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Noche y día

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(Comienza Benjamín Prado)Benjamín Prado

El 19 de marzo del año 2016 el sol salió en donde debía y se ocultó allí donde estaba previsto que lo hiciese, exactamente igual que había sucedido desde que el mundo es mundo cada amanecer y cada tarde sobre la Tierra. Y ahí se quedó, inmóvil, estancado, fijo como la mirada de un depredador sobre su presa, dejando medio planeta bajo la luz y otro medio a oscuras. Los calendarios se detuvieron, los relojes ya no tenían nada que medir, el parte meteorológico desapareció de los programas de televisión, nadie volvió a abrir las puertas de sus armarios porque en los lugares en los que vivían después del invierno no vino la primavera ni el verano tuvo fin. La mayor parte de las cosechas se perdieron. Muchas fábricas de ropa, instalación de calefacciones o aires acondicionados y otros muchos productos de temporada se vieron obligadas a cerrar. Algunas ciudades se llenaron de personas que disfrutaban de un verano eterno y en otras la nieve se acumulaba en las plazas y las cunetas de las carreteras. El agua empezó a escasear en unos sitios mientras en otros se desbordaban los ríos. Los viajes a las zonas cálidas se encarecieron hasta transformarse en un lujo sólo al alcance de los más afortunados y pronto hubo que establecer fronteras, desplegar ejércitos, levantar vallas y muros hechos de alambre de espino que contuviesen a los que intentaban pasar al otro lado. No tuvo que transcurrir demasiado tiempo para que los mapas se partiesen en dos, sin más matices, en una mitad habitaban los poderosos, que eran el diez por ciento de la población, y en la otra todos los demás. La guerra era inevitable.

El hombre del que vamos a hablar en este relato se alegró de que aquel Día del Padre la suerte estuviera de su lado por una vez y al producirse el cataclismo a él le tocara quedar para siempre en la mitad en sombras. Mientras contemplaba aquel cielo sumido en unas tinieblas sin regreso, volvió a acariciar la foto que llevaba en su cartera y se preguntó quiénes serían las tres personas de aquel retrato.

(Continúa Elvira Sastre)Elvira Sastre

Con sigilo, se acercó a un coche de color negro que estaba aparcado en una calle estrecha. Camuflado en la oscuridad de la ciudad, apenas era visible. Abrió la puerta trasera y se metió en el coche sin soltar la foto de la mano. De pronto, de la parte delantera del coche, que se encontraba totalmente sumida en tinieblas, surgió una voz grave:

–Francesc Flors, 53 años, director de la agencia de viajes Viaje al estrellato. Es el tipo del peluquín, las ojeras encharcadas y la sonrisa falsa. La Resistencia de las Sombras le acusa de haber incrementado el precio de los viajes en territorio sombrío en un 200%, de haberse enriquecido hasta el hastío con el aumento y de haberse prestado a chantajes por parte del Gobierno del Sol. El 20 de noviembre de 2017, con el alambre de espino impuesto en la frontera por mandato del Gobierno del Sol y la consecuente prohibición por ley de cruzar al otro lado, de acuerdo con nuestras investigaciones Flors realizó un viaje con todo su equipo de ida y vuelta a Las Sombras en jet privado en el que regresó con ingentes cantidades de agua robada. Nos consta que desde diciembre de 2017, Flors, nombrado ahora director de la empresa Agua Bendita por el Gobierno del Sol, se encuentra comercializando esta agua por el doble de su valor real. La resolución de La Resistencia de las Sombras es: muerte de justicia.

Tras aquella sentencia, la voz hizo una pausa antes de continuar, dejando que la palabra "justicia" rebotara en las puertas y ventanas y se quedara, por un instante, llenando el aire frío de aquel coche negro.

