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El grito

La bajamar

Aroa Moreno Durán

Literatura Random House (2022)

"Tienes una tía en Madrid, que es mi hermana y que se llama Carola, esta es, y esta soy yo. Y un tío, hermano de papá, que se llama Gabriel y que tiene dos hijos, Moisés y Manuel, como tu padre, y que están en Moscú. Es este de aquí": una fotografía. Se la enseña su madre a Katia en La hija del comunista, la primera novela de Aroa Moreno Durán, publicada hace cuatro o cinco años. Lo más importante de las fotografías es lo que no se ve, lo que está fuera del cuadro o aparece desenfocado casi hasta la desaparición. Por eso cuando miramos frontalmente al ojo de la cámara es como si nos adentrásemos en el no espacio, en la cueva donde espera pacientemente el minotauro, en un mundo tomado por la oscuridad. Los huecos de la historia. El vacío. Quienes aparecen en la imagen tienen nombres, encontramos en ellos detalles que los identifican, un punto de luz que los saca de la invisibilidad. Pero qué pasa con quienes no aparecen, por qué las ausencias, dónde estaban en el instante mismo del clic, si es que estaban en alguna parte. A lo mejor es eso lo que también pasa cuando el mar se vacía y lo que aparece no es el cuerpo de un niño —se había pensado en el de un perro— que se había hundido sin saber cómo, sino el cuerpo inacabable de una mentira.

Escribo sobre La bajamar, segunda y excelente novela que acaba de publicar Aroa Moreno Durán. Ese ojo de la cámara que nos adentra en lo que, fuera del objetivo, la mirada nos niega porque alguien o algo —el tiempo o lo que sea— lo ha venido negando desde siempre. No he leído todavía sus poemas: la poesía me da mucho miedo. Demasiados versos que son sólo lírica bonita sin nada de carne torturada, de esa precariedad en que se ha convertido la vida, o lo que sea eso que cada vez se parece menos a la vida y más a una emboscada. Eso no es poesía, y no lo digo yo sino nada menos que Vladimir Holan. O sea, que poca broma con la poesía. Pero la suerte está echada: acabo esto que escribo y busco Veinte años sin lápices nuevos y Jet lag.

Vuelvo a La bajamar, que me enrollo como una de esas novelas más gordas que Guerra y paz o La comedia humana, escrita por algún ignorante que no sabe que ser Tolstoi o Balzac es imposible. A lo que vamos: una mujer llamada Adirane abandona al marido y a su pequeña hija en su casa de Madrid. Y regresa a su casa del Norte, en algún lugar del País Vasco. Aquí viven la madre y la abuela. Y algo que embarra los pasillos de la casa como lo embarran todo las historias que no se cuentan. O se cuentan a medias, que es otra manera —seguramente más cruel— de no contarlas. Tres mujeres: la misma Adirane, su madre, Adriana, y Ruth, la abuela. Y las ausencias que habitan el tiempo de la familia. Otra vez vuelven los huecos, los cuerpos y los nombres de esos cuerpos que se tragó la negrura de la devastación.

"No sé cuál es la distancia real que separa el pasado del presente", se pregunta Adriana porque no sabe si abrazar o no a la hija en su regreso. O si será la hija quien la abrace o todo lo contrario. Al pasado y el presente no los separa nada porque son lo mismo, porque el pasado regresa con quienes lo vivieron, porque los años que llevan la madre y la hija sin hablar, incluso sin saberse, serán ahora lo real que habiten las tres generaciones de mujeres de una familia. Lo real tendrá también la consistencia escasa de un cuerpo sometido a la descomposición. El silencio pudre lo que toca. Los hombres y cómo nombrarlos se pudrieron en los rincones más oscuros de esta novela escrita con una fuerza que para nada repudia ese lirismo que destroza, sin miramiento de ninguna clase, otras novelas que no son tan enteras, tan poderosas, tan rabiosamente bellas como La Bajamar.

Los padres que ocupan los huecos familiares. Antes y ahora. Durante la guerra (¡cuántas guerras!) y mucho después de que la guerra lo sometiera todo a la victoria: "En la calle no había nada bueno para la hija de un republicano muerto", piensa la abuela, siempre entre el luto del duelo y la necesidad de contar aunque el tiempo lo vaya convirtiendo todo en un grumo de miedo y de cansancio. Será la abuela quien le pregunte a la nieta por otra ausencia, la de su propio padre. Y la respuesta: "Me encantaría decirte que sí. Que ese hombre vino un día y nos buscó. Que mi padre es un hombre que no tiene nada que esconder entre las manos. Pero es que no lo sé. Y no quiero averiguarlo". Tres generaciones de hombres difuminadas fuera del cuadro: uno, en Madrid, esperando el regreso de la mujer que los abandonó, a él y a su hija, para regresar a su casa del Norte. Los otros dos, como fantasmas a los que se nombra como si fuera fácil redimir el pasado poniendo nombres a lo desaparecido. Lo que se gana o se pierde en la indagación. Qué importa la cuenta de resultados si la cuenta de resultados es un final que a nadie interesa porque, como dice Adirane, la hija ausente que regresa después de cinco años: "Creo que convivir con la verdad les hubiera hecho más daño a todos". Aquí me viene a la cabeza un documental que habríamos de conocer sin excusas: Muerte en el valle, de Christina M. Hardt. Otro regreso a la nada, al sitio donde sólo quedaron las sombras de la sospecha, el reguero de agua sucia que deja a su paso un secreto que, como decía antes, pudre, como el silencio, lo que toca.

