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‘El fin del homo sovieticus’, de Svetlana Alexiévich

El fin de “Homo sovieticus”Svetlana AlexiévichTraducción de Jorge FerrerAcantiladoBarcelona2015

El poder procura siempre utilizar la información para decidir en su provecho el sentido de las grandes verdades colectivas. Instaura una determinada realidad del mundo —lo que es y lo que debe ser— en busca de su propia legitimación. El poder político totalitario impone el discurso imperante a través del control directo del Estado. El poder económico ejerce un control indirecto a través de la acumulación de medios de comunicación sometidos a sus intereses. Es también una forma de controlar al Estado cuando no existen ámbitos consolidados de solvencia democrática. En la realidad contemporánea, el concepto de libertad de expresión tiene más que ver con la libertad del dinero a la hora de crear medios de información que con una verdadera libertad a la hora de difundir ideas y noticias. Si no fuese por las nuevas tecnologías que han permitido la existencia de ámbitos de resistencia cívica, la información del mundo sería una verdad monolítica y colectivizada en los despachos financieros.

Frente a este tipo de verdad total, el periodismo encuentra una buena respuesta en la investigación. A veces se trata de buscar y publicar los secretos económicos, políticos o militares del poder. Ese tipo de periodismo le costó la vida, por ejemplo, a Anna Politkóvskaya. En su libro Sólo la verdad. Antología fundamental (Debate, 2011), el lector puede encontrar los motivos de valentía y decencia profesional por los que el autoritarismo mafioso de Putin la condenó a muerte.

Otras veces se trata de buscar un tipo de secreto que no se encuentra en papeles ocultos o en documentos archivados, sino en la experiencia cotidiana e individual de las víctimas. Ese es el periodismo que practica Svetlana Alexiévich, autora de libros imprescindibles como La guerra no tiene rostro de mujer (Debate, 2015) o como El fin de “Homo sovieticus”. La periodista enciende la grabadora y deja hablar, componiendo un relato polifónico, un entramado de voces que cuentan su vida. “Siempre me ha atraído —escribe Alexiévich— ese espacio minúsculo, el espacio que ocupa un solo ser humano, uno solo… Porque, en verdad, ahí es donde ocurre todo”.

Como la sociedad es un entramado de vidas, la reunión de evocaciones individuales acaba conformando un retrato social. Pero la polifonía aporta algo más. Las víctimas suelen asumir su propia historia como una condena a la soledad. Reunir soledades es luchar contra este tipo de aislamiento sentimental provocado por un poder que quiere convertir en secreto y en asuntos particulares el dolor de las víctimas.

El libro dibuja un mapa informativo que ayuda a conocer los datos, pero también las emociones, que definieron la desaparición de la Unión Soviética, los años de la perestroika y la consolidación de un personaje como Putin. El oído se abre a historias que cuentan el horror de los campos de trabajo y la represión estalinista, donde los asesinos a sueldo de un Estado y de una ilusión de futuro eran tratados como héroes, y a otras historias que tienen que ver con un tiempo en el que aparece “La libertad de Su Majestad el Consumo”, con una corte sangrienta de corrupciones, mafias, desamparos, guerras provocadas, conflictos de identidad y pérdidas de pudor a la hora de caer por la pendiente de la degradación humana. Una de las voces recuerda a Gorki: “La palabra hombre suena con orgullo”. Prepara la conversación porque afirma después: “Pero hoy ha dejado de sonar con orgullo para sonar de cualquier manera”.

Las contradicciones de la sentimentalidad humana explican que muchas víctimas de la represión sientan nostalgia por un mundo perdido. Las contradicciones de la historia explican el espacio turbio que habitan los que quizá aprendieron a morir por la libertad, pero no a vivir en libertad. Los nietos de las víctimas de Stalin vuelven a llevar su imagen en las camisetas. Quieren mostrar así su rechazo a un presente marcado por los antiguos mandarines del Partido que hoy son oligarcas de los negocios negros con mansiones en Miami. Añorar una ilusión colectiva es una respuesta al dominio absoluto del cinismo y la falta de escrúpulos. Parece que las aberraciones del presenten borran los pasados, del mismo modo que las promesas de futuro borraban antes el presente.