—Ricardo Santo, 66 años, vicepresidente del Gobierno del Sol y director financiero del Saltimbanqui, banco principal de El Sol. Es el tipo de en medio, el calvo con mirada airada y sonrisa incómoda —por primera vez, la voz se giró hacia nuestro hombre y su tono solemne, por un instante, se quebró—. No sabes la suerte que tienes de ser la persona que se encargue de hacer justicia con estos hijos de puta —la voz se recompuso, volvió a mirar al frente y continuó su exposición—. La Resistencia de Las Sombras le acusa de haberse enriquecido con los ahorros de los habitantes de Las Sombras engañándoles con falsos presupuestos y compras de acciones falsas, prometiéndoles jubilaciones de mentira en El Sol y escondiendo en cuentas ocultas todo el dinero robado. Actualmente, se encuentra en El Sol disfrutando de viajes paradisíacos, estancias en hoteles de lujo y salidas en clubs nocturnos excesivamente caros. La resolución de la Resistencia de las Sombras es: muerte de justicia.

La voz carraspeó ligeramente antes de continuar con la tercera y última persona que aparecía en la foto.

—Tita Cabrerá, 67 años, presidenta de Lucero, compañía que gestiona la luz desde el 20 de marzo de 2016, y co-fundadora del Partido del Sol. La Resistencia de Las Sombras la acusa de haber incrementado los costes de luz y gas en un 150% y, por consecuente, de haber cortado la luz a más del 80% de los hogares de Las Sombras por imposibilidad de pago, habiendo dejado bajo condiciones mínimas de supervivencia a la mayoría de la población. Además, La Resistencia de las Sombras tiene pruebas de que el partido político al que pertenece salió elegido de manera ilegal, amañando votos, falseando el programa y chantajeando a la población más pobre para conseguir su apoyo. La resolución de la Resistencia de las Sombras es: muerte de justicia.

El futuro encargado de ajusticiar a las tres personas de la foto se recompuso en el asiento trasero. Sabía que no iba a ser tarea fácil, pero sentía dentro el ardor del heroísmo. Tenían que hacerlo: por justicia, para demostrarle al Gobierno del Sol que no hay espacio en el mundo para los ladrones ni los estafadores. Tenían que devolver a Las Sombras la luz —y la vida— que les habían robado.

(Sigue Luisgé Martín)Luisgé Martín

Mató primero a Tita Cabrerá porque le habían educado en la vieja escuela, en la de los sicarios caballerosos, y le repugnaba tener que ocuparse de mujeres. Cuando se dedicaba a ello por dinero nunca había aceptado un encargo así, pero ahora sabía que no podía negarse. Trató de pensar que Cabrerá no era una mujer, sino una alimaña. Entró en su casa por la azotea del edificio, cerró las persianas de la casa, pinzó la corriente eléctrica para que el crimen, en las tinieblas, fuera más simbólico, y cuando ella llegó, acompañada de un gigoló semidesnudo que la manoseaba, disparó sobre sus ojos. En contra de lo que imaginaba, no sintió remordimiento, sino una satisfacción extravagante que se parecía mucho a la excitación sexual. Al gigoló le perdonó la vida a cambio de una felación.

Francesc Flors era un paranoico y tenía un sistema de vigilancia complejo: una red digital de tecnología robótica y un equipo de veinte personas —mercenarios profesionales— rodeando su casa desde los cuatro puntos cardinales. El hombre, embozado en las sombras, tuvo que dedicar seis semanas a atravesar todas esas barreras. Interfirió en las redes de los satélites, excavó pasadizos subterráneos —acostumbrado como estaba a la oscuridad— y envenenó con dardos microscópicos a los guardias de la última línea de vigilancia. Cuando llegó frente a Flors, lo encontró en una piscina grande que había en el sótano de la mansión, nadando desnudo con tres mujeres ciegas que no supieron qué estaba ocurriendo durante la refriga. Él entró a la piscina por la escalerilla de mármol sin quitarse el traje y avanzó caminando hacia Flors mientras éste gritaba pidiendo ayuda a los guardias. Cuando el hombre llegó hasta él y le sujetó por el cuello, Flors le ofreció una fortuna si le perdonaba la vida. El hombre tuvo un instante de vacilación, pero enseguida empujó hacia abajo la cabeza de Flors y la mantuvo hundida hasta que se ahogó. Luego salió de la casa. Las mujeres ciegas nadaban en la piscina sin rumbo, gritando aterradas.

