Los ojos vendados de la desmemoria

Alfons Cervera

Conjuro contra el olvido (trilogía)

Marbel Sandoval Ordóñez

Punto de vista Editores

Madrid

2021

Una de las cosas más dolorosas del desaparecido es que delega en los seres queridos la decisión de matarlo. Tienes que decidir que vas a dejar de esperar.

Juan Diego Botto

Muchos de los libros mejores llegan de sitios que no conocemos. Suelen estar en los rincones más apartados de las librerías, en el caso de que consigan llegar a las librerías y no se pierdan en medio de la nada. "Es que la vida no es fácil, señora, me dice Rosa, y para nosotros menos". Es lo que le dice Rosa a su patrona en esa larga conversación que dura mientras dura Las Brisas, la tercera parte de la trilogía Conjuro contra el olvido, de la escritora colombiana Marbel Sandoval Ordóñez. Un libro que conmueve sin recurrir a esas blanduras literarias que tanto se estilan hoy día. Y si la vida no es fácil para alguna gente, como dice Rosa, lo mismo sucede con los libros. Con según qué libros, claro. Porque otros tienen la suerte de nadar en la abundancia promocional, de llenar escaparates, de no tener que buscarse ninguna suerte porque la han tenido de cara desde el mismo instante en que el departamento comercial de la gran editorial les puso la faja de que si usted no ha leído esta obra maestra es que es más tonto que Abundio.

Tienen los libros excelentes una vida azarosa. Por eso han de circular en las recomendaciones de los amigos, en el hallazgo de un título que desconocías y lo compras sin ninguna recomendación porque la lectura de verdad es como saltar en la cuerda floja bajo la cual sólo hay abismo. Tengo aquí este libro porque Erich Hackl me dijo que igual me gustaba porque desde hace mucho tiempo escribo mucho sobre libros de mujeres. Para mí, lo que dice Erich Hackl es palabra dediostealabamoseñor como se decía en las misas de mi infancia y seguramente también en las de ahora. Hay cosas que no cambian, aunque acaben convertidas con el tiempo en el mismo sonsonete que tenía la tabla de multiplicar en las escuelas del franquismo. Escribo mucho sobre sus libros porque a pesar de que algunos listillos quieran convertir en moda la "escritura de mujeres" siguen siendo las grandes olvidadas del canon. El patriarcado no es tonto. Miren, si no, ese trío calaveras que acaba de ganar el Planeta para escarnio de esas mujeres que hasta han llegado a escribir los libros que firmaban impunemente sus maridos. O que se pusieron nombre de hombre para llegar a ocupar un espacio en lo suyo, fuera lo que fuera lo suyo: también en la literatura.

Son tres libros en uno. Pero cuando lees la primera línea: "El cuerpo de Paulina Lazcarro nunca fue encontrado", sabes ya que te vas a encontrar con una historia que, aunque dividida en tres partes, acabará siendo como una única historia. En algún momento pensé, al leer esa primera línea, en un excelente libro que leí hace tiempo: Chicas muertas, de la escritora argentina Selva Almada. La primera parte de Conjuro contra el olvido, titulada En el brazo del río, fue publicada en 2006 y posteriormente en 2018. Las voces que se alternan de Paulina y Sierva María, un diálogo que se descubre como ese espacio vacío que sólo se llena con la muerte. Pero es ahí, en la muerte "desaparecida" de Paulina donde indagará la amiga porque "por las noches, tan pronto cerraba los ojos y me quedaba dormida, veía a Paulina que me llamaba, extendía los brazos hacia mí, con los ojos vendados, como el sábado en que jugábamos a la gallina ciega en la parroquia del padre Eduardo, y así se quedaba porque yo no podía llegar hasta ella…". Los ojos vendados. Esa imagen que tan bien conocemos en los subterráneos de la detención y la tortura. La ceguera que precede a la definitiva de la muerte con la risa del monstruo rebotando en las paredes del miedo.

