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Entrevista

El Gran Wyoming: "Ahora los niños son el 'proyecto de vida' de sus padres, están jodidos"

El Gran Wyoming, en el plató de 'El Intermedio'.

Ángeles Aguilera

¡De rodillas, Monzón! es la biografía de infancia y juventud de El Gran Wyoming. Pero sobre todo son las memorias de un atento observador de su tiempo que tenía mucho empeño en hacer esa crónica de un mundo que ya no existe, pero que está muy cercano en su vida. Dice Wyoming que él ha visto una realidad muy parecida a la que pudo ver el Cid Campeador en esos campos de Castilla, y ha visto también la evolución de la dictadura a la Transición (no tan modélica como quieren hacernos creer que fue) y la psicodelia, la música y la libertad en Amsterdam… y cómo a partir de ahí nada fue igual en su vida. De todo ello y de mucho más, trata esta obra que transcurre entre los años 50 y los 80 del siglo XX. Esta es la conversación que José Miguel Monzón, o lo que es lo mismo, El Gran Wyoming, mantiene con su editora, hablando del libro.

PREGUNTA.Al empezar tu libro ¡De rodillas, Monzón! haces una declaración de principios donde nos avisas: “Este libro es una maniobra de rescate como las que se llevan ahora a diario en el Mediterráneo. Voy sacando los recuerdos que puedo de mi mente y los meto en estas páginas para darles cobijo antes de que se desvanezcan”. Y luego cuentas también que  te consideras un buen testigo de los tiempos que te han tocado porque siendo un ocioso profesional has podido observar las cosas con detalle.  ¿Por qué te apetecía contar ahora cosas de tu infancia, que no habías contado antes?¡De rodillas, Monzón!

RESPUESTA. Tal vez por hablar de un tema que domino. Soy un experto en mi vida; en la de Unamuno, menos. Los cambios han sido tan rápidos, tan drásticos y, sobre todo, en algunos campos tan irreversibles que quería contar cómo un fue un mundo anterior ya desaparecido. Cuento en el libro que la memoria es un fenómeno extraño, curioso y personal. Cada uno tiene un recuerdo diferente del mismo hecho. Por alguna razón nunca encontraba crónicas del mundo que yo viví y me propuse hacer un retrato de una España que habité, con mi propia cámara, porque mi fotografía es diferente a otras que he visto. Esa pregunta es fácil de responder en esta era de los móviles en la que puedes encontrarte a una legión de personas haciendo una fotografía de un paisaje a pesar de que saben que la tienen en la postal del chiringuito. Es un afán por retener la sensación propia, por dejar constancia de una vida que no es la que me cuentan. Yo estuve en otro mundo que nadie relata y quiero enseñar ese planeta desconocido. En realidad es un libro de ciencia ficción. Y sí, he estado poco tiempo empleado y mi vida ha pasado en espacios llenos de gente que fumaba, bebía y hablaba. Se caminaba mucho. Las distancias no suponían una barrera y el espacio suponía tiempo para uno, y también para el que iba a tu lado. Se conversa bien caminando. Me he enterado de muchas cosas y, viendo lo que cuentan otros, creo que era más consciente de lo que pasaba, o menos hipócrita, pero sin duda, un buen testigo.

P. Hacemos esta conversación cuando  ¡De rodillas, Monzón! lleva ya unos días rodando por las librerías de este país. En este tiempo has tenido oportunidad de hablar con gente que ya lo ha leído, sobre todo periodistas. Al escribir el libro estaba en tu empeño hacer una memoria pero también la crónica de un tiempo con muchas referencias sociales, políticas y de entorno con las que muchos lectores se iban a poder sentir identificados. Y sin embargo, cuando te preguntan, a casi todo el mundo le ha sorprendido mucho la historia de tu madre que vivió una terrible depresión y pasaba largas temporadas ingresada en un psiquiátrico, y de la que nunca antes habías hablado. ¿Te esperabas que esto fuera a llamar la atención tanto y por encima de todo lo demás?¡De rodillas, Monzón!

