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El hombre que pudo regresar

Berta IslaJavier MaríasAlfaguaraMadrid2017Berta Isla

 

¿Cómo analizar una novela en la que uno de los protagonistas es espía y tiene esposa e hijos, e incluye una intriga que solo en parte se resuelve en el desenlace, sin destripar su misterio? En calidad de lector, los enigmas me importan más bien poco; pues de otra forma, por qué iba a releer ninguna narración que contuviera ese tipo de peripecias. Pero es indudable que a muchos lectores les gusta sorprenderse. Y, sin embargo, a veces son los mismos autores quienes destripan sus obras en las entrevistas de promoción, aunque luego les moleste que los críticos desvelen lo que ellos ya habían desentrañado.

La novela que hoy nos ocupa alberga ese peligro, por lo que voy a intentar no disgustar a esos lectores. El argumento es sencillo, y a la vez sutil, pues cuenta la historia privada, sentimental y profesional, de una pareja que tras conocerse siendo jóvenes y casarse enamorados, solo consigue convivir a trozos, sin continuidad, debido a la profesión del marido (p. 246). El autor utiliza para ello dos narradores: uno convencional, en tercera persona (no lo había utilizado Marías desde El siglo, 1983), en los capítulos I, II, VIII y IX; mientras que en el resto –hasta un total de diez— oímos el testimonio de Berta Isla, la protagonista. Así, las cuitas de la esposa, su existencia, aparecen claramente diferenciadas de las de Tomás Nevison, su marido, que nos llegan a través de los testimonios de ambos narradores. La singularidad de su relación estriba en la escasa convivencia, ya que durante extensos periodos de la vida de él apenas sabrá nada Berta, ni tampoco los lectores.

Si Berta es Isla, por apellido y situación vital, no menos lo será su marido, cuya pluralidad de nombres, Tomás/Tom/Thomas/David Comer-Fytton, muestra su condición de individuo demediado,  hasta acabar convirtiéndose en un fantasma con una “vida errante y engañosa y dispersa” (p. 506). No en vano, sobre todos estos misterios se construye una trama que conjuga dos velocidades: la lentitud de las cuitas y la aceleración de los sucesos más dramáticos. La narración se sostiene sobre un motivo clásico, cuyo primer cultivador moderno debió de ser Hawthorne en el cuento “Wakefield”, una variante significativa del hombre que regresa al hogar suplantando a otro, asunto tratado por Marías en su cuento “La canción de Lord Rendall”, aunque en esta ocasión haya espera, e incluso esperanza, como en La Odisea, pero no se produzca una suplantación (Luis Mateo Díez se valió también de este tipo de retorno en un episodio de La ruina del cielo), según ocurre en otras obras a las que se alude en la narración: El coronel Chabert, de Balzac, novela de la que se había ocupado en Los enamoramientos; y La mujer de Martin Guerre, de Janet Lewis.

Además, en esta ocasión, las principales referencias son Enrique V, de Shakespeare, y el poema “Little Gidding”, el último de los Cuatro cuartetos, de T. S. Eliot, sin que falten alusiones a narradores tan distintos como Dickens, Conrad, Beckett, Ian Fleming y Le Carré. Y siguiendo un procedimiento que en la novela moderna utilizó por primera vez Balzac, Marías recupera dos personajes de Tu rostro mañana: el sabio profesor Peter Wheeler y el antipático e inquietante reclutador de espías Bertram Tupra. No me resisto a comentar que la imagen reiterada de la “ceniza en la manga de un viejo” (pp. 103, 105, 467 y 496), de Eliot, quiso utilizarla Cunqueiro como título de una novela varias veces anunciada y nunca concluida, y quizá ni siquiera iniciada.

La materia narrativa que compone los capítulos aparece separada por blancos. Su extensión oscila entre las 95 páginas del segundo, formado por 11 apartados, y las 19 páginas del décimo capítulo, dividido en solo 3 apartados. Pero la mayoría de ellos, hasta seis capítulos, tiene entre 49 y 60 páginas. Por tanto, la distribución del material, no siendo simétrica, sí mantiene un cierto equilibrio entre las partes.

