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La no mentira

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La madurez literaria facilita que la capacidad creativa se convierta también en una meditación sobre el sentido de la escritura. Creo que este es el valor de Palos de ciego (Círculo de Tiza, 2017), la novela de David Torres, un deseo logrado de involucrar a su lector en el proceso de elaboración del libro que tiene entre las manos. El argumento reúne dos historias que en apariencia tienen poco que ver: por una parte, la noticia de que Stalin convocó un congreso de 300 folkloristas ciegos de Ucrania para ejecutarlos, molesto por el tono melancólico de sus canciones, poco adecuado para la alegría popular decretada por el realismo socialista; por otra, la evocación de un hermano mayor malogrado, nacido y muerto en un día de 1965 y en una clínica que al cabo de los años se hizo famosa por haber sido un centro de robo de niños, esa costumbre de las élites religiosas y económicas permitida por la impunidad franquista. Lo que empezó con la Guerra Civil como un castigo a las madres rojas, poco acreditadas para dar buena educación a sus descendientes, acabó con los años en un negocio de monjas y ginecólogos, que satisfacían la demanda de padres ricos dispuestos a comprar el hijo que no podían tener.

 

La virtud de la novela de David Torres es que de esta unión de las dos historias sale una tercera, el proceso de escritura de Palos de ciego, un libro que en su origen iba a llamarse Borrón y que se fragua a lo largo de más de 20 años entre dudas, investigaciones, apuestas creativas y ejercicios de memoria. El drama de los lirniki y banduristas ucranianos, descubierto en unas memorias polémicas de Shostakóvich, sólo pudo encarnarse en la literatura de David Torres cuando coincidió en su intimidad con la historia de la muerte de un hermano al que no llegó a conocer y del que heredó su nombre. La intimidad se conforma así en un ámbito que une al mismo tiempo la herida sincera y la impostura, las manipulaciones de la memoria y la historia real, las vidas personales y las experiencia colectivas.

Palos de ciego emociona no sólo por lo bien narradas que están las historias, sino por el protagonismo exigente que adquiere la ética de la escritura. La responsabilidad moral que un autor como David Torres reconoce en su literatura es un motivo de celebración para los lectores que no quieren participar en el carnaval de frivolidades, mentiras, equidistancias y maquillajes políticamente correctos que invade nuestra espuma cultural. Palos de ciego es una buen libro para los interesados en pensar qué es lo que pone en juego un autor con sus ficciones.

“La memoria no es fiable”, nos dice el libro. También nos cuenta que los sueños se envilecen y llegan a pervertirse de la manera más cruel. Pero ocurre que nuestra identidad depende de la memoria y de los sueños, por lo que la simple renuncia supone una salida en falso. Aunque el agua esté infectada, no se puede vivir sin beber. Somos una ficción inseparable de la realidad, una imaginación nacida de los hechos, y eso nos responsabiliza. La vida puede resultar caótica, pero el arte de contar historias necesita un final, una conclusión, algo que dé sentido a los principios y a los finales. Un buen escritor es alguien que nos emociona cuando descubrimos que las lágrimas de Miguel Strogoff han vencido a la ceguera y al castigo de una espada ardiente. Pero esa emoción pone en juego imaginaciones de la realidad de las que un autor es el primer responsable.

David Torres nos cuenta su sentido de la responsabilidad al acercarse a los crímenes de Stalin y al envilecimiento de uno de los sueños más hermosos del siglo XX. No se pueden negar los crímenes del dictador, pero tampoco se puede asumir el relato de sus enemigos a la hora de santificar una libertad falsa y llena a su vez de crímenes. No se puede comparar la crueldad de Stalin con la de Hitler si la conclusión buscada es identificar la defensa de una raza superior al deseo de igualdad entre todos los seres humanos. Del mismo modo, no se pueden olvidar los crímenes del franquismo, ni la xenofobia de Churchill. Un autor es responsable de su conciencia cuando la historia se resuelve en una simplificación interesada de buenos y malos o de recuerdos y olvidos. Mirar la realidad es un compromiso, aunque nos obligue dar palos de ciego entre leyendas, hechos crueles y hermosas posibilidades que no llegaron a existir. La verdad es un concepto tremendo, nos dice David Torres, al que no puede responderse con certezas únicas, sino con la propia honestidad. Un hermano muerto y un congreso no realizado son menos literarios que una hermandad descubierta al cabo de 50 años o una matanza de ciegos tan incapacitados para leer una consigna como para ver los fusiles de sus verdugos. Pero se trata de escribir desde ahí, desde la no mentira, en el deseo de no confundir la ficción con una trampa que oculte la historia real. La buena literatura es la que reconoce que “la impotencia no puede disfrazarse”. Por eso la capacidad creativa se convierte en un ejercicio de meditación sobre el sentido de la escritura.

El arte tiene sentido, las sinfonías de Shostakóvich tienen un sentido. El primer responsable es el autor, desde luego; pero el arte, la literatura, existen porque un receptor habita las obras y colabora en la creación de sentido. Confieso que las huellas biográficas de David Torres en la costa granadina han servido de puente para que habite con emoción su libro, porque yo también he viajado mucho en los expresos a Granada, he pasado mañanas de infancia en el puerto de Motril y en un paraíso de arena, hoy desaparecido, que llamábamos la playa de Las azucenas, y conozco los peñones y el mar de Almuñécar como la palma de mi mano. Aunque, claro, se trata de puentes biográficos, y no me olvido que los escenarios cambian y todos los lectores han tenido una infancia y un lugar en el que encarnar sus nostalgias. A partir de ahí empieza el reto: lo importante es enfrentarse al envilecimiento de los sueños y la fragilidad de la vida con la voluntad de una escritura que no disfrace la impotencia. Eso es lo que hace posible las tres historias en Palos de ciego, un libro inteligente, conmovedor y recomendable.

*Luis García Montero es escritor y profesor de Literatura. Su último libro, Luis García MonteroA puerta cerrada (Visor, 2017). 

La madurez literaria facilita que la capacidad creativa se convierta también en una meditación sobre el sentido de la escritura. Creo que este es el valor de Palos de ciego (Círculo de Tiza, 2017), la novela de David Torres, un deseo logrado de involucrar a su lector en el proceso de elaboración del libro que tiene entre las manos. El argumento reúne dos historias que en apariencia tienen poco que ver: por una parte, la noticia de que Stalin convocó un congreso de 300 folkloristas ciegos de Ucrania para ejecutarlos, molesto por el tono melancólico de sus canciones, poco adecuado para la alegría popular decretada por el realismo socialista; por otra, la evocación de un hermano mayor malogrado, nacido y muerto en un día de 1965 y en una clínica que al cabo de los años se hizo famosa por haber sido un centro de robo de niños, esa costumbre de las élites religiosas y económicas permitida por la impunidad franquista. Lo que empezó con la Guerra Civil como un castigo a las madres rojas, poco acreditadas para dar buena educación a sus descendientes, acabó con los años en un negocio de monjas y ginecólogos, que satisfacían la demanda de padres ricos dispuestos a comprar el hijo que no podían tener.

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