R. No. Esto era un reto personal, algo que llevaba oculto porque así me lo indicaron en casa. Era otro tiempo en el que esa situación se vivía con un sentimiento parecido a la vergüenza. Yo no lo entendía, los niños creen que el mundo, la vida, es lo que les pasa a ellos. No tienen referencias. Si su padre bebe, el padre es alguien que bebe. Si juega al fútbol, es alguien que juega al fútbol. Recuerdo que mi hija, a los cuatro años entró en mi casa alarmada y dijo algo que me dejo perplejo: “¡Papá, sales en la televisión del padre de una amiga mía!”. Ella creía que todos los padres salían por televisión, pero cada uno en la suya. Pensó que había una extraña intromisión en nuestra vida. Como si tuvieran una foto mía en la mesilla junto a la cama. Yo veía la enfermedad de mi madre como algo normal, pero que tenía que ocultar. He cumplido ese compromiso hasta los 60 años, creo que ya ha prescrito. A los lectores les llama la atención porque piensan que fue un hecho traumático y todo el mundo se identifica con el dolor. Es una sensación que no despierta envidia, sólo comprensión, solidaridad. Por otro lado es un hecho anecdótico, distintivo, algo que diferencia una infancia de otras y por eso lo destacan los periodistas. Digamos que desde su punto de vista “esa es la noticia”.

P. ¿Qué otras cosas te están sorprendiendo de lo que te cuentan los lectores? Por ejemplo, tus hijos o tus hermanos, si es que lo han leído.R.

Con mis hermanos he sido muy cauto y apenas salen en el libro. No quería despertar susceptibilidades porque al relatar siempre se juzga y nuestra relación es distante en el tiempo, pero muy buena, siempre ha sido así y no quería que cambiara sin pretenderlo. A mis hijos les ha gustado mucho, para ellos es difícil imaginar que alguna vez fui niño. Cuando ellos lo eran, siempre me vieron como alguien mayor y esa relación se mantiene, me es imposible dejar de cumplir años para incorporarme a su edad. Supongo que les ha sorprendido que alguna vez pensara y sintiera como ellos lo hacían. Me hubiera gustado leer un libro así de mi padre. Descubren cosas que nunca les contaría. Cuando te sientas a escribir lo haces con libertad, hay una parte inconsciente, pero cuando hablas con un hijo, siempre estás, tal vez por desgracia, con las pilas puestas. Siempre existe un filtro porque piensas que no puedes defraudar, maleducar, nunca pierdes la sensación de que eres una referencia, aunque sepas que no te hacen ni puñetero caso.

P. Vamos a contar un pequeño secreto de la cocina de este libro; cuando empezamos, la idea era hacer un único libro que terminara hoy, con el personaje que eres ahora. Pero empezaste a tirar de memoria y la infancia te pudo. Capítulo a capítulo, el pequeño Monzón se resistía a crecer añadiendo también, capítulo a capítulo, nuevas aventuras. Ahora me alegro mucho de tu empeño tozudo porque el resultado es luminoso y está lleno de tanta emoción como exento de falsa nostalgia. Pero me tenías preocupada, la verdad. ¿Te ha pasado, como decía Rilke, que la infancia es la verdadera patria del hombre, y tú te has encontrado con la tuya escribiendo sobre ella?

R. Claro. La infancia es lo que somos. La gran injusticia de la vida es que pasamos poco tiempo en ella, y en algunas latitudes ni siquiera existe. Cuando crecemos entramos en el mundo de las convenciones, eso que antes llamaban “sentar la cabeza”. Es la libertad lo que se pierde y se sustituye por el uniforme, por el disfraz de lo políticamente correcto, de lo educado, del estereotipo. A mí me da pena ver cómo los niños quieren crecer, ser mayores, porque creen que así serán dueños de sus decisiones. Esa es la trampa. Una vez que uno es mayor, ya lo es para toda la vida. Es así, esas son las reglas del juego y está bien. Una regresión progresiva nos llevaría hasta el útero materno donde se está como en una canoa. Creo que es un hecho incontestable que como en el útero no se está en ningún sitio. Si acaso, en los bares.

P. Hay en tu libro una evocación cruda, sin bucólicos adornos, de la España rural en el final de los años cincuenta. La vida era durísima, vista con los ojos de un niño de ciudad, de clase media, cuando te tocó ir a vivir al pueblo con tus abuelos. Solo llegar allí ya era una larguísima travesía; la rudeza de los trabajos del campo, la pobreza de las viviendas, sin agua, sin luz (por momentos parecía que estábamos leyendo La vida de Pascual Duarte) y sin embargo no hay resentimiento, ni pena. Por el contrario, el descubrimiento de cómo se cubrían las necesidades más básicas, o cómo se entretenían los niños “haciendo cochinadas” que tú desconocías, resulta un relato tierno y muy divertido. Porque los niños se adaptan a lo que les tocaba vivir. ¿Fue un tiempo de descubrimiento y a la vez tan feliz como parece a pesar de las duras condiciones? La vida de Pascual Duarte

