Una playa de septiembreSofía González GómezLa Isla de SiltoláSevilla2017Una playa de septiembre
La tensión natural entre vida y obra no resulta tan evidente; no, al menos, cuando lo que se pone en juego en el texto es la propia mirada. Tras la lectura de los 19 relatos que componen la ópera prima de Sofía González Gómez (Pedro Muñoz, Ciudad Real, 1993), el espectador –más que el lector– intuye haber asistido a la puesta en escena de lo que bien podría considerarse una voluntad de escritura repleta de honestidad literaria. Y es que todo aquello que comprendemos, y también creemos, como "nuestra vida", se sitúa hoy día en un instante de peligro que oscila entre experiencia y cotidianeidad; conceptos que, por cierto, no siempre desean charlar entre sí. Palabras que no acostumbran a significar lo mismo porque aspiran a ocupar espacios necesariamente autónomos.
"Me miró y vi decepción", escribe Sofía en "Consuma, una vez abierto, antes de tres días", y aclara, "tal vez porque el azar no le dejó tiempo suficiente para construir lo real". La extensión de los distintos relatos no parece constituir una preocupación para la voz que narra, quien a su vez aprehende, a medida que cuenta, que el tono viene dado en función de aquella "pena", a propósito de C. S. Lewis, que se "observa". El minutero no avanza en relación a la brevedad del género que se practica, el cuento, sino a la complejidad de recrear con la precisión de un objetivo fotográfico la anatomía de lo real. El criterio en este sentido parece ser claro, quizá ecuánime: "Es curioso cómo las personas con pareja –las personas que de verdad quieren a su pareja– dejan claro que la tienen en las primeras tomas de contacto", apunta con rotundidad en "Compañeros I". La relación de parentesco entre las distintas historias se encuentra pretendidamente ausente, al cifrarse en una renovada genealogía familiar, que tenderá, a partir de ahora, a la soledad elegida. Porque, como la división que se advierte en el índice del propio libro, I y II, el cuerpo del sujeto que contempla se pliega a una existencia dual: lejos del hogar, lleva consigo, similar a un recordatorio o memoria móvil, a la niña de provincias que se fue a vivir a un libro de Daniel Glautter.
Hay dureza, es verdad. "People is strange y yo te veo en todas las mujeres de negro", enmudece nuestra autora en "2 de noviembre de 2016", y el lector con ella. Pero existe en la formalidad una enorme fortaleza que actúa como leitmotiv, haciendo de la mudanza y el cambio de escenario ante la decepción una solución de continuidad genuina. La resistencia adquiere un empaque especular: multitud de espejos sobre los que poder reconocerse, pese a que la imagen que devuelvan no sea exactamente grata. El viaje a través de la letra escrita aparece impregnado de personajes que son más bien la representación de prototipos que se agotan, pero que no se acaban nunca. Si la historia es, como dicen, cíclica, también lo serán los sombras que la habitan; zonas en penumbra que se diluyen en la oposición de contrarios eternos. La memoria humana y el almacenaje tecnológico, lo auténtico y lo espurio, la responsabilidad y la convención o la virtud de reflexionar frente al compromiso con el tiempo y su naturaleza líquida.
La mayor parte de los actos de resistencia que se dan a conocer en la sociedad contemporánea parecen deberse a la opinión, o beneplácito, del auditorio. El gran aplauso final del público. No así, en el caso de nuestra escritora. Hay exposición íntima de los afectos, es cierto, pero el cuidado que denota la expresión de los mismos revela una táctica propia de alguien que resiste. El mérito ocupa otras latitudes. Una mujer en silencio, lee un libro en un vagón de metro, o atiende un correo electrónico urgente, y allí se concentran todas las palabras, la velocidad. Se cierran las puertas y ni siquiera una leve música o canción de despedida. Este será entonces, su mérito y valor. Su triunfo.
*Andrea Toribio Álvarez es estudiante de Doctorado en Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Madrid. Andrea Toribio Álvarez
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