuden al pentimento, a pintar sobre una pintura que consideran equivocada, pero la belleza de la obra superpuesta nace de otra obra que el artista considera errada.
Por supuesto que hay errores provocados de manera conciente, como en el nonsense carroliano, pero también inducidos por las ideologías: “razas superiores”, “destinos manifiestos”, y es en estos últimos en los que la inocencia de errar se vuelve perversa, manipulable y manipulada.
Frente a una historia como la que sigue, puede crearse una pugna entre el elogio de la imaginación y la obtusa racionalidad del realista. Creo haberla visto en un filme, pero para no equivocarme diré que fue en un sueño:
Hay un pabellón de hospital con decenas de camas y de enfermos. Solamente uno de los pacientes tiene acceso a una ventana con vista a la calle. El hombre entreabre sus dos hojas y cuenta lo que ocurre en el afuera del hospital: una mujer joven y pelirroja cruza bajo un paraguas azul, dos niños patean un balón entre los charcos, una monja casi enana como en un filme de Fellini les da comida a las palomas del parque, una pareja de novios se besa a la entrada de un café, un cartero veterano se empina frente a un timbre...
Una noche, el enfermo que narra esos suecesos a los compañeros de infortunio muere y, por supuesto, todos quieren heredar su camastro con vista a la calle. Cuando el hombre al que le asignan su lecho entreabre la ventana, descubre que solo hay un muro de ladrillo que le impide a cualquiera ver el paisaje. Creo que no haya nada más parecido al poeta que el personaje de esta historia, Se trata de alguien capaz de fabular, de pastorear un error inducido desde su condición de reo del mundo, condición a la que siempre se niega el hombre insatisfecho.
Ante una historia como esta, el realista que detesta todo lo que no sea palpable, el que no cree que si la vida comete errores es porque todo equívoco funda nuevas posibilidades creadoras, mirará con desdén lo que no resulta comprobable y entonces llamará al cura y al barbero de don Quijote para que no sigamos confundiendo molinos con gigantes ni rebaños de ovejas con batallones de soldados, como si en esa equivocación visual no mediara el concepto de que los ejércitos del mundo son hatos de seres obtusos y obedientes.
“Ningún medio para prosperar es más rápido que los errores ajenos”, decía de manera enigmática Francis Bacon, que por lo demás hizo fortuna litigando como abogado, una profesión especializada en buscar el error en el contrario.
Me gusta más la frase de Albert Camus, de cuño humanista, que dice que “hacer sufrir es la única manera de equivocarse” y que en otro paraje de sus reflexiones afirmaba que la necesidad de tener razón es señal de un espíritu vulgar. Valdría la pena agregar que los cazadores de errores siempre me producen el malestar propio de quien se arriesga a errar con tal de explorar nuevos mundos, nuevas hipótesis de ellos. Cómo me agrada encontrar un error original, ya que la mayoría de los errores son muy viejos bajo el sol y casi siempre están catalogados en el capítulo de las certezas. Por ejemplo: que el hombre es un ser superior, hecho a imagen y semejanza de Dios. No habla bien del creador el supuesto de que seamos parecidos a él. He ahí un error inducido por la religión y tan viejo y fijo como el sol.
Y sigamos especulando, creándole espejos deformes a la verdad, que es lo propio de toda fe en las erratas. El temor a errar paraliza. El que no yerra está muerto. Porque en verdad no hay aventura sin la posibilidad de equivocarse. El funámbulo, el que camina por la cuerda tensa y pastorea el abismo, es quien no teme equivocarse porque de entrada se ha dedicado, como el filósofo, a un oficio de equívocos. Él va a las grandes verdades por vías de la duda. El error es la flor anómala del jardín, la que crece sin el estímulo de nadie.
Pero, a pesar de todo esto, no hay nada más triste ni patético —y a cada tanto lo vemos en los grandes foros y congresos— que dos errores que se refutan con pasión, que dos dislates que se atacan con brutal vehemencia mientras la verdad, impasible, guarda silencio. Tal vez a eso se refiera el punzante duque de la Rochefoucauld, que escribía con vitriolo y sin temor a errar: “No durarían mucho tiempo las disputas si el error estuviese de un solo lado”.
Solamente, ya que cometí el error de aceptar escribir sobre este tema, me basta con garabatear un conato de poema:
La calle del error
Entre la calle de las certezas
Y la avenida de la soberbia,
Preferí cruzar
Por la vereda del error.
Allí encontré viejos
Amigos desconocidos.
Encontré al hombre
Que creía posible
Inventar un espejo de hielo
Para las muchachas del desierto,
Al que quiso caminar
En tres orillas del río,
Al que pensó en fabricar
La moneda de tres caras,
Al que creyó indeleble
Su nombre escrito en el agua,
Al hombre que quiso
Dejar su cuerpo en casa
Para irse de paseo
Sin su estorbosa presencia.
Preferí la callejuela
De los equivocados
Que el salón de las certezas.
Perseguí las confusas
Palabras de uno
Que pintó un túnel en un muro
De la cárcel
Para ayudar a escapar a sus amigos,
Al que tuvo errores de cálculo
En la fabricación
De una bicicleta de viento,
Al pintor fracasado que quería
Saborear con vino
El pan pintado en la alacena.
Entre la calle de las certezas
Y la avenida de la soberbia,
Preferí cruzar
Por la vereda del error.
Allí encontré, nervioso aún,
Al que quiso esconder en un poema
A un hombre a punto de ser fusilado,
Al que siempre ignora qué responder
Cuando preguntan“quién anda por ahí”,
Al ladrón de imposibles,
Al que quiso ser jinete de sí mismo
Y se dio a galopar en su locura,
Al que quiso colorear las vocales
Y besar la lejanía,
Al ciego que no declaraba
En las aduanas los paisajes
Que llevaba en su tacto
Y solo quería escribir un libro
Hecho de olores y sabores,
Al que nunca acertó con el arco
Y jamás dio en el clavo de lo cierto.
Entre la calle de las certezas
Y la avenida de la soberbia,
Preferí cruzar
Por la vereda del error.
Allí me encontré viejos amigos
Que solo leían en los libros
El colofón de las erratas.
En todos ellos,
Hay más verdades
Que en los hechos comprobados
De nuestra estúpida historia.
*Juan Manuel Roca es uno de los maestros de la poesía colombiana. Su último libro es
Juan Manuel Roca Biografía de nadie. Antología personal (Visor, 2016).
“Un dios nace. Otros mueren. La verdad ni ha venidoni se ha ido: sólo el error ha cambiado”.