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Aquí están los libros. Que pasen

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Los lectores sentimos una huella de pudor al hablar de los libros en público. Obligados a defender el valor y la utilidad social de la lectura, lo primero que sentimos es que nuestra relación con los libros supone en realidad un placer privado. Así que resulta inevitable sentir el resquemor íntimo de la impostura.

Pero se trata de un pudor que merece la pena vencer. Hay mucha gente que habla de forma repetida sobre la utilidad pública del deporte, o de una determinada opción política, o de la importancia de la buena alimentación, o de la conveniencia de protegerse de los rayos de sol, o de las propiedades del agua de mar. Está muy bien, cada cual tiene su afán, y yo estoy cada vez más convencido de la importancia y utilidad pública de ese placer privado que es la lectura.

Defender el libro implica considerar el hecho de la lectura como el eje y la raíz de las humanidades. Evitemos conflictos falsos. No tengo ninguna duda de que es un mentecato y un peligroso reaccionario quien desprecia la ciencia o la técnica. Los aportes científicos y los avances técnicos dignifican la vida humana, hacen habitable este mundo, siempre que sean destinados —claro está— a dignificar la vida humana y a hacer más habitable este mundo.

La historia del siglo XX nos ha demostrado con especial empeño que la razón práctica alberga su lado oscuro y que los avances científicos y técnicos pueden estar programados para aniquilar la vida, degradar el planeta y configurar una versión industrial del mal y de la muerte. Por eso me parece también decisivo tener muy en cuenta las humanidades dentro del saber democrático, la formación de una conciencia humana dispuesta a utilizar la ciencia y la técnica sin cortar las raíces de la dignidad. Recuerdo dos versos de Federico García Lorca pertenecientes al poema “La aurora” de Poeta en Nueva York: “la luz es sepultada por cadenas y ruidos / en impúdico reto de ciencia sin raíces”. En 1929, bajo la crisis de Wall Street, el poeta observó cómo un enjambre de monedas furiosas devoraba el corazón del futuro. La mercantilización descarnada del saber dejaba a la ciencia sin raíces, rompía el acuerdo por el que todo avance técnico o científico debía ir acompañado de un avance ético.

Edward Said, el admirable filólogo norteamericano de origen palestino, ha escrito mucho sobre la importancia que encierra la lectura, el suceder modesto de la lectura, como ejercicio de emancipación. En un libro titulado Humanismo y crítica democrática (Debate, 2008) defendió que la lectura supone una forma de emancipación no porque nos ayude a evadirnos, sino porque nos aleja del reduccionismo, el cinismo y la indiferencia. Pensemos el sentido radical que adquieren en el mundo de hoy estas palabras. Se utiliza a menudo el adjetivo radical para provocar temor sobre algunos comportamientos o palabras. Si ahora hay algo que merece el calificativo social de radical es la “normalidad” atosigante de una inercia creada por el reduccionismo, el cinismo y la indiferencia, tres amenazas profundas en el saber de una sociedad democrática.

Existen demasiados medios de control de las opiniones, generación de pensamientos dominantes y creación de realidades virtuales como para no temer el efecto manipulador que implica la homologación de las conciencias. Después del fracaso de las grandes utopías y del efecto reduccionista de los fundamentalismos, existen también muchas coartadas para caer en el cinismo del todo vale, nada importa, yo voy a lo mío, tú a lo tuyo y el último que cierre la puerta. El reduccionismo y el cinismo son caminos que conducen a la indiferencia. Nada tiene valor, nada tiene remedio, no soy responsable de nada. Es muy fácil dentro de esta lógica desentenderse del mundo.

Eward Said presenta la lectura como un modesto acto de emancipación ante estos peligros. Y es que el lector no mira como un ser pasivo, sino como una persona que entra en un espacio público, un espacio publicado, para vivir una experiencia colectiva desde su propia historia personal. El poeta catalán Joan Margarit suele matizar que los lectores no se parecen al espectador de un conciento, sino al músico que interpreta con su arte la partitura elaborada por un compositor. Al leer vivimos los sentimientos y las razones que un escritor ha puesto en sus palabras o en la ficción de un protagonista. Cuando sucede el hecho de la lectura, ocurre un proceso de convivencia: el amor, el miedo, la ilusión, la tristeza, la vida del otro, de los otros, pasan a formar parte de nuestra propia vida. Somos, pensamos y sentimos nuestro amor, nuestro miedo, nuestra ilusión o nuestra tristeza. ¿Quíen no ha odiado a Juanito Santa Cruz por portarse de tan mala manera con Fortunata? ¿Quién no ha sentido la fatalidad del destino al leer algunos poemas de Rubén Darío o de Federico García Lorca?

No se me ocurre mejor metáfora del contrato social democrático que la lectura. En un espacio público (el libro), que posibilita el diálogo entre conciencias, alguien (el lector) aprende de sí mismo cuando se pone en el lugar del otro (el autor). Confieso que con la escritura ocurre lo mismo. Un autor aprende mucho de sí mismo cuando se pone en el lugar de los lectores ideales con los que quiere establecer una conversación a través de los libros. La lectura, además, como la escritura, nos permite ponernos en el lugar del otro evitando dejar al otro sin lugar

Los libros son un lugar hospitalario, algo que los escritores preparan, igual que se prepara una casa o un país, para recibir a los que vienen de fuera. Escribir es cuidar y ser cuidado, elegir las palabras para darse a entender y para entenderse. Leer es un vivir mirándose a los ojos. Los buenos fotógrafos no sólo nos enseñan a mirar el mundo; consiguen que el mundo nos mire a los ojos. Eso es también lo que hacen, lo que nos hacen, algunos libros a lo largo de la vida.

