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Nona Fernández y la colmena literaria

Entre los poemas del chileno Óscar Hahn hay uno especialmente sobrecogedor: nos habla de un ahogado pensativo que desciende por un río —el Mapocho, que cruza Santiago de Chile—, y está fechado en septiembre de 1973. “Esta es la hora en que los grandes símbolos / huyen despavoridos: mira el agua”, nos dice Hahn, “caudaloso de cuerpos pasa el río / almas amoratadas hasta el hueso / vituperadas hasta el desperdicio / hay otro muerto más flotando aquí...”. En sus versos se concentra la inmensidad del dolor que convoca ese río cubierto de cadáveres después del golpe militar, y de la misma manera, el título de la novela Mapocho (Editorial Minúscula) de Nona Fernández (Chile, 1971) no puede dejar de estremecernos, incluso antes de su lectura. Más allá de la perdurabilidad de los símbolos que de Heráclito a Borges nombran el río del tiempo y su sabor a muerte, el río Mapocho es una herida histórica que fluye sin término.

Las páginas de Fernández se abren con un epígrafe de un libro fundacional, La amortajada, de la también chilena María Luisa Bombal —junto a Edgar Lee Masters y su Antología de Spoon River, un sustrato reconocido del Pedro Páramo de Rulfo—, que nos muestra el flujo de los pensamientos de una mujer muerta que yace en su ataúd, desde donde puede ver, sentir y recordar. A partir de esa clave explícita de lectura comienza la novela, donde la Rucia nos cuenta que “sobre el oleaje del Mapocho, mi ataúd navega”, y esas señales previas nos alumbran el panorama en el que nos sumergimos.

El reto que se impone la autora es alto al construir su texto sobre esas propuestas previas, sobre todo porque pronto vemos que su protagonista busca a su hermano, el Indio, y se nos va sugiriendo una relación incestuosa que de nuevo remite a Rulfo y su Comala, ese cementerio de ánimas en pena donde hay una pareja de hermanos que quiere refundar la vida, aunque es cierto que la clave de Fernández es distinta a la de Bombal y Rulfo, y a su lenguaje depurado le opone imágenes feístas y escatológicas —en sus dos sentidos: de ultratumba y de sentina— que insisten en la suciedad y la degradación.

La Rucia va recordando su pasado y también a su madre, cuyas cenizas lleva en un ánfora, y a su padre, Fausto, profesor de liceo y contador de historias. Particularmente, contador de una historia, que se convierte además en leitmotiv de toda la novela y se nos presenta desde el comienzo: un hombre y una mujer sueñan con un dios que los hace nacer desde un recipiente o huevo que rompe para entregarlos a la vida, mientras les dice que juntos van a vivir y morir, y a renacer y morir de nuevo, “y nunca dejarán de nacer, porque la muerte es mentira”. Está bien traído aquí ese relato como negación de la muerte, pero para el lector llega otro déjà vu, porque esa es una historia que Eduardo Galeano incluye en su Memoria del fuego, libro que busca afirmar la memoria latinoamericana desde la recuperación y elaboración de sus tradiciones y leyendas. El texto de Nona Fernández es paráfrasis y a veces cita literal de Galeano y una de sus prosas más conocidas, “La creación”; por ejemplo, Montserrat Roig le dedica un artículo en El País en 1984, donde cita el libro del uruguayo, y Gioconda Belli en su novela La mujer habitada (1992) cita igualmente ese pasaje en el epígrafe inicial y, al contrario que Nona Fernández (cuyo libro es de 2002), nombra al autor, la obra a la que pertenece y su condición de mito de los indios makiritare.

Por supuesto, esa apropiación es un mecanismo legítimo aunque resulta desconcertante, dado que tiene un carácter estructural y se reitera una decena de veces en la novela. En cualquier caso su pleno dominio de la palabra y la hábil construcción de una ciudad neblinosa y fantasmal de muertos que pululan en medio de la desolación premia sobradamente su lectura. La acción discurre en un mundo fantasmagórico donde se atisban los referentes de Santiago de Chile y donde hay personajes que se buscan o se sueñan, intentando resolver enigmas sin respuesta. Como en una pesadilla recurrente, los sucesos ocurren una y otra vez con nuevas formas, no se sabe dónde está la verdad, pero sí el dolor. Y en mitad de ese tiempo detenido y las variaciones sobre un tema único, presenciamos diversas fugas hacia el pasado, menciones de otras historias que también rondan ese río, como la del conquistador Pedro de Valdivia, fundando la ciudad, o decapitado por los mapuche, bajo el mando del fiero Lautaro. Y en algún momento llegamos a uno de los núcleos seminales de la novela, el lugar de donde emanan muchas de sus imágenes: un incendio provocado por los militares en una cancha convertida en prisión.

