Un solar abandonadoMohamed El MorabetSitaraSalamanca2018Un solar abandonado
Es posible que Mohamed Chukri (1935-2003) haya encontrado un heredero literario. También se llama Mohamed, también es rifeño y habla y lee castellano con la fluidez con que lo hacía el autor de El pan a secas. Pero, además, y esta es la primera noticia que tengo que comunicarles, el posible heredero de Chukri escribe en la lengua de Cervantes. De hecho, Mohamed el Morabet, que tal es su nombre completo, tan solo escribe en esta lengua. Su primera novela, Un solar abandonado, es muy prometedora, y esta es la segunda noticia.
Existe en Marruecos una cierta tradición de hispanistas y de escritores de prosa y poesía en castellano a la que Luis García Montero hizo muy bien en atender en su calidad de director del Instituto Cervantes durante el viaje que efectuó a Casablanca con motivo del Salón Internacional del Libro (SIEL). Es uno de los más hermosos restos del período en que el norte del país magrebí fue Protectorado español, pero Mohamed El Morabet no se sitúa ahí.
El Morabet pertenece a un fenómeno nuevo: el de marroquíes emigrados a España –o hijos de emigrantes— que escriben con toda naturalidad en castellano o catalán. Ya hay varios: Najat el Hachmi, Sahida Hamido y Saïd El Kadaoui en Cataluña, El Morabet en Madrid. Que nuestras lenguas empiecen a ser usadas como instrumento literario por gentes originarias de otras culturas, como le ocurre desde hace tiempo al inglés (Joseph Conrad, Vladimir Nabokov...) y al francés (Milan Kundera, Tahar Ben Jelloun...), es un maravilloso signo de vitalidad.
Mohamed El Morabet nació en Alhucemas en 1983 y se instaló en Madrid en 2002. Aquí empezó a trabajar como traductor del amazigh —la lengua natal de los bereberes del Rif— al castellano. Lector compulsivo, El Morabet decidió en algún momento que quería ser escritor. Pero el amazigh cuenta con una secular tradición oral pero no literaria, de modo que el uso del castellano le pareció lo más normal. Pensó como Nabokov que aventurarse en los entresijos de una lengua no materna podía ser un buen instrumento para indagar sobre sí mismo.
Un solar abandonado, el primer fruto de ese experimento, entrelaza dos historias que a su vez, muy en el espíritu de Las mil y una noches, entrelazan otras historias. En una, Ismael Atta, el protagonista, trasunto del propio El Morabet, recibe en Madrid la noticia de la muerte de su querida abuela Ammas y emprende el siempre complicado viaje a Alhucemas con la esperanza de llegar al entierro. Sin necesidad de que ocurra nada extraordinario, esa odisea al territorio de la infancia es intensa y perturbadora. En la otra, Ismael Atta participa en un juego en casa de un músico de Rabat que consiste en que, estimulados por té moruno y pipas de kif, cada uno de los reunidos improvisa un cuento cual si fuera Sherezade.
La novela está muy bien escrita. El castellano de El Morabet es rico y complejo, y los ecos que en él se descubren de la lengua y el alma rifeñas resultan deliciosos. La novela recuerda, además, el modo de contar que tenía el gran Chukri: oralidad y escritura, narraciones dentro de las narraciones, prosa y poesía, bravuconería y ternura, tradición y herejía, la literatura como redención. Hasta mi añorado Juan Goytisolo hace una aparición en forma de “el último halaiqui”, el último cuentacuentos de Jemaa el Fna.
Ismael Atta jugaba de niño en un solar abandonado situado frente a la casa de su familia. Ahora allí están construyendo una mezquita y siente que ya no pertenece a ese lugar. En algún artículo o entrevista, El Morabet ha dicho que él tan solo plantaría en ese solar un cartel que dijera: “Por favor, colillas no”. El Morabet ha iniciado en Madrid con el castellano una relación amorosa que bien podría terminar formando un hogar. “Todo pasa y todo perece, solo la palabra sobrevive”, dice la letra de una canción bereber citada en su novela. _____
Javier Valenzuela es periodista, colaborador de Javier ValenzuelainfoLibre y escritor. Su último libro es Pólvora, tabaco y cuero (Huso, 2019).
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