Un buen lector no se convierte casi nunca en un sabiondo que confunde la cultura con la pedantería. Me atrevo a decirlo así, aunque en la república de los libros es una temeridad fijar pasaportes y licencias de usos correctos. Pero si merece la pena tomarse en serio la experiencia de los libros es porque en su mundo adquieren autoridad algunas de las perspectivas de los seres humanos que forman parte de las más respetables orillas de nuestra condición. Ya me he atrevido a destacar aquí algunas de esas orillas. Llamo ahora la atención sobre tres asuntos que me parecen de vital importancia en el mundo de hoy: la identidad, la idea del tiempo y la imaginación moral como factores decisivos en la educación sentimental de una convivencia democrática.

La globalización es el tiempo histórico que nos ha tocado vivir. Por lo que se refiere a la cultura, nuestra globalización está produciendo dos situaciones extremas en las sociedades: la identidad fuerte o la soledad del individuo desligado. La identidad fuerte se encarna en fundamentalismos que imponen por encima de la conciencia individual consignas o catecismos de carácter religioso, racial, nacional o político. Son corrientes dogmáticas que te exigen estar siempre al corriente. Evitan el tejido social flexible capaz de integrar y favorecer la convivencia, algo muy necesario en épocas de mezcla entre realidades diferentes. Las identidades fuertes se defienden del mundo abierto con un tiempo sin espera, imponiendo la pureza intolerante de un credo o un pasaporte.

Ante el peligro de las identidades fuertes considero que resulta muy arriesgado limitarse a negar las identidades. Ese es el otro extremo en el que cae la globalización: la soledad del lobo estepario, del individuo que no se siente ligado a nada, que no siente como suyo el problemas de la gente que pasa hambre en su propio país o el dolor de los que huyen de una guerra y no encuentran refugio ni salida en los espinos de una frontera. Los valores en abstracto no son nada, son palabras huecas que se lleva el viento. Palabras como libertad, compromiso, solidaridad o justicia no son nada sin un tejido que las sostenga, sin un sentido de pertenencia que haga vivir como mío el dolor ajeno. No hay libertad o justicia que no sean la libertad de un nosotros.

El conocimiento humanístico y la experiencia de la lectura, esa dinámica que nos hace aprender de nosotros mismos al ponernos en el lugar del otro, son decisivos a la hora de generar identidades flexibles, integradoras, dispuestas para comprender todo lo que se comparte, aquello que funda la legitimidad de los actos y las palabras. La historia viene, nos viene, de lejos. El concepto de ciudadano fue una conquista democrática que pretendía asegurar con una abstracción la igualdad de todas las personas ante la ley. Fue una conquista intelectual de identidades flexibles. La ciudadanía sirve para valorar los derechos universales de una identidad humana concreta, no para borrarla. Si pervertimos esta lógica, si de manera inflexible usamos el concepto de ciudadanía para generar desigualdades humanas, estaremos traicionando la legitimidad de nuestros valores. No se puede utilizar el concepto de ciudadano para negar un derecho humano, los derechos que merece un ser humano.

Nuestra historia viene de lejos. Esa conciencia de lo remoto es el tiempo de la literatura, de la narración, un tiempo con planteamientos, nudos y desenlaces. Se trata de un tiempo compartido que nos vincula a una identidad flexible gracias a la memoria y al conocimiento. El tiempo del consumo y el neoliberalismo fija una concepción muy distinta: el instante, el deseo saciado como imperativo, la mercantilización del usar y tirar.

Este tiempo de la prisa se une a las identidades fuertes porque el dogmatismo es la prisa de las ideas, la inercia de lo blanco o lo negro, de la falta de matices, del titular recortado y tajante a la hora de consumir la realidad, de reducirla a un pensamiento único. La mercantilización del tiempo es lo contrario del tiempo narrativo de la lectura que nos hace herederos de un saber y nos compromete con el futuro de nuestros herederos. Es ese tiempo que une las tres preguntas del famoso cuadro de Paul Gauguin: ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?

Conviene tomarse el hecho de la lectura con un poco de filosofía. Rousseau sostuvo en el Emilio que sólo la imaginación moral permite comprender el dolor ajeno. Es la misma idea que esgrime la pedagoga norteamericana Martha C. Nussbaum en sus libros Justicia poética (Bello Editor, 1998) y Sin fines de lucro. ¿Por qué la democracia necesita de las humanidades? (Katz, 2010). No duda en defender la importancia de la poesía en los planes de estudio y de vincular los desastres sociales de la ley del más fuerte con la pérdida de valor social sufrida por las humanidades.

Enseñar es formar. Ante el peligro de acabar utilizando a las personas como objetos de usar y tirar, parece necesario cultivar la imaginación moral suficiente como para ponerse en el lugar del otro, saber que los individuos tienen su propio interior y que merecen respeto en una historia compartida. Sólo la imaginación moral ayuda a entender el dolor ajeno, ayuda a sentir como nuestros los problemas del ser humano.

Un lector llamado Federico García Lorca

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Estas son algunas de las cuestiones que entran hoy en juego cuando defendemos el mundo de los libros. No hablamos de un simple entretenimiento, de una moda para quedar bien, de un ritual vacío de contenido. Se trata de afirmarnos en un saber indispensable para la conciencia democrática. Han llegado los libros. Pues que pasen.

*Luis García Montero es escritor. El 6 de junio publica 'Un lector llamado Federico García Lorca' (Taurus, 2016). Luis García MonteroUn lector llamado Federico García Lorca'

Los lectores sentimos una huella de pudor al hablar de los libros en público. Obligados a defender el valor y la utilidad social de la lectura, lo primero que sentimos es que nuestra relación con los libros supone en realidad un placer privado. Así que resulta inevitable sentir el resquemor íntimo de la impostura.

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