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Historias para engañar a un ángel

José Luis Villacañas Berlanga

Verde

Luis Foronda

Fundación Huerta de San Antonio / Juancaballos

Úbeda

2020

Toda historia que se precie siempre tiene detrás una teoría no escrita de lo que significa contar una historia y por qué los seres humanos no cesan de hacerlo. Luis Foronda, que conoce viejas leyendas, nos deja en las primeras páginas de su tercera novela, Verde, un apunte que, por dar solo indicios al lector avisado, no se narra por completo. Se trata de la leyenda del ángel Raziel, muy frecuentada por los viejos cabalistas sefardíes. Hay muchas variables de esta leyenda, porque cada rabino la contaba a su modo. Tampoco podemos ya conocer su original, porque el libro medieval fue quemado por el obispo López de Barrientos cuando entró a saco en la biblioteca del brujo y alquimista que era el Marqués de Villena, allá por la mitad del siglo XV. La que constituye la versión más probable, que llegó a oídos de Erasmo por un misterioso medio, quizá por Lluís Vives, dice que Raziel custodiaba el jardín del Edén tras la expulsión de los hijos del limo. Luis Foronda se hace eco de esta leyenda, aunque ignoro qué fuente ha consultado. El caso es que, en su libro, la versión ya da por consumada la historia. El ángel Raziel de su narración, el poseedor de todos los secretos de Dios, ya se ha cansado de custodiar el Paraíso y, como al Damiel de El cielo sobre Berlín, se le permitió adentrase en la tierra por especial consentimiento de Dios. Por supuesto, sigue entre nosotros y hay que tener cuidado con él, ya que sus tiras y aflojas con el creador no han cesado. Si nos vemos envueltos sin quererlo en su aventura, las consecuencias pueden ser fatales. Y esta historia de Verde habla sobre todo de ello.

Pero que se trata del mismo ángel Raziel no cabe duda. Foronda lo describe como “nuestro ángel, conocedor como nadie de los misterios de la vida y de la muerte”. El nombre de Raziel significa exactamente eso. Así que es verdad todo lo que Luis nos cuenta de él. Sin embargo, para invitar a leer su novela, que es también un relato sobre esos mismos misterios de la vida y de la muerte, voy perder un poco de su pudor y revelaré un poco más lo que solo está reservado a los que gustan de la Cábala.

En efecto, Raziel fue durante mucho tiempo un fiel cumplidor de la orden de vigilar el Paraíso y mantuvo a raya a los hijos de Adán que se acercaban limosneando una ayuda que les permitiera soportar su vida castigada. Por aquel entonces, la tierra estaba yerma y el trabajo al que habían sido condenados los hombres no daba frutos. De este modo, el desierto seguía angustiando con sus terrores. En realidad, los hombres pedían a Raziel que les diera un saquito con todas las semillas de los árboles del jardín. Pero durante un tiempo solo obtuvieron amenazas de la espada de fuego.

Tras maduro consejo y deliberación, los hombres decidieron cambiar de estrategia. No le pedirían un saquito de simientes, sino que serían más astutos. Indispondrían a Raziel con su creador y lo incitarían a desobedecer. Sin embargo, era difícil encontrar un argumento para vencer la inclinación de Raziel a la obediencia. Al más astuto de los hijos de Adán se le ocurrió una idea brillante. Ya estaba bien de dar lástima al inflexible ángel; ahora iban a presentarse como mucho más afortunados que él. Hicieron fuerte el argumento débil, y débil la razón fuerte del estado angélico. Así le dijeron a Raziel que debía considerarse la más desdichada de las criaturas, porque ni gozaba del Paraíso ni gozaba de la suerte de los hombres en la tierra. En efecto, Dios lo había colocado en el umbral, en una línea imaginaria, ni dentro ni fuera, sin condición concreta. El ángel, dijeron, ni podía gustar de las delicias del interior ni podía conocer la diversidad de gentes, vidas, existencias y peripecias de los hombres. Su suerte era la más miserable.

Los hombres decidieron dar consistencia a su argumento y delegaron cada día a uno de ellos para que se acercara hasta el umbral y le contara al ángel una historia de las peripecias de los humanos. Un día tras otro así lo hicieron, sin descanso, y fueron ante Raziel con sus historias con la esperanza de que, con el tiempo, considerara su destino como insoportablemente aburrido y a Dios como un ingrato creador, un tipo mentiroso y cruel que le hacía creer que cumplía una función importante, pero que en el fondo lo castigaba con una existencia sin sentido propio, tan diferente a la de aquellas rutilantes historias de los hombres, puede que sufrientes, pero siempre derivadas de su sentido de las cosas, de un amor y de un odio que era suyo. Al final, Raziel cedió y ofreció a los humanos un saquito de simientes de todos los árboles del paraíso.

