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El lado bueno de la vida: 'La buena hija' de Almudena Grandes

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Ioana Gruia

Este texto, que se entrega ahora a Los diablos azules como homenaje a la extraordinaria mujer y escritora que fue Almudena Grandes, parte de una comunicación presentada en el Grand Séminaire Almudena Grandes organizado por Irene Andrés Suárez en la Universidad de Neuchâtel en 2010, ocasión en la que los participantes, entre los que estaban Fernando Valls o Ángel Basanta, pudimos compartir unos días magníficos con Almudena. Con su carácter tan generoso, se mostró entusiasmada por mi intervención, que ahora quiero reproducir aquí de corazón como testimonio de mi pasión lectora por su obra, mi gran admiración por su escritura y su persona. 

El presente texto se propone analizar el cuento La buena hija (1996) de Almudena Grandes, en el que la protagonista, Berta, logra conquistar en la madurez su independencia de una madre manipuladora y reelabora su genealogía a través de la elección de otra figura materna, distinta de la madre biológica, y de la memoria. En el cuento aparecen contrapuestas las dos "madres", Piedad y doña Carmen. El texto se construye así sobre un juego de simetrías y oposiciones estructurado en torno a la doble figura de la madre. Las dos "madres" aglutinan a su alrededor dos espacios polarizados, cuyos elementos se distribuyen para sostener la arquitectura del cuento y determinar el comportamiento −y la decisión final− de la hija. No es casualidad que Berta sea matemática, ya que el juego de simetrías que teje la urdimbre del cuento también es matemático.

Hay que hacer primero algunas precisiones sobre la articulación temporal de La buena hija. Podemos distinguir básicamente tres tiempos en este relato en primera persona: 1) la presentación del momento actual (desde el principio del cuento hasta que Berta recuerda de manera repentina que en su niñez decidió cambiar de madre); 2) la rememoración que de varios episodios clave de la infancia, rememoración que traza los retratos contrapuestos de doña Berta y Piedad) y 3) el regreso al presente y la decisión, provocada por la evocación de Piedad y de lo que ella significó para la pequeña Berta, de abandonar la esclavitud que implica la convivencia con una madre manipuladora y despótica. Estos tres tiempos estructuran en una articulación muy precisa la constitución como personajes de las dos madres, la biológica (doña Carmen) y la escogida (Piedad). Hay en La buena hija varios indicios textuales que no sólo construyen a las "madres" como portadoras de dos mundos distintos, sino que también administran la tensión narrativa a través del juego de simetrías y oposiciones al que aludía anteriormente.

El mundo de Piedad es el mundo de los "refugios imaginarios"  −que nos hacen inmediatamente pensar en Carmen Martín Gaite− que la niña Berta buscaba de pequeña y que recupera desde el recuerdo. En este mundo están la pasión vitalista y desbordante, la capacidad de ternura y complicidad y la filiación elegida: Berta niña escoge ser hija de Piedad y Berta mujer se da cuenta que el aprendizaje de la pasión, concretado en su amor por las matemáticas, se lo debe a Piedad. Este mundo se encuentra también muy delimitado espacialmente en la casa familiar: los espacios son fundamentales en el cuento y en toda la narrativa de Almudena Grandes (como también lo son en la de Martín Gaite). Se puede establecer una relación entre La buena hija y La reina de las nieves, justamente a nivel de la doble figura materna: el binomio doña Carmen/Piedad encuentra su correspondiente en cierto sentido en la contraposición entre Gertrudis y Casilda Iriarte. Pero, mientras que en la novela de Martín Gaite descubrimos al final que la madre biológica verdadera es el personaje vital y generoso de Casilda, en La buena hija no cabe ninguna duda de que la madre biológica es la distante y lejana doña Carmen, convertida con el paso de los años en una tirana. 

La operación que lleva a cabo Berta (reinventarse una genealogía, una madre), puede vincularse con la idea de madre como metáfora, que avanza Cixous en La risa de la medusa: la "madre" no tiene por qué coincidir con la madre biológica, sino que funciona como una figura modelo, un referente caracterizado por la capacidad del don, de la generosidad (una generosidad creativa, opuesta a la domesticación). Y eso, el don y la generosidad, es justamente lo que representa Piedad, que da lo mejor de ella misma y representa para Berta niña el mundo del calor familiar, inexistente en el seno de la propia familia, descrita con ironía como "ese conjunto de extraños amables y bienintencionados en general". En este sentido la evocación del juego con las demás niñas en el patio del colegio es fundamental: 

Al llegar a cualquiera de esos puntos […] siempre gritábamos ¡casa!, no tanto para avisar a la perseguidora de turno como para desalentarla, y entonces, al gritar ¡casa!, yo siempre pensaba en Piedad, porque eso, exactamente, era Piedad para mí […] Piedad era ¡casa!, era mi casa, y era el mundo.

