No viene nada mal otra novela, sea maldita o no, sobre la Guerra Civil, sobre todo si tiene la entidad de la que nos ocupa: Línea de fuego, el último libro de Arturo Pérez Reverte. Los partidarios de las grandes frases se lamentan a veces de que no haya aparecido todavía la gran novela sobre nuestra guerra. Espero que nadie niegue, en cambio, que disponemos de grandes narraciones, ya sea novelas, ya libros de cuentos, sobre el tema. Recordar aquellos que me parecen importantes nos ocuparía un espacio del que no dispongo, pero sí quiero dar algunos títulos y autores que me parecen relevantes, empezando por A sangre y fuego (1938), los cuentos de Manuel Chaves Nogales, el autor del que más cerca se siente Pérez Reverte; Campo de los almendros (1968), de Max Aub, o su cuento “El cojo” (1938), por solo citar dos ejemplos de El laberinto mágico; Madrid, de corte a cheka (1938), de Agustín de Foxá; las novelas Hermano perro (1942), de Álvaro Fernández Suárez, y el Diario de Hamlet García (1944), de Paulino Masip; La fiel infantería (1943), de Rafael García Serrano; el “Diálogo de los muertos”, recogido en Los usurpadores (1949), de Francisco Ayala; La forja de un rebelde (1943-1946), de Arturo Barea, a quien se alude en la página 390; Réquiem por un campesino español (1953), novela corta de Ramón J. Sender; las Primeras historias de una guerra interminable (1977), de Ramiro Pinilla; La trilogía de la guerra civil (2011), de Juan Eduardo Zúñiga, que recoge relatos de las tres décadas anteriores; los Cuentos sobre Alicante y Albatera (1985), de Jorge Campos; las novelas Beatus Ille (1986), de Antonio Muñoz Molina, y Soldados de Salamina (2001), de Javier Cercas; Los girasoles ciegos (2004), libro de cuentos de Alberto Méndez; Enterrar a los muertos (2004), de Ignacio Martínez de Pisón, y la antología de narraciones sobre la guerra civil que el escritor aragonés recopiló en el 2009, donde se recogen algunas de las piezas citadas. Pero hoy sabemos mucho más de la guerra de lo que sabía la mayoría de los autores que acabamos de citar, por lo que puede y debe contarse de otra manera, de forma más compleja, por ejemplo, humanizando a los contendientes, pero sin olvidar quién la causó y por qué, y qué intereses había detrás de los militares, de la Iglesia, de los hacendados, los burgueses y las clases medias conservadoras, así como de los responsables de la no intervención.
La novela de Pérez Reverte, cuyo título casi repite el de Benjamín Jarnés, Su línea de fuego (1980), publicada muchos años después de su muerte, relata un episodio de la batalla del Ebro, la toma de Castellets del Segre, un pueblo inventado, a lo largo de diez días, a partir del 24 de julio de 1938, tras los cuales acaba retirándose el ejército republicano. En la realidad, tampoco consiguieron su objetivo de tomar Gandesa, anticipándose de manera simbólica —podría decirse— el final de la guerra, la derrota definitiva. Recuérdese que en la batalla del Ebro, la más violenta de la Guerra Civil, murieron unas 140.000 personas en menos de cuatro meses.
Línea de fuego, además de ser una novela sobre la guerra civil, me parece que es también un relato sobre las guerras, en el que se muestra la conducta de los soldados en el frente, las relaciones que se establecen en una situación límite, cuando la vida está en juego. En suma, que más que de los grandes episodios, Pérez Reverte se ocupa de la vida cotidiana de los contendientes de ambos bandos, de las relaciones que entablan los soldados, ya sean jerárquicas, ya de amistad, control o animadversión, e incluso —digamos— sentimentales.
Tampoco falta la emoción, como cuando la sargento Expósito, tan dura y distante, le cuenta a Pato su intervención en otras batallas y la muerte de su compañero en combate. En cambio, la intriga en esta ocasión no estriba en averiguar quién ganó la batalla, pues conocemos el resultado de antemano, sino que consiste en saber qué suerte van a correr en una escaramuza concreta personajes con los que hemos ido familiarizándonos en la narración, como ocurre en un episodio protagonizado por Pardeiro (p. 464). De ahí, en parte, el sentido del epílogo, una variante de los dramatis personae, en cuyas páginas se cuenta qué fue de los personajes principales que lograron sobrevivir.