Los hombres prosperaron y crecieron, pero es sabido que eso no trajo buenas consecuencias. El caso es que, al cabo del tiempo, la raza humana, abigarrada y ubérrima, fundó ciudades inmensas y poderosas, pero entró en una confusión detestable que llevó a muchos desordenes, violencias y rencores. Los más razonables de los hijos de los hombres se dieron cuenta de que, puesto que todos los árboles habían crecido bien frondosos y cargados de frutos, también había debido crecer el árbol de la ciencia del bien y del mal, y que, con toda seguridad, al no saber cuál era ese árbol, seguían desobedeciendo la orden de Dios y seguían siendo castigados. Así que consideraron prudente visitar de nuevo a Raziel, que tenía la sabiduría de este misterio, para que se trasladara a la tierra con ellos para identificar el árbol y así aplacar la ira de Dios. Delegaron de nuevo a los mejores contadores de historias y los fueron enviando día tras día al umbral para seducir a Raziel. No hizo falta mucho trabajo. Aburrido de siglos, Raziel recuperó el goce de sus tiempos jóvenes con las nuevas historias.

Raziel no se cansaba de escucharlas y, cuando preguntó cómo era posible que todos los días pudieran contarle una nueva aventura, el narrador de turno le dijo que eso era así porque los hombres habían logrado forjar una ciudad inmensa. Seducido de forma irreversible, Raziel desertó, se fue con ellos y los acompañó a su gran ciudad. Eso es lo que nos cuenta Foronda en su prólogo: que Raziel “abandonó el edén y aleteando recaló en la ciudad soñada que por entonces era muy nueva y la encontró alegre, algo distraída, pero de espíritu libre y voluntad de amparo”. Por supuesto, el ángel se olvidó en el bullicio de identificar cuál de todos los árboles de la tierra era el prohibido. Hay quien dice que de ese árbol ignorado, andando el tiempo, un carpintero hizo los maderos para la cruz de un ajusticiado. Pero dejando eso aparte, la verdad es que Dios lo castigó por su deserción. El castigo fue no poder vivir en la gran ciudad.

Ahí prende la novela de Foronda, que con meticulosa medida deja esa historia como un detalle sin énfasis. Pero sin duda él sabe que el ángel Raziel, cumpliendo su destino, habita en los lugares desolados, poco poblados, casi ocultos. Esa es su condena. Pero incluso allí, tiene necesidad de historias, porque no puede olvidar el goce que lo llevó a habitar nuestro mundo. Eso explica que se haya localizado con frecuencia en las tierras peladas de La Mancha, donde tenemos comprobado que surgen algunas historias que lo encantan. Es posible que se aficionara a estas tierras castellanas cuando de forma clandestina comunicó algunos de sus secretos a los cabalistas sefardíes que habitaban en el Infantado, en las cercanías de Toledo, por Consuegra, Yébenes, Calatrava. El caso es que Luis lo ha hallado de nuevo cuando los personajes de Verde recorren los mismos campos de Criptana, Argamasilla, Quintanar, Puerto Lápice, Honrubia, Ocaña y San Clemente. Ignoro por qué Pepe Macías no pasó nunca ni por Madridejos ni por Villacañas. Algún día le preguntaré a Foronda si es que en estos pueblos nadie come macarrones o pasta.

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Pero incluso sin pasar por ellos, Foronda ha construido una historia fascinante de caballeros andantes y de enamorados secretos, pero sobre todo ha narrado, supongo que por revelación de alguna fuente personal, una historia fascinante en la que ha venido a demostrar algo que ya se sospechaba. Que Raziel, cansado de su vivir solitario, lejos de la fuente de historias que es la gran ciudad, es capaz de intervenir en los asuntos humanos provocando desastres, catástrofes y acontecimientos, bien por venganza, bien por aburrimiento. Sin embargo, lo más seguro es que lo haga para que la fama y noticia de esos hechos llegue a algún escritor, que lo divierta con una historia y vuelva a sentirse afortunado de habitar la tierra. Y esta vez ha inspirado a Luis Foronda para que le haga llegar esta historia, Verde, humilde como las tierras que habita, coral como los sentimientos profundos, que nunca andan solos, pero llena de hallazgos retóricos, de recursos seductores y de detalles fascinantes, capaces de fijar en la tierra a Raziel y a todos nosotros. Y es capaz de hacerlo por su comprensión más íntima de la realidad, que ha expresado en esta frase: “Yo pienso que el conocimiento no es algo aislado, hay cosas que debemos saber porque, si las desconocemos, la vida no se nos sostiene”. Entre las cosas que debemos conocer están, sobre todo, los misterios de Raziel, “un secreto de esos que tienen que ver con las cosas que mueven el mundo”. El lector queda invitado a gozar de ese conocimiento.

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José Luis Villacañas Berlanga es catedrático de Filosofía y escritor.

Verde

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