R. Las condiciones eran duras desde el punto de vista del confort. La tendencia a la comodidad nos hace imposible pensar en el lado positivo de aquella vida. El problema era la necesidad, el hambre, y yo no lo viví, ni fui consciente de ello, en mi casa no se pasaba, ni mucho menos. Pero el paisaje libre de lo material, un mundo donde no había cosas, no hacía peor el entorno, tampoco la vida. Te enseñaban el valor del pan. Se pasaba mucho tiempo frente al fuego. Hay culturas que tienden al minimalismo. Para mí, criado en Madrid, salir con mi abuelo en un carro tirado por un borrico viendo amanecer, y pasar todo el día en el campo, comer unas chuletas hechas sobre ascuas de sarmientos, cuando el fuego estaba prohibido en mi barrio, y volver atardeciendo habiendo estado tan lejos de casa todo un día era una auténtica aventura. Y con un gorro de paja. Para mi abuelo también. El problema era la pobreza. El que tenía lo elemental estaba satisfecho, las ambiciones eran otras. Elementales. Mi abuelo siempre, sin la menor duda, reivindicó aquella vida frente a la de la ciudad. Nunca se quiso venir a vivir con nosotros hasta que la edad se lo impuso, pero estuvo al pie del cañón mientras tuvo fuerzas, sabía que era mucho a lo que renunciaba estando sentado en el sofá de mi casa. Era parte de aquella tierra.

P. Hay en el relato unos personajes secundarios muy entrañables: tu abuelo, que coleccionaba y leía ejemplares del diario ABC atrasados, los vecinos, los clientes de la farmacia. Me gusta mucho esa rectitud de principios de tu abuela,  que se comportaba siguiendo el refranero español, o tu abuelo, que te enseñaba las faenas y el lenguaje del campo, tan lejano de un niño de ciudad. ¿Qué importancia tuvo en tu formación la influencia de esos abuelos?ABC

R. Desde luego fue una educación complementaria. Por un lado, mi abuela, debido a la enfermedad de mi madre, era la que me arropaba por las noches y me contaba lo que debía ser, cómo debía ser, los principios de la honradez elemental. Por otro, el contacto con el medio rural me desposeyó de mucha tontería. Me educó en la austeridad. Nunca he sido caprichoso. Creo que debo a mis abuelos, que llevaron una vida tan recta, tan firme, la implantación de los principios fundamentales de la educación. Nunca renunciaron a sus principios. No tenían necesidad. Sólo conocieron una vida. Ahora un individuo puede ser varias personas a lo largo de su vida. Lo llaman la evolución lógica, yo lo llamo mamoneo. Era un mundo sin notarios. Los tratos se hacían con un apretón de manos y la palabra, en ese medio, era fundamental. Desde ese punto de vista, si levantamos la mirada hacia nuestros próceres, los guardianes de la patria de ahora, sólo podemos sentir una inmensa náusea. Vivimos en un mundo donde la bondad, por ejemplo, no tiene el menor valor de mercado. Se confunde cada vez más con la estupidez, vamos mal. Ayer entrevisté en el programa a Federico Mayor Zaragoza y me decía: “Hemos dado 23.000 millones a un banco y no somos capaces de apartar 200 para solucionar el problema de los refugiados”. También me contó que había hecho un trabajo presentado en Berlín en que pedían una reducción del gasto en armamento del 10%, con el que se solucionaría el problema del desarrollo y la pobreza en el mundo. Ni siquiera lo han dado los periódicos. Todo esto, para muchos, resulta obvio, pero no hay la menor voluntad de cambiar nada. Vamos muy mal. Y sí, claro, es una crisis de valores. Las marcas han ganado la guerra. Estoy plenamente convencido de que la humanidad en su conjunto nunca ha sido tan gilipollas y tan cruel. Ni siquiera en los tiempos en los que rebanaban el gaznate por cualquier tontería.