"La realidad, la memoria y la imaginación ahora son tres líneas confusas que se funden y se separan. Todas las situaciones traídas una y otra vez, como un flotador de salvamento, la reescritura imposible": para Adirane la realidad es lo que dejó atrás en la casa de Madrid, su hija y su marido; la memoria es lo que va a buscar entre los trastos que se almacenan en la memoria de la madre y de la abuela; escribir es lo que le queda por hacer, mezclar su escritura con la de las otras mujeres, decidir —qué difícil todo— sobre qué hacer con lo que ha sido hasta ahora su vida. Cómo contar lo que no se sabe. Los versos de Anne Carson: "Cuál es el poder de lo inexplicado". Un barullo de emociones casi siempre contrapuestas. A qué se regresa, adónde, quién estará esperando ese regreso si sabemos, antes de meter las cosas en la bolsa de viaje y la mochila, que todo regreso es imposible. Tal vez se regresa para descubrir —o al menos intentarlo— qué pasó con una muerte, con la del niño Matías que se ahogó un día y la bajamar dejó al descubierto el cuerpo no de un perro —como se pensaba— sino el de un niño cuya ausencia llenará todas las páginas de esta novela que conmueve sin trampa ni cartón, que confirma una escritura que es de lo mejor que pueden ustedes echarse a la cara en tiempos de una insoportable flojuna literaria.

Al final, la vuelta a la casa de Madrid, la decisión tomada del abandono. De decirle al hombre-padre que ha de quedarse con la hija, que ella estará ahí, pero no con ellos. Desvelados siempre a medias los secretos familiares, dicho como en un susurro lo que nunca fue contado en las tres generaciones de mujeres que antes nunca se cruzaron sino en el silencio. La hija que se quede con el padre. Ya se lo había dicho a aquel primer novio llamado Jon al que ahora ha visitado en su pueblo del norte. Le acaba de decir el novio de antes que él no quiere hijos, ni con su novia Nora ni con nadie. "Y no quiero cuidar de nadie sólo porque es lo que se espera que haga. Ya sé que te pareceré un egoísta". Y llega aquí la principal, o, si no, una de las principales aportaciones de este libro enorme, casi inabarcable. Después pondrán en el coche aparcado en la orilla del camino la música de Royal Thunder, un grupo estadounidense del que no he oído hablar en mi vida. Pero eso será después, poco antes de la despedida para la vuelta a Madrid. Ahora le responde sin que le hagan burbujas las palabras en la boca: "… a Adirane no se lo parece. Le parece que sus razones, sin embargo, no tienen nada que ver con tener un hijo. Le parece imposible renunciar a tener un hijo sin poder atisbar el huracán que supone en la vida de uno. El amor y el cansancio. La ternura y el miedo más atroz. La razón para no tener un hijo, piensa, aunque Jon no la ponga sobre la mesa con esa vehemencia inteligible y lógica, aunque se le escurra del discurso de la libertad y el deseo, es el pánico que produce saber que alguien depende de ti. Ese paso al frente que deja atrás la despreocupación. El terror que surge después de un nacimiento, nuestra verdadera extinción". Nuestra verdadera extinción.

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Nadie regresa nunca a ningún sitio. Sólo es posible cuando se cuenta ese regreso. Cuando el tiempo y quienes lo viven están fuera del foco que se abre a la mirada insegura antes de la fotografía. Cuando hay una escritura que grita por los rincones más oscuros del recuerdo, de todos los recuerdos. Cuando esa escritura y ese grito son los de una novela extraordinaria como ésta que les acabo de contar a mi manera, como el título de esa canción que nunca fue de Paul Anka ni Sinatra, sino de un cantante francés llamado Claude François, al que un cortocircuito dejó secó —vaya paradoja irónica y cruel— en el baño de su casa. La canción es Comme d’habitude y los americanos le cambiaron la letra. Pero eso es otra historia. Lean ustedes La bajamar —cuanto antes, mejor— y disfruten sin restricciones con una lectura dolorosamente gozosa, como han de ser las buenas lecturas. Y de música y canciones ya hablamos otro día, ¿vale? Pues eso. 

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Alfons Cervera es escritor. Su último libro es Algo personal (Piel de Zapa, 2021).

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