Una mujer desaparecida que revive en la conversación cruzada con la amiga que se niega a la resignación. Lo que se busca en los despojos de la muerte es la vida. ¿Para qué si no la búsqueda, la indagación incansable, esa extraña seguridad de que al final aparecerá Paulina, no en el fondo del río con el resto de su grupo revolucionario, sino en la memoria insobornable de Sierva María: "Paulina me llama desde el fondo del río, no creo que sea un llamado desde la muerte, creo que es una súplica para que no la olvide, para que mi memoria sea su memoria, para que el olvido no la sepulte a ella para siempre. Me llama y yo la escucho". Cómo me recuerdan esas palabras las que dejó escritas Julia Conesa antes de su asesinato (¿por qué lo seguimos llamando fusilamiento?), con doce de sus jóvenes compañeras antifascistas, en agosto de 1939: "Que mi nombre no se borre de la historia". La historia se repite en tantos sitios: de la victoria fascista en la España de 1939 a la colombiana Vuelta Acuña en los años 80 del pasado siglo. La memoria es lo que junta las luchas por la dignidad machacada, nunca el olvido.

Hablaba de cómo la búsqueda se convierte en un deber de memoria, como apuntaba Primo Levi. Es lo que hace la mujer protagonista del segundo título: Joaquina Centeno. Otro desaparecido, como en el capítulo anterior lo fue Paulina. Ahora será Joel, el hijo de Joaquina. Quienes lo "desaparecieron" son como fantasmas sin rostro, alejados del retrato público porque los sicarios de la oficialidad no tienen cuerpo, sólo alma de asesinos. Treinta años sin abandonar la búsqueda del hijo. Cruzando testimonios, detalles de antes que se le aparecen en sueños como si Joel siguiera en las fiestas con los amigos, como joven que era, con la alegría que concede la adolescencia, con la seguridad de que la muerte es algo tan lejano que la hace inexistente. Treinta años de búsqueda. Con el convencimiento de que "después de tantos años, ya no deben quedar sino los huesos, pero querría recibirlos para poder despedirse". Vuelvo al cruce de sitios y de tiempos. Otra vez Colombia y España en ese cruce de memorias devastadas. Poder vivir el duelo que nunca fue posible con las personas desaparecidas. Los huesos que no son sólo huesos, como canta Pedro Guerra: "En el calcio del hueso hay una historia".

Hay en este capítulo del libro otra circunstancia que lo convierte si cabe en más imprescindible: el colectivo de mujeres que buscan, que no se cansan de estrujar el más mínimo pedazo de tierra, que se hablan unas a otras y sus nombres van surgiendo de ese pozo oscuro que son las desapariciones: Síncopa, Gloria, tía Marina, la misma Joaquina Centeno: "lo que ha sobrevivido es el deseo de encontrar los cuerpos, de poder decirles adiós, de llevarlos a un lugar y dejarlos reposar, un sitio donde poner una flor, saber dónde está su Joel del que ni siquiera sabe cómo fue que murió". La esperanza no puede con todo. Es difícil mantener la entereza todo el rato. Algún día habrá que cerrar la compuerta de la memoria para no caer en los remolinos del dolor insoportable. Hasta cuándo las fuerzas durarán en la espera. Es cuando surge la posibilidad de olvidar para que ese dolor se acabe. Pero no pasa eso con las mujeres de Joaquina Centeno. Para nada. No se cansan. Los versos de Rosario Castellanos: "Ah, sería preferible morir. Pero yo sé que para mí no hay / muerte./ Porque el dolor -¿y qué otra cosa soy más que dolor?- / me ha hecho eterna". Treinta años de no caer en el desánimo. El hijo estará en alguna parte. Y, si no, siempre lo hallará presente en el recuerdo. Treinta años, nada menos: "Años en los que ella vigilará, mientras tenga ánimos para hacerlo, que no se estanquen para que no llegue el silencio, porque si se hace el silencio Joel estará irremediablemente olvidado para siempre". De nuevo, aquí, las palabras de Julita Conesa a su madre cuando iba a ser asesinada por su joven militancia en las Juventudes Socialistas Unificadas. Si olvidamos los nombres de las víctimas, es como si no hubieran existido. Eso es lo que quieren algunos en todas partes. Eso es lo que quieren aquí quienes siguen emborrachándose con las esencias del franquismo.

