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Jonathan Harker: verdad y crédito

Justo Serna

La novela de Bram Stoker es una obra inabarcable. Ahora que se cumplen 120 años de su aparición, desde Los diablos azules hemos decidido celebrarlo con un dossier especial dedicado a esa fascinante narración titulada Bram StokerDrácula.Alejandro Lillo, especialista en la novela, comenta un conjunto de anécdotas y misterios que aún persiguen a la creación de Bram Stoker. David Montesinos nos ofrece, desde el pensamiento filosófico, una perspicaz lectura de

Alejandro Lilloun conjunto de anécdotas y misteriosDavid Montesinosuna perspicaz lecturaDrácula y Nietzsche. Antonio Ballesteros, experto en literatura fantástica victoriana, reflexiona sobre lo femenino en reflexiona sobre lo femeninoDrácula y su poder transformador. Por último, Justo Serna, especialista en historia cultural, centra su atención en Jonathan Harker y en su concepción de la verdad. Cuatro enfoques diferentes para una historia que significó un antes y un después en nuestra concepción del terror, pero que también ha transformado nuestra noción de la muerte y el deseo. Apenas una muestra de la riqueza de una obra que podemos considerar ya un clásico de la literatura universal.Justo Serna

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  We want no proofs. We ask none to believe us!

Según el Diccionario de la Real Academia Española, una novela es una “obra literaria en prosa en la que se narra una acción fingida en todo o en parte, y cuyo fin es causar placer estético a los lectores con la descripción o pintura de sucesos o lances interesantes, de caracteres, de pasiones y de certidumbres”.

Esa acepción es la que asocia novela a ficción, al género literario que hace de la invención su registro. Pero hay otro sentido que el mismo diccionario recoge y que es antitético. Nos referimos a aquel que identifica novela con conjunto de “hechos interesantes de la vida real que parecen ficción”. En ambos casos, lo común es el interés que los lances despiertan: en un caso son invención, dominio propio de la ficción; y en otro son reales, pero parecen imaginados de tan sorprendentes como son.

Drácula (1897), de Bram Stoker es novela en el primer sentido. Lo es externamente, lo es para nosotros sus destinatarios. Aunque los lectores sabemos que todo es inventado, suspendemos nuestro descreimiento y aceptamos que nos provoque placer estético con la descripción o pintura de sucesos o lances interesantes e imaginados, de caracteres, de pasiones y de certidumbres. Pero, al margen de los destinatarios, al margen de la invención, de la fantasía que allí se narra, Drácula también podemos tomarla como una novela en el segundo sentido del diccionario: como un repertorio de hechos significativos de la vida real que de tan extraños o angustiosos parecen ficción.

Las cosas que en Drácula se cuentan internamente crean un mundo propio que bien podría ser o haber existido: el mundo posible de la ficción novelesca, una realidad particular construida de modo coherente, con su cronología, su geografía, sus personajes, su narrador. ¿Por qué no nos tomamos Drácula como si fuera un documento histórico, como si esa obra fuera un texto superviviente de un mundo real y cuyos hechos sorprendentes son narrados como si de un testimonio se tratara? Me explicaré. Me explicaré como historiador.

Imaginemos que una guerra y el simple paso del tiempo hubieran destruido cualquier resto del contexto y del mundo exterior en el que se alumbró esa ficción. Imaginemos que un hipotético lector accediera a dicho relato. Más que interrogarse si es verdad, si es traslado de un referente ajeno que él no puede rehacer, que ignora; más que interrogarse si está determinado por la historia que circundaba y que él ya no podrá vivir, se preguntará por el tipo de mundo que hay en esa novela.

Tomará, pues, ese relato como descripción de un mundo que es interno, un mundo que está contenido por las palabras de esa narración, con informaciones prolijas, en algún caso, y con escasez de noticias, en otros. No le pidan a ese lector que conciba la novela como producto dependiente de un exterior que le daría forma y que le otorgaría sentido. Ese lector, por ejemplo un hipotético historiador que sólo contara con Drácula como único documento (unus testis), rechazaría esa solución, porque sabe que si es eso, un documento, nos enseña (docere) y, por tanto, es algo que está por algo, algo que pregona una ausencia, algo cuya única materialidad es la presencia de un texto que milagrosamente ha subsistido a la destrucción que ocasiona el tiempo.