La separación entre los lugares mentales que la niña otorga a Piedad, por una parte, y a doña Carmen y al resto de la familia, por otra, encuentra su simetría en los espacios físicos dentro de la propia casa, en los "lados" cargados de valor simbólico: "Aparte, al otro lado del pasillo, vivía mi familia" (ibídem), leemos. La familia pertenece en consecuencia "al otro lado", un territorio con el que Berta no se identifica afectivamente. El "lado" de Piedad, que comparte Berta, es el "pequeño país" modesto compuesto por "un vestíbulo de servicio, una cocina, un office, una despensa, un dormitorio y un aseo diminuto, con una bañera cuyo tamaño alcanzaba a duras penas la cuarta parte de la superficie de las restantes bañeras de la casa" (ibídem). El detalle de la bañera es muy significativo para poner de manifiesto el lugar secundario de Berta para sus padres y sus hermanos. Hasta la lengua de la niña es la lengua de Piedad, que Berta reconoce como "mi lengua materna". 

Sobre los cuartos ocupados por los restantes miembros de la familia no tenemos ninguna información. Se trata de un espacio que la niña no considera incorporado a su mundo, al que no se siente vinculada. No hay huellas de aquel espacio en la memoria de Berta; se trata de un espacio que parece disolverse en una liviandad parecida a la provocada por la escena entre doña Carmen y tío Armando, pálido y ridículo contrapunto de la desesperada vitalidad amorosa de Piedad y de la tormenta de sentimientos fuertes que desencadena en ella el amor de Eugenio y a la que la niña asiste como espectadora asombrada y cómplice. Doña Carmen, la madre, y Piedad, mamá, se construyen como opuestas no sólo por su relación con Berta, sino también por su manera de vivir el amor. Berta ama a Piedad porque Piedad tiene una enorme capacidad amatoria, tanto hacia ella como hacia Eugenio, mientras que la madre de Berta sólo puede ensayar "un papel que le venía grande en una amable comedia de enredo". Los lazos que unen a la niña y Piedad son "muchos más fuertes que los de la sangre". La genealogía escogida, inventada, frente a la genealogía biológica es una propuesta que desestabiliza un tabú muy fuerte y que resalta a la vez los poderes de la ficción. Hace falta mucha imaginación para llevar a cabo la opción de Berta, porque sólo en la ficción se puede cambiar de madre. Sin embargo, el territorio de la ficción, de la invención genealógica, se habita mucho más profunda, vital y realmente que el territorio de los lazos biológicos, ya que la figura de la madre parece desdibujarse para Berta niña en una liviana irrealidad (después, para Berta madura, ocurrirá todo lo contrario, ya que su madre se encarga de recordarle cada diez minutos sus tiránicas exigencias). Una vez que Piedad quita la casa para irse con Eugenio, es muy sintomático que no deje nada suyo, ninguna huella, excepto a la propia Berta: 

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[…] registré el armario, la mesilla, la estantería de la que habían desaparecido todas sus cosas, levanté el colchón, abrí los cajones, me tiré en el suelo para mirar debajo de las camas, y aunque no sabía lo que estaba buscando, no encontré ya ninguna cosa que hubiera sido suya. Nada, excepto yo misma. 

El mundo de Doña Carmen (el de la genealogía natural, regido por la incapacidad de amor y ternura, por una pasión fingida y luego por la manipulación de una hija prisionera) es el mundo del "otro lado del pasillo". No sabemos qué pasa en este otro lado del pasillo. Sólo sabemos que doña Carmen está "del otro lado" (como Gertrudis en La reina de las nieves) y éste es un indicio fundamental, porque las dos madres del cuento representan dos lados, que al final vienen a ser el de la vida (Piedad) y el de la muerte, de la muerte en vida (doña Carmen). Al mundo artificioso de doña Carmen pertenece también un elemento esencial de la hija, el armario lleno de tarros de belleza, de objetos que funcionan como simulacros: "manzanitas de madera con olor a manzanitas de verdad, limoncitos de madera con olor a limoncitos de verdad, virutas de madera con olor a madera de verdad". Por eso antes de irse Berta tira todos estos objetos, tristísimos sustitutos de los "refugios imaginarios" que buscaba en la infancia en el mundo Piedad. El recuerdo de Piedad y del aprendizaje de la pasión que la convivencia con ella le proporcionó provoca la decisión de Berta madura a dar el salto, a irse ella también de la casa como Piedad se había ido años atrás. Pero si después de la marcha de Piedad no queda "nada, excepto yo misma", después de que Berta abandona el espacio que comparte con su madre no deja absolutamente nada que le pertenezca atrás. La simetría de estos dos finales −"Nada, excepto yo misma" y "Nada", palabra que cierra el cuento− subraya que Berta es hija de Piedad porque es Piedad la madre elegida, real, protectora, amorosa. Al defender una filiación escogida liberadora frente a una filiación de sangre opresiva Berta pertenece, en palabras de Fernando Valls, a un "nuevo modelo de mujer" y elige, o mejor dicho conquista, como muchos de los personajes de Almudena Grandes, el lado de la vida.

Ioana Gruia es escritora y profesora de Literatura.

Este texto, que se entrega ahora a Los diablos azules como homenaje a la extraordinaria mujer y escritora que fue Almudena Grandes, parte de una comunicación presentada en el Grand Séminaire Almudena Grandes organizado por Irene Andrés Suárez en la Universidad de Neuchâtel en 2010, ocasión en la que los participantes, entre los que estaban Fernando Valls o Ángel Basanta, pudimos compartir unos días magníficos con Almudena. Con su carácter tan generoso, se mostró entusiasmada por mi intervención, que ahora quiero reproducir aquí de corazón como testimonio de mi pasión lectora por su obra, mi gran admiración por su escritura y su persona. 

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