A pesar de la crudeza de los acontecimientos que se narran desde una mirada indirecta, la rabia no se proyecta como tragedia. Las visiones se entregan a una elaboración feísta de difícil factura en ese contexto luctuoso, y lo grotesco impera en un lenguaje que es el del día a día: “ahí, en ese pasillo oscuro y lleno de puertas cerradas, justo en el corazón de un barrio lleno de quemados y suicidas, al borde de un río podrido en mierda, detrás del poto de una virgen blanca que se hace la lesa y solo mira lo que le conviene”. En medio de esas imágenes, pensamientos y diálogos sentimos un toque de queda, un arresto, milicos, un accidente, y de nuevo ese incendio, y ese consuelo: la muerte es mentira. Y sentimos además la presencia de otros muertos, vivos, que vienen de un fluir de siglos, y una violencia que se repite como un eco, y ahí está igualmente, después de muchas décadas, el coronel Ibáñez del Campo, esperpentizado con su escoba por sable y seducido por una casa de maricuecas en una escena delirante que se puede sentir como un homenaje a la irreverencia iconoclasta de Pedro Lemebel: “¿Le gusta cómo lo limpian sus maricones, papito? El coronel se dejaba bañar tranquilo, como una niña obediente”. El cuestionamiento alcanza a Bernardo O’Higgins, emancipador huérfano de una patria huérfana. Todo son visiones y ecos de ecos, “la mentira tiene alas y vuela como un buitre, ronda sobre la carroña y se alimenta de los que no saben, los que no ven o no quieren ver”. El río de muertos sigue desfilando, y algunos tienen la tripa abierta para que no floten. La pesadilla no cesa en ese infierno o cementerio de puertas cerradas cuyas criaturas se buscan incansablemente.

La escritura de Nona Fernández es irónica y seductora, y desde lo sórdido y grotesco se mueve hacia lo surrealizante en un crescendo que atrapa al lector. Mapocho fue su primera novela, y ella en el epílogo nos habla de su escritura a partir de una fotografía de septiembre de 1973 con tres cadáveres junto al río, y del intento de romper el hechizo o maleficio de la Historia a través de ese libro. Nos habla además de algunos de sus referentes, como Jim Jarmusch y Kusturica, o Lemebel y Droguett. Añade que “supongo que está Rulfo” y no nombra a Galeano ni tampoco al Bolaño de Nocturno de Chile, novela que el autor quiso titular “Tormenta de mierda”: el título de este epílogo, “hechizo de mierda”, puede sentirse sin embargo como un homenaje o guiño a ese libro.

Resulta un acierto la reedición de esta novela de Fernández, comienzo de una valiosa andadura en la que ha de destacarse La dimensión desconocida, novela escrita también contra el silencio y el olvido, que regresa sobre los crímenes de la dictadura y que mereció el Premio Sor Juana Inés de la Cruz en 2017. Todo eso, más allá de su relación controvertida con sus referentes literarios. Hace ahora un siglo, T. S. Eliot incluía en The Sacred Wood un ensayo donde afirmaba que los poetas inmaduros imitan, mientras que los poetas maduros roban, para convertir lo que han hallado en algo nuevo. Repetía así algo que varios siglos antes afirmara Petrarca con una certera imagen: que las abejas no merecerían fama si no convirtieran lo hallado en en algo mejor o distinto. Sobre esa ardua situación del escritor frente a la tradición hablan además algunos versos de otro poeta chileno, Gonzalo Rojas: “Mucha lectura envejece la imaginación del ojo, suelta todas las abejas pero mata el zumbido de lo invisible...”.

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Selena Millares es escritora. Su último libro publicado es La isla del fin del mundo (Barataria).

Entre los poemas del chileno Óscar Hahn hay uno especialmente sobrecogedor: nos habla de un ahogado pensativo que desciende por un río —el Mapocho, que cruza Santiago de Chile—, y está fechado en septiembre de 1973. “Esta es la hora en que los grandes símbolos / huyen despavoridos: mira el agua”, nos dice Hahn, “caudaloso de cuerpos pasa el río / almas amoratadas hasta el hueso / vituperadas hasta el desperdicio / hay otro muerto más flotando aquí...”. En sus versos se concentra la inmensidad del dolor que convoca ese río cubierto de cadáveres después del golpe militar, y de la misma manera, el título de la novela Mapocho (Editorial Minúscula) de Nona Fernández (Chile, 1971) no puede dejar de estremecernos, incluso antes de su lectura. Más allá de la perdurabilidad de los símbolos que de Heráclito a Borges nombran el río del tiempo y su sabor a muerte, el río Mapocho es una herida histórica que fluye sin término.

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