Dos sensaciones simultáneas pueden sobrevenir a quien se adentra en Músika (Tusquets), la última novela de Javier Azpeitia: extrañeza y curiosidad. Extrañeza, por lo inusual de su atmósfera, que nos remonta nada menos que a la antigua Grecia; curiosidad, por el dominio que tiene el autor del arte narrativo y en particular del suspense, que nos atrapa desde la primera escena. Ese don ya lo revelaba Azpeitia en otras novelas suyas, como Hipnos, un thriller que rondaba los temas del sueño y la locura y que mereció el Premio Hammett de Novela Negra e incluso fue llevada al cine. O Nadie me mata, un inquietante relato de tintes fantásticos y también de plasticidad cinematográfica, que acusaba el abismo de un viajero cautivo del tiempo, encerrado en su laberinto existencial y en un desamparo sin asideros.
Ambas se situaban en el mundo de hoy pero mostraban en sus epígrafes —de Ovidio y Homero— respectivos guiños a ese semillero inagotable del mundo clásico que supone una seña de identidad del autor. A él regresaba igualmente en otras novelas celebradas, como El impresor de Venecia, donde la figura de Aldo Manuzio daba pie a una visión descarnada de los entresijos del mundo del libro, censura y corrupción incluidos, o la gozosa Ariadna en Naxos, una divertida parodia del patriarcado donde son ellas las que toman la palabra.
También son las mujeres de aquel tiempo antiguo las que protagonizan Músika, una obra que parecía ya anunciada en los epígrafes de Ariadna, donde se incluía, como una profecía, el nombre de Eurípides, figura clave sobre la que gravita esta nueva pieza de ese engranaje de relojería que es el espacio narrativo del autor. Músika se abre con visiones que nos hablan del asesinato del gran dramaturgo y poeta griego, y eso nos puede suscitar una primera pregunta: ¿se trata de novela negra, de novela histórica? Pareciera que sí por sus ingredientes pero, como suele suceder en Azpeitia, estamos ante algo muy distinto: el autor nos capta con esos paradigmas al uso, y luego les da su habitual vuelta de tuerca para desarrollar ahora una fábula rocambolesca y cuasi volteriana, protagonizada por una sacerdotisa de Tartessos que se ve impelida a una vertiginosa historia plagada de vicisitudes inesperadas.
A lo largo de las páginas de Músika, el lector descubrirá enseguida la absoluta libertad con que el novelista ficcionaliza las figuras de numerosos personajes históricos —como Eurípides, Sófocles o Arquelao— para alumbrar a través de su juego un tiempo lejano que no lo es tanto, y que brechtianamente nos puede llevar a contemplar el que hoy vivimos. En especial, en este caso, la dramática dialéctica entre violencia y mujer, que recorre con su hilván doloroso toda la novela, y que tiene momentos tan vívidos y estremecedores como cuando Hírom asesina a un niño al que cree hijo suyo, o cuando Bite mata a una de las sacerdotisas: “No era ira ni violencia, sino ese rictus de curiosidad y arrobamiento con el que los niños se disponen a matar a un pájaro”.
Con la misma función de extrañamiento con que el maestro alemán recurría a carteles y otras artimañas para que no nos narcotizara el relato, para que nuestra conciencia siguiera alerta, aquí hallamos mapas y citas, además de la voz en off de una sacerdotisa de la Luna y del agua que habla a sus hermanas del templo y que cumple el papel del coro griego. Es ella quien va comentando la trama y quien presenta la peripecia de la protagonista, Mora, una hija de la Luna y descendiente de la Sibila que vive una aventura odiseica mientras huye de los guerreros cartagineses. Los abundantes diálogos de la novela contribuyen igualmente a ese clima teatral que supone su trasfondo, en tanto que las interrupciones de la narradora nos despiertan de esa fábula y nos devuelven la perspectiva del lector crítico y cómplice.
Es sabido que el recurso al mundo grecolatino como sistema de símbolos fue dinamitado por las vanguardias históricas, pero también sabemos que no ha muerto, y que sigue funcionando como un idioma posible, como parte de nuestro imaginario colectivo y como un código que nos hace comprender el arte occidental a través de los siglos. Simbolistas y modernistas encontraron allí sobre todo un referente para cuestionar la cerrazón del gusto burgués y reivindicar la voluptuosidad de los cuerpos sin atender a sexo y condición. Así, por ejemplo, Baudelaire y Rodin representaron el deseo entre mujeres, y Pierre Louÿs se inventó a Bilitis, una poeta griega amante de Safo y prostituta sagrada en un templo de Afrodita. Menos se ha hablado de otros aspectos que pueden hallarse igualmente en aquel tiempo y su imaginario, como la brutalidad con que Poseidón violó a la sacerdotisa Medusa en su templo dejándola encinta, porque solo se suele transmitir la fábula del héroe —Perseo— que le cortó la cabeza a la supuesta monstrua. De esa barbarie se habla también aquí.
En cualquier caso, no es necesaria ninguna información previa para adentrarse en Músika, una novela que trenza una historia trepidante desde tres ángulos temporales: la muerte de Eurípides —descuartizado por una jauría de perros—, el pasado de la protagonista —desde su huida del templo hasta su trabajo como esclava y luego improvisada escriba y amante del escritor, cuya muerte necesita desentrañar y también vengar— y la vida del poeta en medio de un avispero de celos, maniobras, intrigas y persecuciones.
