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Los diablos azules

El final de Gabo y Mercedes

Mercedes Barcha Pardo y Gabriel García Márquez. Los Ángeles, 2008.

Gabriel García Márquez murió el 17 de abril de 2014, a los 87 años. Era Jueves Santo. También en Jueves Santo murió Úrsula Iguarán, uno de los personajes clave de Cien años de soledad. El día de la muerte de Úrsula, escribía el colombiano, “hubo tanto calor que los pájaros desorientados se estrellaban como perdigones contra las paredes y rompían las mallas metálicas de las ventanas para morirse en los dormitorios”. El día en que murió García Márquez, apareció un pájaro muerto dentro de la casa en la que el novelista y periodista pasó sus últimas horas de vida, desplomado sobre el espacio que él solía ocupar en el sofá. La familia del Nobel no se dio cuenta de este paralelismo hasta unos días después de la muerte, cuando una amiga de la secretaria del fallecido escribe para señalar la coincidencia de la fecha. Al leer el párrafo sobre la muerte de Iguarán, todos piensan, además, en el pájaro muerto. La asistente lee en voz alta el mail recibido e interroga con la mirada a Rodrigo García, hijo del patrón. “Me mira, tal vez esperando que sea yo lo suficientemente tonto como para aventurar una opinión sobre la coincidencia”, dice. “Solo sé que me muero de ganas de contarlo”.

Y lo hace. En Gabo y Mercedes: una despedida, una crónica familiar que publica el 20 de mayo Literatura Random House. Es un libro breve, de 100 páginas más un anexo de fotografías del archivo íntimo de los García, en tapa dura, de un blanco que rompe con el diseño habitual de la colección. Tendría algo de solemne, de marmóleo, si no fuera por la fotografía de portada: Gabo, Gabriel García Márquez, y Mercedes, Mercedes Barcha Pardo, casados desde la veintena, posan en bata en el jardín y sonríen al fotógrafo. Es el relato de los últimos días de un premio Nobel, sí, los padecimientos del otro de lado de las ventanas ante las que se agolpaban, en México, lectores, periodistas y curiosos aquella primavera. Pero es, sobre todo, el relato de la muerte de un padre después de una larga batalla con la demencia. Un padre que es el de Rodrigo García, guionista, autor de películas como Cosas que diría con solo mirarla o Nueve vidas,showrunner, de la serie En terapia, y, en este libro, huérfano. Tras la muerte del padre, el autor narra también brevemente la de la madre, en agosto de 2020. No se la llevaría el covid, sino el tabaco, pero la pandemia les quitó lo que sí tuvo seis años antes: una despedida.

Mercedes Barcha Pardo y Gabriel García Márquez el 12 de octubre de 1982, la mañana en que se anunció el Premio Nobel. / Cedida por Rodrigo García Barcha

“Escribir sobre la muerte de un ser querido debe ser casi tan antiguo como la escritura misma, y sin embargo, cuando me dispongo a hacerlo, instantáneamente se me hace un nudo en la garganta”, dice García hijo, en uno de los pocos momentos de duda que se permite. “Me aterra la idea de tomar apuntes, me avergüenzo mientras los escribo, me decepciono cuando los reviso. Lo que hace al asunto emocionalmente turbulento es el hecho de que mi padre sea una persona famosa. Más allá de la necesidad de escribir, en el fondo puede acecharme la tentación de promover mi propia fama en la era de la vulgaridad”. Pero, pese a las elucubraciones sobre la legitimidad que tiene para contar todo esto, siendo como eran sus padres dos personas celosas de su privacidad, el libro se impone: “Como suele ocurrir con la escritura, el tema lo elige a uno, y toda resistencia sería inútil”. Sí hay una previsión ética: este libro no podía publicarse mientras viviera Mercedes Barcha, “El Cocodrilo Sagrado, La Madre Santa, La Jefa Máxima”. “Si tengo que hacerlo”, bromea García en otro tramo, “recurriré incluso a otra cosa que nos decían: 'Cuando esté muerto, hagan lo que quieran”.

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La muerte de Gabriel García Márquez estuvo rodeada de excepcionalidad, y no solo dentro de lo paranormal. Pocas familias se ven obligadas a dar declaraciones sobre el estado de salud del enfermo a la salida del hospital, pocas necesitan policías apostados a la puerta de casa para que no les invadan los fans en unos momentos tan duros, pocas tienen que preguntarse cómo comunicar la noticia a la prensa y pocas deben asistir tras el entierro a un homenaje multitudinario con un andamio para los fotógrafos y la asistencia de presidentes y expresidentes. Pero en los momentos callados del libro, en los momentos de espera desesperante que preceden a tantas muertes, Rodrigo García logra que se esfumen los flashes y el peso de la literatura universal. Es un hijo que pierde a su padre, es una vida que se acaba. Las mismas dolorosas comunicaciones por teléfono, la misma extrañeza ante el cuerpo del ser querido, reconocible pero no del todo, extraño pero no del todo. “Toco su mejilla y está fría, pero no es una sensación desagradable. En ese estado de plácido reposo, sus rasgos no delatan signos de demencia”.

Pese a su brevedad, Gabo y Mercedes: una despedida encuentra tiempo para hablar de la vida. Está la voluntad, a lo largo de las páginas, por acabar de desentrañar quién era ese hombre que tuvo una vida fabulosa y que conjugaba en sí al menos dos personalidades, la del escritor legendario y la del padre que no perdonaba una siesta y cuyo despertar, a veces tranquilo, a veces aterrorizado, temían sus propios niños. Un padre que decía cosas como: “Si puedes vivir sin escribir, no escribas”. Que leía y leía y leía, desde el ¡Hola! hasta Virginia Woolf, una de sus autoras favoritas. Que destruyó sus obras inacabadas y las versiones descartadas. Que pasó hambre hasta comer de la basura y que se codeó con algunos de los artistas más fascinantes de su época. “El viaje desde Aracataca en 1927 hasta este día del 2014 en Ciudad de México es tan largo y extraordinario como se puede emprender, y esas fechas en una lápida ni siquiera podrían pretender abarcarlo”, escribe Rodrigo García, con admiración y orgullo.

Además de la tristeza y de los destellos de celebración de una vida buena, hay también en el libro algo de amargura. El lamento no ante el cáncer que se llevaría de manera fulminante al escritor —las previsiones de los médicos pasan de unos meses a unos días en muy poco tiempo—, sino a la demencia que se lo iría llevando poco a poco. El hombre al que ve morir Rodrigo García hace tiempo que no le reconoce. “¿Quiénes son esas personas en la habitación de al lado?”, pregunta. Cuando le dicen que son sus hijos, él responde: “¿De verdad? ¿Esos hombres? Carajo. Es increíble”. García Márquez se ve abrumado por el hospital y, de regreso, instalado en una cama articulada en la habitación de invitados, no distingue tampoco su casa. Por momentos parece asaltarle, en un fogonazo triste, la gravedad de su estado. En otros, recupera su don de gentes, su humor, su habla. La demencia le ha arrebatado desde hace mucho su principal herramienta de trabajo, y con ella la escritura. El novelista siempre había rechazado leer sus propios libros, por miedo en parte a encontrar en ellos la huella de un fracaso creativo que nadie hubiera percibido. Pero al final del largo declive de la demencia, dice su hijo, es capaz de acercarse a ellos “como si los leyera por primera vez”. “¿De dónde carajos salió todo esto?”, le pregunta.

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