La acción tiene lugar en Madrid, Londres y una innominada ciudad de provincias inglesa, abarcando casi tres décadas, de 1965 a 1995. La vivienda familiar, el piso que ocupan Berta y sus hijos, cercana al Palacio de Oriente, es el espacio de la esposa; mientras que Inglaterra se convierte en el entorno propio de Tomás. Son muchos y variados los temas que van surgiendo en la narración: el poder del Estado, el patriotismo, el chantaje, los intereses colectivos y la vida personal, la impunidad, las mentiras y el deseo, la traición, la duplicidad, el engaño y el autoengaño, “el ansia de saber, una maldición y la mayor fuente de desgracias” (p. 271), el miedo, la identidad, el ansia por sobrevivir... Y varios de estos asuntos aparecen marcados por el paso del tiempo, por la insistencia en señalar su transcurrir (pp. 261, 337, 403, 453, 475 y 477), su “negra espalda” (pp. 417 y 475). Así, la significación del curso del tiempo y el protagonismo de los lugares en que acontecen los sucesos resultan a menudo significativos. Si nos detenemos en uno solo de esos temas, el destino, por ejemplo, observamos que en el caso de Tomás, que tiene el don de las lenguas y de la imitación, este aparece trazado en parte, sobre todo desde el momento en que se ve envuelto, durante su estancia en Oxford, en el asesinato de una mujer, condicionando la existencia de sus más cercanos allegados. A partir de entonces, se convierte en un hombre desasosegado, pues se le ha planteado un grave dilema y deberá tomar una importante decisión. Por su parte, Berta desea saber, por lo que no suelta fácilmente su presa cuando conversa con el escurridizo Tomás (por ejemplo, en la p. 299); para ello intenta que le explique por qué ha aceptado ese trabajo, dónde transcurre y en qué consiste.

Como suele suceder en las novelas de Marías, también en esta se acumulan opiniones que a veces provienen de las expresadas en sus artículos, auténtico semillero de su visión del mundo: la crítica a ciertas modas actuales (pp. 284 y 285) o a la conducta del pueblo (p. 324), la burla de las modas que ha traído el nuevo siglo (p. 421), la progresiva aceleración del mundo (p. 480), el egoísmo de la juventud y su desinterés por el pasado (pp. 491 y 518), por solo aducir unas cuantas, que a algún reseñador con grandes tragaderas le han parecido síntomas de un pensamiento poco moderno.

Se vale también de otros motivos que ya conocemos por sus obras anteriores: “el estilo del mundo” (pp. 109 y 427), la visión desde la ventana, la “nieve que cae y no cuaja” (pp. 358 y 417), la mano posada en el hombro (pp. 363 y 370), el remedo de la despedida del Persiles (p. 475), las figuritas de los personajes populares, semejantes a las que colecciona el autor (p. 498) o el incesante girar de la rueda del mundo (p. 504)... Si tuviera que destacar una sola escena de la novela, me quedaría con la que transcurre en el museo de cera, durante el encuentro de Tomás con los dos niños. Cuando el relato se acerca a la conclusión, aunque nos queden todavía sesenta páginas, surge un nuevo misterio que se aclara, adquiriendo la trama otra dimensión, lo que hará el deleite de aquellos lectores que disfruten descifrando enigmas.

Los críticos se han preguntado si acaso esta sería la novela más lograda de Javier Marías desde Tu rostro mañana. A mí me resulta difícil decantarme por una opinión semejante. Baste con decir que se lee con indudable placer e interés, y que he disfrutado tanto con lo que nos cuenta, o se nos oculta, como con la manera de narrarlo, ya se trate de elementos novedosos, aquellos propios de una falsa novela de espías, pues carece de sus habituales peripecias, ya de los motivos que la relacionan con sus narraciones anteriores.

*Fernando Valls es crítico literario y profesor de Literatura.Fernando Valls

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