Su única enemiga era la muerte. La doblegó durante 94 años, hasta el último día del pasado mes de febrero, cuando ya no pudo someterla más al olvido. Enamorado de la vida hasta las trancas y apasionado por bebérsela sorbo a sorbo, el húngaro-mexicano Pál Kepenyes Kovács ha dejado, para nuestra pena, la casa-estudio suya en Cumbres de Llano Largo, con vistas a la bahía de Acapulco y, sin abdicación alguna, se nos ha marchado a la inmortalidad. Fue al amanecer. También amanecía recién llegado a una eternidad bien poblada por sus ilustres compatriotas Franz Liszt y Béla Bartók, Sándor Márai, Magda Szabó e Imre Kertész, los poetas József Attila, Sándor Petöfi y Miklos Radnotti o los fotógrafos Sándor Gyenes y Friedmann Endre Ernö, más conocido por Robert Capa, por citar sólo un puñado. Seguro que ya se hicieron las oportunas presentaciones, pues la cortesía obliga en tan excepcional parnaso. Pal Kepenyes les habrá dicho que nació el 8 de diciembre de 1926 en Kondoros, a menos de doscientos kilómetros al sureste de Budapest, en el corazón de la puszta, que ellos bien conocían, la llanura en la gran planicie que los magiares llaman Alfold. Y luego, con detalle y deleite se habrá explayado en sus pasiones del vivir, en cómo hubo de dejar Hungría para llegar desde Bilbao a México, y seguro que también se habrá detenido en algún que otro entrañable secreto. Y en su arte y destino.
Conociéndole como le conocí, seguro estoy de que no se ha privado de contar a sus compatriotas que se fue ganando la vida a fuerza de gratificantes soledades desde que se dio cuenta del don de sus manos, que temprano se hicieron grandes, huesudas, dueñas en su vuelo del tacto, sabias en el dominio del troquel y en el poder de ahormar cualquier materia. Y que fue alumno del Gimnasium Peter Vajda y lector precoz de la novela Beau geste de Percival Christophe Wren, del Eugenio Onegrin de Pushkin, de Tolstoi, de Ivan Turguénev, de Nikolái Gógol… Orgulloso de sí mismo, Pál Kepenyes habrá confiado a tan ilustre galería de inmortales que en 1933 dibujó un príncipe de Transilvania, que mereció la felicitación de su padre y que, por ello, acarició las nubes más altas. E incluso les habrá dicho que, vestido de veinteañero soñador, en 1942 puso rumbo a Budapest para estudiar en la Escuela de Diseño Industrial, donde aprendió orfebrería, el arte del retrato e hizo sus primeras figuras de cera. Ese año preparatorio facilitó su entrada en la Real Escuela de Dibujo de Hungría (Magyar Királyi Mintarajztanoda), de la céntrica avenida Andrassy. En ella enseñaba Desiderio Erdey, su primer maestro, gran teórico y quien le introdujo en la escultura libre; además de Beni Ferenczy —discípulo de Aristide Maillol y Auguste Rodin—, de cuyo magisterio Kepenyes siempre se consideró deudor y que, unido a la influencia del escultor nacido en la capital húngara Tibor Vilt, autor de esculturas técnicas, serían esenciales para que Pál lograse estatuir los fundamentos de la singular concepción de su arte en bronce. Europa, despojada de fascistas y nazis, por entonces aprendía a construir la paz después de la Segunda Guerra Mundial.
Pero los soviéticos ocuparon Hungría y se instauró el régimen comunista de Mátyás Rákosi, secretario general del PC húngaro. Kepenyes no olvidará que fue acusado de anticomunista, detenido el 10 de marzo de 1950 por la policía secreta Államvédelmi Hatóság (AVH) o Autoridad de Protección del Estado y, como ha precisado el escritor Patrick Stin, condenado a diez años por conjuración contra la seguridad del Estado. Le delató injustamente una muchacha con la que había tenido amores. Estuvo durante dos años infernales en el antiguo convento Maria Nostra, transformado en cárcel, en total aislamiento y en la más absoluta oscuridad para evitar que el recluso viera el cielo; le daban pan muy aguado y con él se entretenía haciendo caballitos de miniatura que al final se comía entre hambre y miserias. Después lo trasladaron a las minas de carbón al norte del país.