P. En la ciudad, tu recorrido por centros escolares y de formación también fue notable. Del sórdido colegio de párvulos pasaste a la libertad del Ramiro de Maeztu,  para volver a la disciplina de los Agustinos. En medio, el Opus, la OJE, el antifranquismo, los grises, y el día que  en la Prospe —tu barrio— sonó el Bring me a little lovin de Los Bravos. Y ya nada fue igual. ¿Recorrer ese pasado te ha reconciliado todavía más con tu pobre padre que tuvo que lidiar con tanto cambio para meterte en cintura?ProspeBring me a little lovin

R. Una de las cosas que más me admiran de mi padre, y esto enlaza con la pregunta anterior, fue su bondad. El hecho de no coincidir con él en muchas cosas otorga más valor a que siempre estuviera de mi lado, le hace mejor a mis ojos. La verdad es que arrojó la toalla pronto porque ninguno le salimos como él quería, y meter en cintura tanto ganado se volvía una misión imposible. Tuvo que tragar con la circunstancia y lo hizo de la manera más inteligente posible. Cada uno vivía a su manera y adoptó una forma de pensar muy de madre, algo así: “Bueno, son como son, pero son mis hijos y eso es lo más importante”. Nos dejó hacer y nos permitió ser. Además, nos ayudó en todo lo que pudo. Siempre se lo he agradecido.

P. Una cosa que repites mucho es que ahora los niños son el centro del mundo, y que eso es muy malo para ellos. Los niños son algo extraordinario mientras en tu infancia “los niños eran inevitables”. ¿Qué significaba eso, en el sentido práctico de la vida familiar?

  R. Los adultos, queramos o no, somos tóxicos. Llevamos encima una mochila radiactiva con toda nuestra experiencia. Los niños deben pasar con los mayores el tiempo necesario, nada más, deben tener su mundo propio, su fantasía, lo que nosotros llamamos los juegos, que no son tales, es su vida, la que les toca vivir y que tiene tanta importancia como las acciones trascendentes de los adultos. Ahora, por una cuestión de espacio, de diseño urbanístico, en las ciudades los niños viven recluidos, encerrados, aislados entre adultos. Es una condena que les ha caído por la cara, sin que la merezcan. El viejo dicho “Cierra la puerta que se escapa el gato” se ha sustituido por “Cierra la puerta que se escapa el niño”. Antes las puertas estaban abiertas, los niños entrábamos y salíamos a nuestro antojo. También en los barrios. Ahora los niños son el "proyecto de vida" de sus padres. Están jodidos. Es lo que toca. Su ventana, su calle, es la pantalla del ordenador. Están solos.

P. Una advertencia a posibles lectores: este no es un libro de humor, aunque te sonrías mucho al ver la manera en que cuentas algunas cosas, ni tampoco es un libro cargado de política como lo eran los dos anteriores. Pero hay mucha reflexión que dejas caer al hilo de tu vida. Dices en un momento: “No creo que la ironía y el humor sean cualidades innatas a mi persona, en realidad soy más bien serio, tiendo a trascender y a obsesionarme. No me tomo las cosas en broma”. Entonces, ¿usas tu propia faceta de humorista, presentador, monologuista… para protegerte?

R. Pues sí. Y para proteger a los demás. Un ser tan verborreico sólo tiene la opción de ser entretenido o divertido para no convertirse en un torturador. Yo escogí la vía del humor para no terminar siendo marginado por plasta. Decía Groucho que si eres capaz de hablar durante mucho tiempo seguido al final siempre te saldrá algo gracioso. Ese es mi caso.

P. Sigues empeñado en decir que tú no trabajas y por eso tienes tanto tiempo libre. Pero he podido ver que eres una de las personas más ocupadas que conozco. Aparte de afrontar la presentación de un programa diario, El Intermedio, que siguen con fidelidad casi dos millones y medio de personas, tienes un grupo de rock, haces la comida y la organización de tu familia, ayudas a otros músicos, escribes columnas en este mismo periódico, produces documentales y doy fe de que cuando coges el ritmo, eres capaz de escribir con mucha dedicación tus libros. ¿Por qué te escondes en esa coartada de falsa vagancia?El Intermedio

R. No hay contradicción entre lo que uno es y lo que le dejan ser. Si pudiera, no haría. Tiene gracia que seas tú la que lo diga que te has empeñado por una razón profesional en que salga de mi horizontalidad congénita y me ponga a levantar tu empresa. De hecho, esta entrevista que he tenido que escribir me ha llevado media mañana y un esfuerzo impagable. Esa es mi realidad. Otra cuestión es que pueda evitarla, como los accesos de lujuria que son ajenos a uno y responden a la llamada de la selva para evitar la extinción de esta especie absurda, ridícula y prepotente.

P. Y dicho esto, ¿cómo va el arranque de la segunda parte?

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R. Estamos en ello. No es fácil reinventarse.

*Ángeles Aguilera es editora en Planeta.Ángeles Aguilera

 

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