Línea de fuego es una narración coral, aunque contada por una voz anónima que narra los hechos en presente, mostrándonos las virtudes y carencias de ambos bandos, con numerosos personajes, de quienes a veces se nos proporciona una minibiografía (véase, por ejemplo, la de Olmos, o la excelente de Núria Vila-Sagressa, que no interviene en la acción, pero a quien recordarán algunos contendientes), que van tomando la voz, pasando el punto de vista de un bando a otro, alternándose. Así, oímos a los componentes de la Brigada republicana, pero también a los del Tercio de la Legión (“Son carne de cañón [...]. Eso es el Tercio”, comenta Pardeiro, militar franquista, p. 396) y a los requetés catalanes, católicos y catalanohablantes, pero que luchan por el orden tradicional que representa Franco. Cada uno de ellos nos proporciona su visión de los hechos, aunque hay algo que los iguala: la ferocidad en la lucha, y a veces también la compasión, así como la fe en unos ideales que, sin embargo, van resintiéndose, e incluso resquebrajándose, conforme avanzan los combates, aunque esto resulta más frecuente en el bando Republicano que en el Nacional. Ellos llaman a sus enemigos fascistas o fachistas, o rojos y rogelios.
La novela se compone de tres partes que, a su vez, se subdividen en 6, 7 y 6 apartados, respectivamente, y cada uno de ellos está compuesto por varias secuencias, hasta un total de 106, sin que la proporción entre estas divisiones responda a un orden simétrico. Pero quizás al lector se le impongan, sobre todo, las tres partes y la separación en secuencias. El tiempo y el espacio de la acción aparecen reducidos, comprimidos. Este último es en alguna medida real y también imaginado, situándose junto al Ebro, en la carretera que va de Fayón a Mequinenza, cuyo mapa puede verse a comienzos del libro.
El arranque de la novela lo protagoniza una sección de transmisiones republicana, compuesta solo por mujeres, aunque mandada por un teniente. Patricia Pato Monzón y la sargento Expósito, ambas comunistas, tienen casi todo el protagonismo de este grupo, sobre todo la primera, que vive, además, una historia de amor con Bascuñana, un capitán republicano, cuyo creciente escepticismo parece estar cercano al del autor; no en balde, se trata de un típico antihéroe reverteano. A este respecto, llama la atención la visión que se nos proporciona de las milicianas, que aquí son mujeres preparadas y con una fuerte conciencia ideológica, lejos de la visión superficial que a veces nos ha proporcionado el cine o la literatura. Aunque el autor se tome la licencia de incluirlas, cuando ya habían sido retiradas del frente. En algunas entrevistas ha insistido, no sin razón, que los auténticos perdedores de la guerra, además del conjunto de la sociedad española, fueron las mujeres y los jóvenes, los movilizados en la llamada quinta del biberón, quienes la perdieron por partida doble.
A esta pareja habría que añadir la que componen el veterano Panizo y el joven Rafael, en el bando republicano; y en las filas contrarias, el soldado Ginés Gorguel, cuyos constantes intentos de desertar fracasan, y el moro Selimán, extraordinario personaje cuyo antecedente podría ser el Almudena de Misericordia, la novela de Galdós. O el joven Tonet, un chico del pueblo, espabilado y valiente, que ayuda a los rebeldes.
Y entre los que peor parados salen están aquellos que sestean, mientras sus compañeros se juegan la vida defendiendo a la República (pp. 656 y 657); los comisarios políticos republicanos, con el Ruso a la cabeza, y la excepción de Ramiro García; así como El Campesino o Hemingway; y en el bando contrario, el teniente Zarallón, que tiene el gatillo fácil.
A la visión de los dos bandos se suman la de los brigadistas internacionales y la de los corresponsales de guerra, dos periodistas y un fotógrafo. Respecto a estos últimos, Talb y Vivian están inspirados en personajes reales (el autor ha confesado que tiene rasgos de las fotógrafas Gerda Taro, Lee Miller y Martha Gellhorn), mientras que el tercero, Chim, que muere en el frente, puede estar inspirado en Capa y en David Seymour, también llamado Chim, aunque lo mataron en Egipto en 1956, no en nuestra guerra. Su visión del conflicto rompe la dualidad de puntos de vista, en parte ya fraccionada por las disensiones entre los republicanos y por la perspectiva de los brigadistas. Sea como fuere, a menudo sabemos cuándo el autor se vale de alguno de sus personajes para exponer su propio punto de vista.
