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León Bloy o el ardor

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Javier Rioyo

El escritor León Bloy. / ACANTILADO

Leer a León Bloy es atreverse a seguir caminando cuesta arriba bajo la tempestad. Enfrentarnos a un camino que no nos lleva a ninguna parte bajo una tormenta de rayos que no cesan. Tenemos que desnudar nuestros prejuicios y soportar la imagen de nosotros mismos que nos queremos ocultar. No se sale indemne después de habernos atrevido a transitar por nuestra propia mierda y reconocer que tampoco ella huele bien. Después de leer a León Bloy no se pueden leer libros malos, cobardes, elusivos, bonitos y felices. Para mantener nuestra conciencia limpia, nuestra vida amable, nuestras esperanzas o nuestra buena fe, hay que apartarse de los escritos de un autor que parece el eslabón perdido de alguno de nuestros místicos. De uno que podría ser un monje apologético y herético. Este flagelador del esteticismo, este profético escritor que avanza entre la pasión y la tortura, no es lectura para aquellos que sean capaces de enfrentarse a lo feroz, lo descortés, el insulto o la blasfemia. Escribe contra las corrientes de lo correcto, contra las mentiras que nos permiten seguir engañándonos. Kafka decía que “su fuego se nutre del estercolero de nuestro tiempo”. De todos los tiempos. Todo ha ido siempre mal.

“El hombre alberga lugares en su pobre corazón que todavía no existen, y para que existan debe entrar en ellos el dolor”. Confieso que he tenido que conocer el dolor para atreverme a enfrentarme a sus libros. Mi fe, la ausencia de mi fe, no ha cambiado después de leer a Bloy —algo que le ocurrió a Maritain entre otros muchos— pero sí ha transformado mi manera de ser farsante, de sobrevivir a mis problemas. No soy mejor pero reconozco mis necesarias mentiras de superviviente.

No hay que buscar el infierno fuera. Hace tiempo que sabemos que somos nosotros. Tampoco hay que buscar al Diablo con cuernos, ni hermoso en su caída, ni atractivo en sus disfraces, en sus tentaciones. Decía Bloy que el satanismo, por poner un ejemplo, está en el tendero de ultramarinos. Estamos condenados a vivir sin noticias de Dios. No nos hace falta el Dios magnífico y omnipotente. Tampoco seguimos a ese que propone Bloy: “Señor que nada posee, que nada puede, que está inválido de todos sus miembros, que apesta, que se restriega por todos los estercoleros de Oriente o de Occidente y grita de angustia por toda la eternidad mientras espera el Carillón del Séptimo Día”. Porque buscaba ese sueño, esa utopía, esa leyenda rediviva de un imposible imaginario, aborrecía a los triunfantes y a los delicados. Casi todos le dieron la espalda, quisieron guardar silencio, le dejaron solo en un desierto que en Francia había comenzado quizá con Baudelaire y que entre nosotros ya estaba en Gracián, en Quevedo, en los místicos. Amigo de Verlaine, de Barbey D'Aurevilly, de Huysmans, enemigo de casi todos, peregrino del absoluto, pobre e irredento, salvaje flagelador de todo esteticismo, profético escritor que se movió entre la pasión y la tortura. Antes que Céline hizo el viaje al borde de la noche. Antes que Cioran se burló de los melifluos burgueses. Antes que Benjamin conoció las iluminaciones y se acercó a los precipicios.

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Maestro del humor negro admirado por Borges, que reconocía en su escritura uno de los “estilos más vívidos de la literatura”. Abominó de sus contemporáneos, de la ciencia, el progreso, la democracia, de Inglaterra, Alemania, Bélgica o los Estados Unidos. Antisemita aunque autor de un admirable libro: La salvación por los judíos. Católico, quiso ser monje benedictino y se mantuvo en la fe “como una lechuza devota en la puerta radiante de la Iglesia de Jesucristo”, creyente de una religion que ya no existía, fue un místico extemporáneo que pasó del anticlericalismo a una suerte de intolerancia de católico primitivo. Hijo de padre masón y descreído, y de madre devota de orígenes españoles, vivió entre la pobreza y la independencia, ejerció los peores y más humildes oficios, se unió a una prostituta que terminó en un manicomio encerrada por místicas locuras, casado con una protestante a la que convirtió, forjó una familia sin salir de la indigencia y manteniendo el cariño familiar. Flagelador de los suyos, implacable fustigador del Papa, de los católicos a los que consideraba imbéciles y cerdos por falta de heroísmo. Implacable contra los burgueses.

Este coleccionista de odios, maestro del idioma, grandioso, mordaz, irónico que vivió con la tristeza de no ser santo, se ve ahora rescatado en nuestras editoriales. Sus Diarios enAcantilado, Cuentos feroces en Cinca, La mujer pobre en Alfama. Siguen vivos Bloy y su ardor. El hombre que ruega “como un ladrón que pidiera limosna a la puerta de una granja que piensa incendiar”. Años después de que Borges venciera nuestra resistencia a leerlo porque en nuestra ignoracia lo considerábamos un católico que estaba lejos de nuestros cánones de pedantes cultos y progres, años después de que aparecieran en aquella imprescindible Biblioteca de Babel sus Cuentos descorteses, nos hemos encontrado con esa obra grandiosa —en palabras de Walter Benjamin— en la que descubre los abismos de los lugares comunes, en ese “fantástico y a la vez alarmante vocabulario del burgués, del mediocre que entretanto se ha convertido en vocabulario de la prensa y de los estadistas”, como definió Heinrich Böll a este libro que ya se nos hace imprescindible: Exégesis de los lugares comunes. Divertido y feroz, vituperio feraz de un maestro en el arte de los imbéciles, lamentables e idiotas que somos los humanos. Esos perezosos reproductores de lugares comunes. Un libro tan contemporáneo y tan atemporal, un libro sobre nosotros, pequeños burgueses siempre temerosos de que nos estalle la verdad en nuestras vidas. Un libro que también habla del fanatismo: “El laconismo, la concisión y, por consiguiente, cualquier forma de precisión es sospechosa de fanatismo, y las hogueras se encienden por sí mismas. Un sectario capaz de vociferar a grito pelado, un abogado chillón, un diputado locuaz e incluso un ventrílocuo, un titiritero actuando jamás serán fanáticos”. Dejen su amor propio, salgan de casa como si fueran asesinos y compren este libro que editó Acantilado. Después vuelvan y lean, traicionen al burgués que llevan dentro.

*Javier Rioyo es periodista, escritor y director de cine. Su último libro es 'La vida golfa: historia de las casas de lenocinio, holganza y malvivir' (Aguilar, 2003). Actualmente es el director del Instituto Cervantes de Lisboa. Javier Rioyo

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