Sin duda alguna Pál habrá dicho a sus coterráneos inmortales, no sin gozo, que bajo control policial salió en 1955 con su compañero Andrés Laurimiez cuando, tras la muerte de Stalin, Nikita Kruschov atenuó las condenas de los presos políticos de los países satélites. El 23 de octubre de 1956 no dudó en participar activamente, arma en mano, en la revolución popular, obrera y estudiantil, que acabó el 4 de noviembre con Budapest ocupado por el ejército rojo soviético, el golpe de Estado de János Kadar y la detención, deportación en Rumanía y posterior ejecución de Imre Nagy, primer ministro húngaro, con quien él, Pál, tuvo especial trato. El 8 de noviembre, con una condena a muerte por contumacia a sus espaldas, en compañía de su hermano György y una joven revolucionaria, sobrina del alcalde de Viena, logró cruzar clandestinamente la frontera austro-húngara por el puente de madera de Andau, paso de multitud de exiliados descrito por James A. Michener, con quien coincidió en las calles sublevadas. Se vio de pronto en Viena y, poco después, merced a la mediación del embajador francés en la capital austriaca, en un tren lleno de refugiados húngaros llegaba a su idolatrado París. Despuntaba el mes de diciembre de 1956.
Obtuvo una beca como estudiante de la École de Beaux-Arts, 14 rue Bonaparte, y se alojó en la Cité internationale universitaire, donde conoció a una muchacha mexicana que le hablaba de su país. Le deslumbraba la efervescencia artística e intelectual parisina, que festejaba (encuentros con Beauvoir y Lanzmann, con Signoret y Montand, con el anciano Picasso mientras esculpía en madera Las bañistas, dicen las crónicas); fue contratante de figurantes para la película Christine, interpretada por Romy Schneider y Alain Delon, y aún tenía tiempo para seguir tallando y malvendiendo figuritas, dijes, collares algún anillo… Su particular manera de moldear el latón y el bronce, la singularísima artesanía y las peculiares estatuillas en movimiento fueron moldeando la voz personal de su creatividad. Y la buena ventura no se hizo esperar. Una rica viuda de Lieja le encargó varias esculturas bien pagadas, que le permitieron recorrer mundo a su antojo. En 1958, pudo conseguir de los franceses el asilo político y un pasaporte de apátrida que le prohibía su regreso a Hungría. Se hizo novio de una bella pelirroja francesa de nombre Nicole con quien visitó Roma, viajó imantado por las ruinas a Grecia y Egipto... Pero necesitaba el mar y ver las pirámides de Teotihuacán. Recordó que la compañera de la cité universitaria dijo que le aguardaría en México. En Bilbao supo de la inminente salida de un barco a México. En la Semana Santa de 1959 llegó a Veracruz y de allí puso rumbo a la capital azteca.
Kepenyes no habrá olvidado confiar a sus compañeros de eternidad algunos secretos íntimos. Que en el Bazar Sábado de San Ángel comenzaba su período artístico mexicano vendiendo miniaturas y un surtido de alhajas. Que después, atraído por la fama social y auge turístico de Acapulco al comenzar los sesenta, resolvió establecerse allí. Y, sobre todo, que el 13 de octubre de 1973 tropezó en la Zona Rosa de Ciudad de México con una bellísima mujer de exquisitez y talento, que le hizo sentar la cabeza, Luz María Dehesa Orozco, familiarmente Lumi para todos, compañera inseparable suya desde entonces, brújula nunca desatenta. Y que en el cerro más alto, desde donde se adivina la Laguna de Coyuca en lontananza, se inventaron una casa-taller, hospitalaria siempre a las brisas y a gente amiga, el mejor nido para esculpir la creación.