El tercer y último capítulo se titula Las Brisas y nos habla de la memoria familiar de Rosa, la mujer que trabaja en la casa de una señora a la que apenas ve. A ella le cuenta Rosa su historia. Y la dueña de la casa interviene a ratos, para contarnos lo que piensa a quienes desde la lectura asistimos a la conversación, una conversación que es más monólogo en la voz de Rosa que diálogo entre las dos mujeres. Pero será precisamente esa alternancia de voces la que dota al relato de una escritura perfecta. Otra vez el tiempo y los sitios que se cruzan, como en los relatos anteriores. La casa donde cose y plancha Rosa, que no es muy grande, y la hacienda llamada Las Brisas, donde transcurren las vidas y las muertes de su extensa familia. Los hombres en la vida de Elvira, la madre, la violencia de sus muertes, la diáspora que ha diezmado la familia y dejó casi sola a Rosa con las vidas y las muertes de su familia. Más con las muertes que con las vidas. Seguramente de ahí las voces que vienen del pasado, que son como el eco de otras voces, que abarcan el tiempo que duran los recuerdos: como suele pasar en las escrituras magníficas de los libros protagonizados por los muertos, desde Pedro Páramo a Bajo el volcán o El americano impasible. Por eso en el entierro de Florián, que llegó para ocupar en Las Brisas el sitio de su hermano Fernando: "Vienen otros muertos a su memoria". A la memoria de Rosa, que habla en un diálogo cruzado con la señora de la casa.

Aquí la búsqueda de lo desaparecido transcurre en la conciencia de una narradora que habla mientras plancha la ropa o la cose, bajo la mirada y a ratos la palabra de una mujer que se convierte, como una poderosa presencia al fondo del relato, en el soporte de Rosa cuando la voz de Rosa duda o se aquieta. Y hay más voces, o sus ecos, como antes les decía que suele ser habitual en los libros que hablan de los muertos. Habla Florián cuando llega a Las Brisas justo el día en que han matado a su hermano Fernando. Y nos cuenta de dónde viene, de los motivos de su larga ausencia, de cómo "no era a morir que venía. De eso está seguro". Lo desaparecido en este relato final es una forma de vida, de muchas vidas en que la violencia y el amor se cruzan de nuevo en tiempos y sitios diferentes y a la vez casi los mismos. La pasión amorosa que llena las ausencias en la vida de la madre. Menos el último amante, que se aleja como un vulgar ladrón y es cuando suenan los boleros de Lila Downs y Toña la Negra. Igual estaría bien escuchar las canciones de esas dos grandes mujeres para acompañar la lectura de Las Brisas.

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"Es que la vida no es fácil, señora, me dice Rosa, y para nosotros menos": así empezaba este recorrido por las páginas de un libro que son tres libros juntos, aunque en su primera publicación anduvieran separados. Un libro que, como las palabras de Rosa que han hecho más grandes las dimensiones de la casa donde arregla la ropa de la señora, también hace más grande, yo diría que urgente, la necesidad de hacer memoria, de no car en los derroteros siempre interesados y tramposos de la desmemoria. Lean Conjuro contra el olvido, los tres libros en uno de Marbel Sandoval Ordóñez. Les hará bien, aunque sientan durante la lectura esa miaja de dolor que suele acompañar a la memoria que no miente. Seguro que les hará bien. Seguro.

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Alfons Cervera es escritor. Su último libro es Algo personal (Piel de Zapa, 2021).

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