El pulso narrativo es un valor literario que no sólo sirve para mantener el suspense, el interés del lector. Se trata, además, de poner en juego una idea del tiempo que rompa la dinámica del usar y tirar. Las prisas de la sociedad de consumo han impuesto la apetencia de lo inmediato, una energía que tiende a deshacerse en sí misma, olvidando cualquier herencia o cualquier inquietud por el porvenir. El concepto narrativo del tiempo va a la contra del usar y tira, establece una dimensión en la que resulta imposible aislar el presente. Por eso cualquier novela que tenga como protagonista la memoria acaba convirtiéndose en una meditación sobre la propia literatura.
Ese fue el caso de la última novela del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, La forma de las ruinas (Alfaguara, 2015), en la que la voz narrativa acaba confundiendo las obsesiones del escritor con las de un personaje invadido por el deseo maniático de descubrir las verdades de la historia política y criminal de su país. Es también el caso de la primera novela del escritor peruano Juan Manuel Robles, Nuevos juguetes de la Guerra Fría (Seix Barral, 2016), una excelente novela.
Iván Morante, el protagonista, es un limeño obligado a convivir con los recuerdos. La memoria es la principal respuesta para fijar una identidad más allá de lo efímero y el desarraigo. Nacido en Perú, pasa su infancia en La Paz, estudia en una escuela de la embajada de Cuba en Bolivia y acaba trabajando en un restaurante de Nueva York. Esa biografía le permite evocar sus experiencias de joven pionero comunista como tema de conversación entre sus amigos, casi el recuerdo curioso y viviente de un mundo desaparecido.
Se trata de una memoria elástica. Pero es que ninguna memoria puede ser de otra manera. Ni siquiera puede uno fiarse de los testimonios más convincentes. Eso, por ejemplo, lo aprende Iván en una escena significativa, cuando pregunta por qué el padre no está en las fotografías de su primer cumpleaños. La madre le aclara esa ausencia: “Tu abuelo tomó las fotos. Al final de la reunión, se dio cuenta de que el rollo estaba mal puesto. Habíamos posado un montón de veces, por gusto. Era tu primer cumpleaños”. Los invitados volvieron a juntarse al día siguiente y el abuelo volvió a hacer fotos para que no se perdiera la memoria. El problema fue que el padre tenía trabajo. El recuerdo es un terreno minado con trampas de relojería sentimental. La narración vuelve a repetírnoslo más tarde a cuenta de la Estatua de la Libertad. Muchos inmigrantes, que habían llegado a Nueva York después de un viaje difícil, muertos de hambre, recordaban la visión de La Estatua al acercarse a la ciudad. El asunto es que muchos de esos inmigrantes seguramente no vieron la Estatua o no se fijaron con interés en ella. Más que un inicio la visión simbólica era una consecuencia: “Sólo después, con los años, los que salieron adelante y pudieron hacer realidad sus sueños, los que tenían una historia que contar, narraban su viaje de llegada. Y entonces, al contarla, aparecía la estatua mágica”. Los símbolos cobran sentido dentro de una narración, algo que adquiere peso tanto en las evocaciones privadas como en los grandes sistemas de propaganda.
La memoria es una operación creativa, una ficción, un ejercicio que se identifica con la dimensión temporal de la literatura. Y la conciencia de ese mecanismo es lo que le permite a Juan Manuel Robles la elaboración de un mundo particular en torno a su personaje. El pulso narrativo se sostiene a través de una variedad de estrategias que van desde la novela de espías a la crónica, desde la indagación intelectual al thriller político.
La opción de no tomar partido por ninguno de los bandos evocados es imprescindible para la construcción de ese mundo sentimental centrado en Ivan Morante. Sólo la negación de la violencia -ya sea en las ejecuciones, el terrorismo o los tiroteos callejeros- queda como valor en una historia de Guerra Fría y fusión que cruza de Latinoamérica a Estados Unidos y de los viejos sueños revolucionarios, vencidos y asaltados por sus propias contradicciones, a las realidades difíciles del capitalismo. Sobre todas esas tensiones se levantan la indagación personal, la figura de un padre o una hermana, las horas de colegio, el juego de los recuerdos y los olvidos, de la conciencia y la inconciencia; y se levanta con la misma lógica que sirve para tejer una novela.
La pregunta entonces parece pertinente: ¿son gratuitos, mera insignificancia histórica, los ejercicios de memoria? Nuria, otro de los personajes importantes, nos sugiere la respuesta: “No es sólo que los recuerdos no sean fieles. Es que no está en su naturaleza ser fieles. El recuerdo es una idea del pasado que te ayuda a predecir el futuro en el presente, para sobrevivir”. Las decisiones que uno toma sobre su memoria tienen que ver con la fundación del presente que se quiere habitar. Las inseguridades de Ivan Morante, un personaje que quiere entenderse con su propia identidad y con sus afectos, sostienen el pulso narrativo y la complicidad del lector con mucha más eficacia que los sermones sobre el pasado, los ajustes de cuentas, las tomas de partido o las equidistancias. Morante es un individuo que no puede identificarse con las grandes construcciones de la memoria que procuran los mecanismos de propaganda política o de la difusión ideológica indirecta. Más que afectado por el miedo, parece guiado por su propia perplejidad. El haber estado ahí sin responsabilidad ninguna, el sentir los afectos familiares como parte de su propia identidad, le llevan a convertirse a sí mismo en una sorpresa o en una evocación más que en el protagonista de un ajuste de cuentas.
Y, sobre todo, le llevan a entender la mezquindad de un tiempo que busca el instante único, la dinámica de los días de usar y el tirar. El instinto melancólico de la literatura le devuelve al tiempo su dimensión narrativa. El interés de la novela actual por la historia reciente va más allá de una respuesta contra las leyes del silencio o de un compromiso con asuntos particulares como la Guerra Civil española, los asesinatos políticos en Colombia, las desapariciones en Argentina o la lucha revolucionaria y contrarrevolucionaria en Latinoamérica. Se trata también de negarse a la mercantilización del tiempo para devolverle su dimensión humana, su valor literario. El érase una vez cuestiona el imperio de las urgencias.
El pulso narrativo es un valor literario que no sólo sirve para mantener el suspense, el interés del lector. Se trata, además, de poner en juego una idea del tiempo que rompa la dinámica del usar y tirar. Las prisas de la sociedad de consumo han impuesto la apetencia de lo inmediato, una energía que tiende a deshacerse en sí misma, olvidando cualquier herencia o cualquier inquietud por el porvenir. El concepto narrativo del tiempo va a la contra del usar y tira, establece una dimensión en la que resulta imposible aislar el presente. Por eso cualquier novela que tenga como protagonista la memoria acaba convirtiéndose en una meditación sobre la propia literatura.