En las historias que se cuentan llama la atención la importancia que en el pasado soviético tuvieron los libros. Aparecen una y otra vez autores y títulos, se insiste en un respeto social a la lectura, algo impensable en una época nueva en la que leer es un acto de estupidez, una pérdida de tiempo dentro de una realidad zafia en la que la formación ha perdido su prestigio. El éxito se confunde con la acumulación rápida del dinero. Claro que no sólo contaban con prestigio los autores disidentes. También eran masivamente respetados los autores burócratas que trabajaban al servicio del Régimen. Es difícil trazar aquí una frontera sencilla entre el bien y el mal, lo culto o lo inculto, la víctima y el verdugo. Las cosas son más complejas.

Alexiévich coloca al principio de su ensayo una cita de David Rousset: “La verdad es que la víctima y el verdugo son igualmente innobles y lo que nos enseña la experiencia de los campos de trabajo es que la abyección los hermana”. Después de leer algunos libros de Svetlana Alexiévich no creo que se apunte a esa famosa idea de Nietzsche del “error de la responsabilidad”. Claro que hay responsabilidad a la hora de elegir si se le clava o no un lápiz a un ser humano en el pecho. Pero conviene recordar que el verdugo es tan ser humano como la víctima y que con mucha frecuencia intercambian sus papeles a lo largo de las historias. Esto no desemboca necesariamente en el relativismo, sino en el autoexamen. ¿Qué escribo yo?, ¿cómo actúo yo?, es la pregunta que surge en una polifonía conflictiva.

Algunos periodistas habían recibido el Premio Nobel por la importancia de su obra literaria. Creo que, con Svetlana Alexiévich, es la primera vez que se concede el premio a una autora por los logros literarios de su periodismo. Y no estoy hablando de una cuestión de estilo. Libros como El fin de “Homo sovieticus” nos lleva hasta una de las raíces de la literatura: esa que convierte al lector en un heredero.

La caída radical de un mundo supone, entre otras cosas, que las víctimas se quedan sin herederos a los que contar la historia. El sufrimiento tiene algún sentido, recibe algún consuelo, si deja rastro ya sea en el presente o en el porvenir. ¡Que alguien lo sepa, que alguien se acuerde de nosotros! Frente al silencio y al desamparo, las huellas del dolor dan sentido histórico al sacrificio. El estar ahí, el escuchar el dolor de las víctimas y dar noticia de los abusos del poder en el presente es la tarea del periodismo. La literatura consigue convertir a los lectores en herederos de ese dolor, aunque pase el tiempo y los hechos no tengan actualidad. Un heredero es alguien que, por lo menos, salva y se salva del vacío.

'Últimos testigos', de Alexiévich

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Las voces que escucha Svetlana Alexiévich hablan una y otra vez de su soledad. ¿A quién le interesa el dolor? ¿A quién contarlo? ¿Quién puede interesarse por la historia de una mujer deportada a un campo de trabajo en un país que ya no existe? ¿Quién se va a preocupar por el sufrimiento que provoca un atentado en el Metro de Moscú cuando ya se conocen los verdaderos motivos de la ocupación de Chechenia? Pues nosotros, los lectores, que heredamos la emoción y la situamos en un lugar que no distingue entre el pasado, el presente y el futuro.

*Luis García Montero es escritor y profesor de Literatura. Su último libro, Luis García MonteroUn lector llamado Federico García Lorca (Taurus). 

El fin de “Homo sovieticus”Svetlana AlexiévichTraducción de Jorge FerrerAcantiladoBarcelona2015

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