Pérez Reverte contrasta la unidad de acción franquista con la división de los republicanos. Por lo general, se muestra partidario de los comunistas y muy crítico con los anarquistas, pero pondera siempre la piedad, el entendimiento, la generosidad y las buenas intenciones, apostando por la reconciliación entre los bandos. Si al final de la guerra no se logró fue por el deseo de los vencedores de exterminar al adversario.
Respecto al estilo y a la lengua, debe decirse que están muy trabajados y responden estrictamente a lo que se desea contar, por ser los más adecuados, sin que falte en alguna ocasión el empeño sentencioso. El relato es, además, un inventario riquísimo de onomatopeyas. El tono, a veces bronco, aparece compensado en otras ocasiones por el humor, al llamar Durruti al podenco que les hace de mascota a los requetés; o cuando Santacreu, orinando con Les Forques, le espeta: “Catalana pirindola nunca riega sola”; en las letras de algunas canciones; en la ironía con que Bascuñana previene a la Valenciana, compañera de Pato, para que no comente ante el comisario que el material de guerra alemán es superior al ruso; cuando Gambo se burla del comisario García, al aludir a “Chuminoski, fámoso táctico bolchevique”; o bien en el pasaje en que Serigot comenta que “todos los ministros han firmado un código de conducta... Primer punto, ganar la guerra. Segundo, no acercarse a menos de diez kilómetros de un frente de batalla. Tercero, no aceptar propinas”; o cuando Gorguel, harto de oír a Selimán ponderar la santidad de Franco, le pregunta: “¿De verdad te crees que Franco es santo?”. Pero el humor también puede llegar a ser macabro, como sucede en el episodio en que se nos muestra una calavera con un clavel seco en la boca.
Algunas expresiones, sin embargo, me parece que resultan anacrónicas. Me pregunto si en 1938 se decía “está de caramelo”, “para nada”, “lo que yo te diga”, que se repite en varias ocasiones, “ya estás tardando”, “la puta horchata”, “alto y claro”, “no hay problema”, “cero patatero” o “¿cómo lo ves?” (pp. 16, 110, 111, 122, 202, 228, 263, 292 y 301). Pérez Reverte llama la atención sobre la diferencia entre los noticiarios y fotos de la guerra y lo que ocurre en la realidad, pero también se fija en detalles como el anuncio de aguardiente, la media copita de ojén, que asimismo cita Mihura y Cela, en La colmena, la canción “Pénjamo”, de José Alfredo Jiménez, que popularizó José Infante, el detente bala o el saludo de los comunistas con el puño en alto. También se cita una gran cantidad de armas, ya sean rusas, alemanas o ya italianas, y que a veces se describe e incluso se detalla su funcionamiento.
Sabemos, a estas alturas, por qué hubo un golpe de Estado en 1936 y quiénes lo propiciaron, pero algunos personajes comentan de manera escueta qué es para ellos la guerra: algo “bello y horrible” (Pato, p. 32); “andar y desandar, correr y esperar” (el mayor republicano Gamboa Laguna, p. 168); “andar, correr, esperar, mojarse, pasar hambre y frío” (el falangista Satu, p. 359); o se refiere a las guerras como “criminales y sucias” (Tabb, el corresponsal, p. 541). Mientras que otros comentan por qué luchan: los nacionales no lo hacen por defender unas ideas políticas, sino contra las ideas de los republicanos (p. 235). Sea como fuere, cada uno suele entender la guerra según su condición social, sin que falten excepciones. Pato, por su parte, está convencida de que van a ganarla “porque la razón y la Historia están de nuestra parte” (p. 353). La novela se detiene además en las penalidades que sufren los contendientes: el polvo, los sudores y olores, el barro, el hambre y la sed, la lucha cuerpo a cuerpo, el miedo...