Las novelas están hechas con materiales externos, cierto, pero en cuanto esos materiales se emplean en el interior ya no son los que fueron y la imaginación y su nuevo uso los alejan del mundo del que procedían, fueran o no ficciones. Las novelas son edificaciones de mundos, de espacios, de geografías, de caracteres, de situaciones, a los que un narrador otorga sentido y valores y a los que acceden lectores diversos con saberes distintos, con enciclopedias variadas.

Lo que aquel historiador pide ahora es que tomemos Drácula como un documento de un mundo allí internamente constituido, un mundo que puede o suele tener personajes con nombres equivalentes a los reales y que, cuando tienen fuerza, llegan a sobreponerse a sus homónimos, desplazándolos. La Inglaterra ideada por Bram Stoker para su relato de vampiros no es la Inglaterra del Ochocientos que averiguan y que pueden documentar los historiadores, pero las imágenes de aquella primera Inglaterra llegan a solaparse con los datos que se extraen de las fuentes históricas, de modo que bien podríamos mostrar su equivalencia y su verosimilitud.

La historia está narrada a partir de una sucesión de diarios de distintos testigos y protagonistas. Ese recurso tiene la ventaja que permite contar en primera persona con diferentes puntos de vista y en tiempo real, por la noche, por ejemplo, cuando se hace recuento de lo sucedido: lo que queda del día. Con ello, lo sucedido y lo narrado son prácticamente simultáneos: los personajes no saben ni nadie sabe al escribir cuál será el desenlace de esta historia, si todo acabará bien o mal. Pero hay más.

Si de lo que se trataba era de relatar hechos sorprendentes o interesantes de la vida que parecen ficción –por emplear la segunda acepción que el diccionario da de la novela—, entonces el peligro principal que amenaza al narrador es que lo tilden de embustero. En efecto, estamos ante una novela que trata cosas que se dicen verdaderas pero que parecen inverosímiles. Dentro de la novela y de acuerdo con los materiales narrativos organizados por su primer protagonista, Jonathan Harker, los hechos son verdaderos aunque se admiten increíbles.

Fuera de la novela y de acuerdo con la realidad en la que estamos los destinatarios, los hechos son falsos pero los toleramos por verosímiles. Para lograr esa verosimilitud y para no hacer depender de un solo punto de vista un relato tan sorprendente, la historia aparece contada por numerosos testigos, gracias a los diarios de quienes protagonizaron o vieron los avatares. Jonathan Harker es, en efecto, quien organiza los materiales que sirven de narración a esta historia; es, pues, quien dispone los diarios en un orden sucesivo que da continuidad a los hechos. Pero la mayor parte de esos diarios y los otros documentos son copias, como sabremos al final, dado que los originales perecieron en un incendio. Por tanto, esa doble circunstancia narrativa nos obliga a una mínima reflexión.

Además de cartas, telegramas, recortes de prensa o informes médicos, los diarios son el grueso documental de la obra: diarios de distintos personajes y dispuestos preferentemente en sucesión. De ese modo, la acción avanza de acuerdo con perspectivas que se yuxtaponen. No son diarios íntimos, no revelan las interioridades de los testigos. Son, por el contrario, dietarios que registran los hechos que pasan con relación al descubrimiento y caza del vampiro. Están concebidos para ser leídos o, incluso, se escriben por indicación de uno u otro, como si fueran tarea de documentalista.

Son, pues, documentos propiamente, un modo de dejar testimonio ordenado de unos hechos que por ser tan inverosímiles muchos los creerán inventados. Quienes los puedan creer ficticios no somos nosotros, lectores empíricos de la novela; quienes de verdad los pueden considerar fantasiosos son los narratarios potenciales, los contemporáneos de ese mundo en el que habita Harker. Me refiero no a los ingleses que vivieron en el siglo XIX histórico, sino a los británicos que viven dentro de la novela, aquellos que frecuentaban las calles del Londres interno de Drácula, los posibles narratarios.