Llegar hasta Ricardo Santo le resultó aún más difícil. Los asesinatos de Tita Cabrerá y de Francesc Flors habían despertado el pánico terrorista y las medidas de seguridad se habían redoblado alrededor de todos los hombres poderosos. El ejecutor de la Resistencia estudió los movimientos de Santo al milímetro, sobornó a algunos de sus hombres y trató de llegar hasta él de mil maneras, pero ninguna fue eficaz. Al cabo de ocho meses, mientras la división del mundo se hacía más sombría, el ejecutor concibió un plan inverosímil para matar a su última víctima. Le había rondado en los clubs nocturnos a los que acudía casi diariamente, pero la red de vigilancia que había a su alrededor era tan tupida que resultaba imposible cruzarla. Santo nunca atravesaba espacios peligrosos, nunca se quedaba a solas. Nunca salvo de madrugada, cuando se encerraba con alguna de las prostitutas exuberantes en la suite de un hotel, antes de regesar a su casa. El ejecutor comprendió que la única posibilidad de tenerle a su alcance era convertirse en una de esas prostitutas.

Buscó al mejor cirujano y se hizo una operación de cambio de sexo. Era un hombre todavía joven y siempre había tenido rasgos delicados, de modo que pudo convertirse en una mujer de belleza sensual como las que solía contratar Ricardo Santo para sus noches de amor. Luego le fue siguiendo de club en club y no tardó mucho en conseguir que se fijara en ella. Santo la invitó a una copa de champán en el reservado, custodiado aún por los guardaespaldas, y cuando hubo afilado la lujuria, la llevó a la suite del hotel y se quedó a solas con ella.

Entonces ocurrió el prodigio. Ella, el antiguo ejecutor, se dejó desnudar, se tumbó en la cama junto al criminal —el vicepresidente del Gobierno del Sol, el director financiero de Saltimbanqui, el hombre que había robado los ahorros de los pobres para poder pagar sus lujos miserables— y sintió, al ser acariciada por sus manos envejecidas, secas, una ternura desolada.

(Cierra Almudena Grandes)Almudena Grandes

El sexo fue trabajoso.

— Eres una mujer muy... —rara, iba a decir, pero se corrigió a tiempo— especial.

— Tranquilo, no pasa nada.

Santo no había logrado mantener la vigorosa erección que abultaba sus pantalones cuando salieron juntos del club nocturno, como si su impecable Hugo Boss hecho a medida fuera, más que una demostración, un verdadero mecanismo de poder. Cuando le dio la espalda para buscar una pastilla azul en el cajón de la mesilla, su amante volvió a experimentar una ternura insólita, porque logró mirarle con ojos de hombre y de mujer al mismo tiempo. En ese momento podría haberle estrangulado con facilidad, o matarle de un golpe seco, certero, con el pesado cenicero de mármol que reposaba en la mesilla que estaba a su lado, pero no lo hizo. Sentía demasiada curiosidad. Estaba muy excitada.

El género del adjetivo era el correcto porque su excitación no tenía que ver con el cuerpo pesado, blando, de su compañero de cama. Era su propio cuerpo el que la excitaba, la suavidad lujosa de la piel, el temblor rotundo de los pechos redondos, perfectos, la brevedad de la cintura, la elástica tersura de los muslos reflejados hasta el infinito en los espejos que recubrían el techo y las paredes de la suite. Aquella mujer íntima y desconocida ejercía una despiadada seducción sobre su memoria de un cuerpo distinto, provocando una sensación caliente, perturbadora, ajena desde luego al rollo de carne mantecosa que abultó el cogote de Santo cuando se inclinó hacia delante para buscar la dichosa pastillita. La debutante en la que estaba a punto de convertirse no había elegido bien al hombre que pondría fin a su virginidad. No era la primera ni sería la última, pero al recordar al hermoso gigoló de Tita Cabrerá con irremediable nostalgia, comprendió que nada en este mundo está tan sobrevalorado como ese incomparable fruto de la inexperiencia al que llamamos primer amor.