El aparente culturalismo de la novela no es más que una atmósfera en la que entramos como en la respiración, sin pensarlo, pero que deja adivinar un prodigioso trabajo de documentación por parte del novelista, que con su manejo sabio de los usos y costumbres del mundo que nos presenta logra dar verosimilitud a su historia, con ese sabor que no encontramos en cierta literatura fácil, y que nos lleva a acercarnos de verdad a la época. A ese mismo sabor corresponde asimismo cierto aliento mágico y mítico: la Músika del título es el arte de las sacerdotisas, y es también la melodía secreta que habla desde el trasmundo.
Por otra parte, la revisión de los referentes clásicos se desenvuelve desde una mirada desmitificadora, a través de esa voz en off que va y viene recordándonos que estamos ante una fábula que casi podemos ver como en una película; así, por ejemplo, el momento en que aparece la protagonista en un mercado de Atenas: “Miradla ahí, dormida. Miradla en el momento en que cae sobre ella un cubo de agua y se incorpora de pronto espantada, en busca de aire”. En ese marco se suceden infinidad de personajes, como Eurípides —un viejo borracho tocado por las Musas—, Sófocles —armero e intrigante—, el egipcio Babu —tratante de esclavas— o Kínezos el Joven —vendedor de sueños—. También conoceremos a muchos otros que iremos descubriendo a través de innumerables peripecias, a veces divertidas y otras oscuras, que hablan de violaciones, asesinatos o crucifixiones.
Entre los momentos centrales de la novela está el delirante Banquete de los Afortunados —cortejo de sabios y artistas del rey Arquelao— al que acuden “los más importantes Músikos” y en el que participan destacados escritores y filósofos, una ficción que nos puede recordar los osados juegos históricos de Alejo Carpentier o Reinaldo Arenas. Aquí se dan la mano, entre otros, Platón —al que se le cae el vino por el tembleque de la mano—, Sócrates —pendiente de su amante Aristides— o Aristófanes —entretenido en seducir a Afrodisia—. También encontramos a Melitó —poeta y esposa de Eurípides, por la que sabremos que en Atenas era más libre una esclava que una esposa—, Zbel —bruja tracia, esclava y amante de Melitó—, o la aguerrida pirata Zanusa. La galería de personajes es mucho más amplia y la componen, además, mercaderes, escribas, actores, poetas, matronas o hetairas de muy diverso pelaje.
Azpeitia se mueve por los laberintos del tiempo como pez en el agua, y visita el pasado desde los mecanismos del juego y la imaginación para ofrecernos una revisión crítica de paradigmas anquilosados, que no suelen recordar de los atenienses aspectos como la xenofobia, la violencia o el borrado de la mujer de los anales históricos. El humorismo, que en otras ocasiones era travieso y distendido en sus páginas, se hace aquí oscuro: a veces grotesco —como cuando la protagonista se encuentra con la vieja sibila Maris, su bisabuela centenaria, desdentada y que “desprendía un desagradable olor a estofado rancio”—, a veces sarcástico o puro humor negro.
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Hace ya un siglo —y como si fuera hoy— hablaba Pirandello de lo difícil que es innovar, porque la gente de cultura media no gusta de lo original y prefiere lo que le han enseñado a esperar, de modo que el escritor ha de elegir entre el ingrato trabajo de creación o el más lucrativo ejercicio de copia, es decir, la escritura de receta sobre modelos preestablecidos. En nuestro tiempo de talleres de escritura y fabricación masiva de novelas de consumo se ha hecho más patente el problema, y son pocos los autores que eligen arriesgarse en ese abismo de lo heterodoxo, ajeno a pasiones mercantilistas. Azpeitia no ha dejado de hacerlo en cada entrega, y bajo ese lema del título, que nos remonta al arte de las Musas —poesía, danza, música— nos lleva de la mano por una historia que alumbra —como en aquella lejana y cercana Ariadna en Naxos— un mundo olvidado que tiene que ver con la Músika de Eurípides, en cuyos poemas suena “la voz de las mujeres, los bastardos, los esclavos, los niños, los bárbaros y los locos”. Esa Músika que puede ser, en definitiva, lo que queda después de la barbarie.
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Selena Millares es escritora.
Dos sensaciones simultáneas pueden sobrevenir a quien se adentra en Músika (Tusquets), la última novela de Javier Azpeitia: extrañeza y curiosidad. Extrañeza, por lo inusual de su atmósfera, que nos remonta nada menos que a la antigua Grecia; curiosidad, por el dominio que tiene el autor del arte narrativo y en particular del suspense, que nos atrapa desde la primera escena. Ese don ya lo revelaba Azpeitia en otras novelas suyas, como Hipnos, un thriller que rondaba los temas del sueño y la locura y que mereció el Premio Hammett de Novela Negra e incluso fue llevada al cine. O Nadie me mata, un inquietante relato de tintes fantásticos y también de plasticidad cinematográfica, que acusaba el abismo de un viajero cautivo del tiempo, encerrado en su laberinto existencial y en un desamparo sin asideros.