A los personajes más logrados, a alguno de los cuales ya me he referido, habría que añadir unas cuantas escenas memorables, como la de la mujer que se pone de parto y tiene que ser trasladada de un bando a otro, para que sea bien atendida; la tregua que establecen los contendientes para conseguir agua y paliar la sed; o la escena final de la novela, en la que Bescós y Avellanas, falangistas, le perdonan la vida a dos soldados republicanos que en la debacle final intentan ponerse a salvo. Pero también hay escenas violentas, como el linchamiento del aviador alemán. Hay que decir que el libro está muy bien editado, en tapa dura, y que es un acierto la inclusión en las guardas de unas fotos extraordinarias, además de poco conocidas, junto con las ilustraciones de Ferrer-Dalmau, a quien aparece dedicada la novela.
Ver másEl hombre que observó, oyó y contó
Ya se había ocupado Pérez Reverte en varias ocasiones de las guerras, y en concreto de la Guerra Civil española, en un libro del 2015 dedicado a los jóvenes, que algunos contestaron con inusitada ferocidad. Pero ahora estamos en el terreno de la ficción y no me parece que sea la función del novelista, ni siquiera en temas tan espinosos, mostrarse ecuánime, ni equidistante, ni tampoco objetivo. Y en esto Pérez Reverte anda en sintonía con las ideas de Almudena Grandes. Distingue entre los dirigentes políticos y militares y los soldados anónimos que combaten, que se juegan la vida. Pretende, en cambio, entender las razones de ambos bandos, humanizando a los protagonistas, insuflando complejidad a la contienda, pues conviven el odio enconado y el desprecio con el reconocimiento del valor del adversario, aunque sus razones o sinrazones para hacer la guerra sean muy distintas, y resulte indudable —lo aclaro para los muy fanáticos, para aquellos que parecen no saber qué es una novela— que sus simpatías están con la legalidad republicana, con la lealtad a las instituciones y con la justicia, aunque esos principios fundamentales no le impidan poner de manifiesto el horror y el fanatismo que hay en todas las contiendas, junto al valor, la camaradería, el desencanto y las dudas.
_____
Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literarioFernando Valls
No viene nada mal otra novela, sea maldita o no, sobre la Guerra Civil, sobre todo si tiene la entidad de la que nos ocupa: Línea de fuego, el último libro de Arturo Pérez Reverte. Los partidarios de las grandes frases se lamentan a veces de que no haya aparecido todavía la gran novela sobre nuestra guerra. Espero que nadie niegue, en cambio, que disponemos de grandes narraciones, ya sea novelas, ya libros de cuentos, sobre el tema. Recordar aquellos que me parecen importantes nos ocuparía un espacio del que no dispongo, pero sí quiero dar algunos títulos y autores que me parecen relevantes, empezando por A sangre y fuego (1938), los cuentos de Manuel Chaves Nogales, el autor del que más cerca se siente Pérez Reverte; Campo de los almendros (1968), de Max Aub, o su cuento “El cojo” (1938), por solo citar dos ejemplos de El laberinto mágico; Madrid, de corte a cheka (1938), de Agustín de Foxá; las novelas Hermano perro (1942), de Álvaro Fernández Suárez, y el Diario de Hamlet García (1944), de Paulino Masip; La fiel infantería (1943), de Rafael García Serrano; el “Diálogo de los muertos”, recogido en Los usurpadores (1949), de Francisco Ayala; La forja de un rebelde (1943-1946), de Arturo Barea, a quien se alude en la página 390; Réquiem por un campesino español (1953), novela corta de Ramón J. Sender; las Primeras historias de una guerra interminable (1977), de Ramiro Pinilla; La trilogía de la guerra civil (2011), de Juan Eduardo Zúñiga, que recoge relatos de las tres décadas anteriores; los Cuentos sobre Alicante y Albatera (1985), de Jorge Campos; las novelas Beatus Ille (1986), de Antonio Muñoz Molina, y Soldados de Salamina (2001), de Javier Cercas; Los girasoles ciegos (2004), libro de cuentos de Alberto Méndez; Enterrar a los muertos (2004), de Ignacio Martínez de Pisón, y la antología de narraciones sobre la guerra civil que el escritor aragonés recopiló en el 2009, donde se recogen algunas de las piezas citadas. Pero hoy sabemos mucho más de la guerra de lo que sabía la mayoría de los autores que acabamos de citar, por lo que puede y debe contarse de otra manera, de forma más compleja, por ejemplo, humanizando a los contendientes, pero sin olvidar quién la causó y por qué, y qué intereses había detrás de los militares, de la Iglesia, de los hacendados, los burgueses y las clases medias conservadoras, así como de los responsables de la no intervención.