El sexo fue trabajoso, aunque no desagradable. Santo manejó con mucha delicadeza su cuerpo perfectamente sólido y fue casi tierno a la manera ruda, ejecutiva, de quienes están acostumbrados a imponer su voluntad sobre los demás. Su amante se dio por satisfecha con eso. No había alcanzado el orgasmo pero había sido capaz de intuirlo, de adivinar la magnitud desconocida, oceánica, de una plenitud física que desbordaba su experiencia masculina del placer. He hecho un buen negocio, se dijo mientras su amante volvía a darle la espalda para quedarse dormido casi al instante. Un buen negocio, repitió, mientras se cubría con un edredón de seda color burdeos, equidistantemente lujoso y hortera. Un buen negocio.

Entonces se fijó en sus manos, grandes pero bonitas, hasta delicadas. Sus dedos largos, elegantes, desembocaban en unas uñas de gel recién esculpidas y sutilmente esmaltadas en un rosa nacarado. Manos de puta de lujo o de señora rica, de esas que nunca friegan, ni cocinan, ni se hacen la cama. Y así, quizás porque su aventura había empezado un Día del Padre, le asaltó la imagen de las manos de su madre, los dedos siempre fríos, la piel siempre áspera, las uñas siempre rotas de limpiar las casas de los ricos, casas donde vivían mujeres con manos tan perfectas como las que sujetaban aquel edredón de color burdeos.

Su madre había sido una mujer buena. Una mujer fuerte, trabajadora, cariñosa, que cada noche volvía a casa con algo para él, para su hermana, unos caramelos, un bolígrafo, un tupperware auténtico, de marca registrada, con las sobras del pastel o del asado que hubiera servido aquel día a sus patrones. Nunca se lo comía ella. Siempre lo llevaba a casa. Y aunque estaba destrozada de cansancio, se sentaba con ellos en el sofá y les cantaba, les acariciaba hasta que se quedaban dormidos en sus brazos.

— Aquella mujer era mi madre —resumió en un susurro—, y tú, aparte de impotente, un hijo de la gran puta...

Lo demás fue muy fácil. Ricardo Santo murió en su cama. La acompañante de su última noche le asfixió, oprimiendo un cojín sobre su rostro mientras dormía, antes de darse a la fuga. La policía, en alerta máxima, nunca logró dar con ella.

Dos meses más tarde, una mujer joven y guapa, con un tipazo, contactó con la Resistencia de las Sombras para ofrecerse a trabajar en la clandestinidad. No le hicieron mucho caso, porque sus dirigentes estaban demasiado ocupados, elaborando y difundiendo la leyenda de El Ejecutor, el mítico héroe que viajó hacia El Sol para exterminar a los tiranos y nunca regresó. Cuando se dignaron por fin a recibirla, la aceptaron a regañadientes.

— No las tengo yo todas conmigo respecto a tu experiencia pero, bueno, todo será que no te venga la regla en medio de una misión... —el encargado de su reclutamiento empezó a desgranar las condiciones, le advirtió que no podía quedarse embarazada por lo menos en tres años, y no entendió por qué aquel pedazo de tía fruncía el ceño al escuchar las cantidades que la organización pagaba en concepto de dietas.

— No me parece justo. Eso es mucho menos de lo que cobran los hombres.

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— Pero ¿qué dices? —¡qué polvo te echaba, maja!—. Te digo yo que no.

En ese instante empezó a sospechar que convertirse en mujer, aun orgásmica, tal vez no hubiera sido tan buen negocio.

(Comienza Benjamín Prado)Benjamín Prado

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