A la feria se va a buscar pareja

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Una feria del libro es la literatura que cobra vida, se vuelve de carne y hueso y sale por unas semanas de su mundo de tinta, en busca de su otra mitad: los lectores. Cuando éstos y el autor se ven las caras, descubren que ambos existen, y para celebrarlo sellan el ritual del encuentro con una dedicatoria y una firma que hace que uno y los otros se parezcan a esos niños que mezclan su sangre a modo de juramento, para pactar una amistad eterna. Los volúmenes de mi biblioteca donde los maestros a quienes se los llevé un día escribieron algunas palabras amables y mi nombre, no son en absoluto como los demás, sino que tienen para mí el mismo valor que una reliquia para quienes en lugar de en las obras de los seres humanos crean en el más allá. Que alguien, salvando todas las distancias, pueda tener una sensación aunque sea remotamente parecida cuando se acerca a mí para llevarse una de mis novelas o de mis libros de poemas es, por encima de cualquier otra cosa, lo que te hace estar seguro de que, a pesar de todo, dejarte la vida en esto sí que merecía la pena.

Cada vez que leo la biografía de algún escritor, suele ser eso lo que más me conmueve y con lo que más me identifico: la perseverancia, la fe contra viento y marea en la necesidad de la cultura, la pasión rodeada por las dudas, la entrega día y noche a este oficio duro, absorbente y maravilloso que, en realidad, no deja de ser una sublimación de la tendencia natural de cualquier persona a contar y escuchar historias. Ahora acaba de aparecer en la editorial Pre-Textos un nuevo tomo de su preciosa Biblioteca de Clásicos Contemporáneos, dedicado esta vez al extraordinario Ramón Gaya, del que ya había aparecido en la misma colección y en el año 2010 una Obra completa que daba fe de la exquisita inteligencia del artista en sus ensayos sobre pintura o sus artículos y la delicadeza de sus poemas, que no serían extraordinarios, pero tampoco son intrascendentes. En esta ocasión, lo que se reúnen son las Cartas a sus amigos, y de su lectura se saca muchísima información acerca del propio Gaya y sobre algunos de los componentes de lo que en algún momento se llamó el grupo de los difíciles, en referencia a los miembros más o menos oficiales de la Generación del 27 y sus alrededores cuyo carácter era complicado: Luis Cernuda, Rosa Chacel, María Zambrano, José Bergamín… y el propio Gaya. Quizá explique algo que el tesoro bibliográfico que más valoraba el creador de Velázquez, pájaro solitario fuese una carta autógrafa de Nietzsche que había comprado en París y entre dos exilios, recién llegado de México y a punto de instalarse en Italia, una joya de papel que lo acompañó siempre y, según cuenta en su prólogo Andrés Trapiello, ocupaba un lugar de honor en su casa, que de alguna forma tal vez parecía girar alrededor de aquel manuscrito.

“Como si todo fuera ya ese frío / que deja un libro hermoso que cerrara /sus páginas sin voz, como si hablaros /no fuese como hablar, sino el tormento / de ver que hasta sin mí, mi sangre gira”, dijo en uno de sus poemas, y es verdad que al leer esta correspondencia, en la que a menudo se reproducen las pocas frases que caben en una postal, a las que se ve que era muy aficionado, se tiene la impresión de que las palabras, efectivamente, laten sin él, lo mismo que si no hubiera pasado el tiempo y quienes las recibieron no se hubiesen ido, desde los más cercanos a él, Juan Guerrero Ruiz o Tomás Segovia, a colegas como los propios Zambrano y Cernuda, pasando por maestros admirados como Juan Ramón Jiménez, al que envía dibujos de ramas de perejil, el símbolo que más le gustaba al futuro premio Nobel. Desde luego, no es ahí sino al hablar con Zambrano o Juan Gil Albert cuando vemos un Ramón Gaya más íntimo, conocemos sus preocupaciones y podemos seguirle la pista por los lugares que visitaba o en los que puso su casa. También compartir las impresiones de su vuelta a España, que describe con una precisión de cirujano, entre la alegría del reencuentro, la fascinación por sitios que no conocía, entre ellos Granada, que lo deja hechizado, y la tristeza de comprobar la forma en que la miserable dictadura echó por tierra las conquistas de la República y lo convirtió todo en una mezcla de sacristía y cuartel. En muchos casos, su lengua combativa, que era un instrumento de precisión muy afilado, deja desarboladas a las víctimas de su ironía. El sentido del humor, sin embargo, termina por imponerse, en la mayor parte de las ocasiones.

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A la Feria, los libros van a buscar pareja, a descubrir y ser descubiertos por alguien que los busque o los encuentre, los tome en adopción, les proporcione asilo, les dé una nueva familia. Los escritores, que son por lo general personas al tiempo tan fuertes y quebradizas como se revela el Ramón Gaya de puertas adentro que nos permite entrever este tomo —por cierto, enriquecido por cientos de fotografías, en algunos casos impagables—, se juntan en el Retiro con su otro cincuenta por ciento, el que forman las mujeres y hombres que leen o van a leer sus libros. Hay quien sufre y hay quien disfruta, normalmente dependiendo de cómo le vaya. Hay quien en medio de tantas letras, sólo habla de números. Hay incluso quien sufre por el éxito ajeno. Para mí, estos tres sábados y domingos de mayo y junio siempre serán una fiesta, en la que por añadidura algunos sacan a mis obras a bailar. Y a las fiestas no se va a hablar de trabajo, hay que ir a divertirse.

*Benjamín Prado es escritor. Su último libro de 'Más que palabras' (Hiperión, 2015). Benjamín PradoMás que palabras

Una feria del libro es la literatura que cobra vida, se vuelve de carne y hueso y sale por unas semanas de su mundo de tinta, en busca de su otra mitad: los lectores. Cuando éstos y el autor se ven las caras, descubren que ambos existen, y para celebrarlo sellan el ritual del encuentro con una dedicatoria y una firma que hace que uno y los otros se parezcan a esos niños que mezclan su sangre a modo de juramento, para pactar una amistad eterna. Los volúmenes de mi biblioteca donde los maestros a quienes se los llevé un día escribieron algunas palabras amables y mi nombre, no son en absoluto como los demás, sino que tienen para mí el mismo valor que una reliquia para quienes en lugar de en las obras de los seres humanos crean en el más allá. Que alguien, salvando todas las distancias, pueda tener una sensación aunque sea remotamente parecida cuando se acerca a mí para llevarse una de mis novelas o de mis libros de poemas es, por encima de cualquier otra cosa, lo que te hace estar seguro de que, a pesar de todo, dejarte la vida en esto sí que merecía la pena.

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