Pero hay un problema. Aunque el esfuerzo narrativo de Jonathan sea loable al disponer en orden esos diarios, su labor erudita es francamente dudosa. Sabemos que la mayor parte de esos textos yuxtapuestos, que son el soporte de la trama, sólo son copia que ha subsistido milagrosamente del incendio que destruyó los documentos.

Entonces cabe hacerse una pregunta decisiva. En todo relato, el destinatario establece un pacto fiduciario con el autor empírico, que se toma a sí mismo o a otro narrador para contar los hechos. Ese convenio implícito requiere del escritor la adopción de una serie de convenciones de género que son como las cláusulas de ese acuerdo, unas convenciones que permiten reconocer lo que se está leyendo y el sentido o la verdad que cabe dispensarles.

Fijémonos en lo que ocurre con Drácula: todo, absolutamente todo lo que se relata y que parece expresarse desde numerosos puntos de vista o testigos, acaba dependiendo de Harker. ¿Podemos confiar en este antiguo pasante de procurador? Leamos lo que dice Harker al final de la novela, en la nota que se añade después de haber transcurrido siete años desde los últimos acontecimientos relatados:

 

"I took the papers from the safe where they had been ever since our return so long ago. We were struck with the fact, that in all the mass of material of which the record is composed, there is hardly one authentic document. Nothing but a mass of typewriting, except the later notebooks of Mina and Seward and myself, and Van Helsing’s memorandum. We could hardly ask any one, even did we wish to, to accept these as proofs of so wild a story. Van Helsing summed it all up as he said, with our boy on his knee.‘We want no proofs. We ask none to believe us!...""Saqué los papeles de la caja fuerte, donde habían estado desde nuestro regreso, ya hace tanto tiempo. Quedamos sorprendidos por el hecho de que en toda la masa de materiales que componen esta relación, difícilmente hay un solo documento auténtico; nada sino una masa mecanografiada, excepto los últimos cuadernos de Mina, Seward y mío, y el memorándum de Van Helsing. Difícilmente podríamos pedir a nadie, aunque quisiéramos, que aceptase esto como pruebas de tan descabellada historia. Van Helsing resumió todo esto cuando dijo, con nuestro hijo sobre sus rodillas. ‘¡No queremos pruebas; no pedimos a nadie que nos crea!"

¿De verdad podemos dar crédito a este abogado, Jonathan Harker, que acudió a Transilvania y que creyó ver cosas y más cosas, cosas tan descabelladas como muertos vivientes, como lascivas vampiresas, como chupadores que tomaban sangre para darse fluido nutricio? Hay que ser muy crédulo para confiar en alguien cuyas únicas pruebas de todos estos hechos sorprendentes son su palabra y unos documentos que son copia, reproducción. ¿Acaso no será todo esto una fantasía neurótica, una alucinación?

Los seres humanos no vemos la realidad; vemos lo que nuestro marco referencial nos permite ver. Los seres humanos somos socializados en el seno de una sociedad y de familia. De ambas recibimos los recursos con los que contemplar el mundo, para así fijar significado y orden. Nuestro marco referencial es múltiple: son préstamos de la sociedad que nos alberga, lecciones formales y restos diurnos, evidencias de sentido común, tradiciones, recursos religiosos, elementos que tomamos de familiares, de amigos, de vecinos, pero también de contemporáneos distantes cuyos ecos absorbemos sin saber; o de antepasados cuyas voces y consejas aún resuenan en nuestro interior.

Contemplemos, pues, desde dentro esta historia: los diarios nos relatan hechos de los que se predica su verdad; están, además, narrados y ordenados de tal forma, de acuerdo con una trama sucesiva, que se les da completa verosimilitud. Sin embargo, analizada desde dentro y sabedores de que todo depende de Jonathan Harker, la narración se vuelve finalmente dudosa, pero no por error de Bram Stoker, sino por la deliberada ambigüedad con que reviste ese relato portentoso.

¿Quién certifica o autoriza la verdad de lo relatado? Los lectores de Harker deben aceptar que todo lo dicho es cierto. Deben admitir que no se han manipulado documentos. Deben reconocer que esos documentos ya no son los originales. Deben resignarse a una verdad finalmente increíble: que lo que Jonathan vio es lo que todos podríamos haber visto.

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*Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Valencia y se ha especializado en Historia Cultural.Justo Serna

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