Cuantos fuimos afortunados por la afable amistad de Pál, hoy hemos vuelto a los retratos y a desempolvar en la memoria los tiempos que cada cual tuvimos con él. Lo hemos visto en imágenes de insolente juventud, apuesto y bello, con elegancia una pizca estrafalaria, coqueto e ingenioso, provocando el pasmo de enamoradas y hasta de algunas damas entradas en años de cierta alcurnia.
Mucho poso de aquel joven conservó el escultor que cada mañana bajaba a bañarse en el mar frente a la isla de la Roqueta, tan cernudiana, antes de entregarse como fiel amante a su íntimo universo. Recordamos su imperecedero espíritu de juventud alegre, flaco y esbelto, con chambergo negro y bastón, levemente rendido hacia adelante por la edad. Y su obsesivo culto al cuerpo para dar inacabable vuelo salubre a la existencia. Y aquella mirada suya de un azul desmesurado y penetrante, retadora bajo pobladas cejas; o su guedeja de suave seda entre rubia y blanca. Y su muy personal desaliño indumentario, rémora quizás de un desdén hacia convencionalismos sociales o excusa para dejarse mimar. Y su sonrisa pícara, imantada por el gesto cómplice de los traviesos… Era Pál persona de encanto, simpatía y animoso talante, o todo lo contrario, hasta maldiciente, si acaso su enfado lo requiriese; ameno conversador con quien merecía su atención o extremadamente parco por descontento o disgusto. Y sus manos, siempre sus manos, que, mientras hablaba, en sus giros eran caricia y tacto, como si fuera también un orfebre del aire. Era un trabajador empedernido en su oficio, dotado de extraordinario genio creador, seducido hasta lo indecible por su arte y por vivirlo.
Aun considerando la precedencia de los objetos móviles abstractos o estructuras colgantes de Alexandre Calder, e incluso los trabajos de su maestro Tibor Vilt, Pál Kepenyes los superará ampliamente yendo más lejos, hasta conferir un dinamismo nuevo a la escultura o a la pieza de artesanía, mediante rupturas y enganches que posibilitan múltiples movimientos sabiamente estudiados y controlados y, por consiguiente, la aparición de nuevos volúmenes. Como en un mecano con engastes. En definitiva, consiguiendo la recreación misma del objeto esculpido. La singularidad del proceso de creación de Kepenyes se fundamenta en la invención, alejada de la mímesis radical, y en la búsqueda de una inédita concreción poético-artística. La creación es superada por la recreación a la que contribuye la propia obra de arte. Los vuelos del "mundo roto" kepenyesiano comenzaban durante una especie de hermenéutica previa a la ejecución material de la escultura, o del objeto, o del artefacto artístico, independientemente de su tamaño, que iba coherentemente concibiéndose en una perfecta comunión entre el hacedor y lo creado. Una interpretación verbal mediante la escritura y pictórica bosquejada o plenamente dibujada.
Los cuadernos de Pál Kepenyes tienen, en su desorden, un valor artístico incalculable. En ellos proyectaba y anotaba con minucia cada movimiento posible de la obra esculpida y quebrada, describía lo que su dinamismo podría sugerir, sus giros y caídas, sus bloqueos y engastes, hasta esculpir en la memoria todas y cada una de las factibles posturas de su alma escondida. Si la variada orfebrería de Pál Kepenyes acoge colgantes, gargantillas, sortijas y pulseras, entre otros originales adornos, la heterogeneidad e ingeniosidad de sus grabados son producto de su buril excepcional. La obra mayor, sus estatuas y efigies, reproducen con dispar tamaño un amplio repertorio de objetos, a menudo no exentos de simbolismo (cajas, soles con piedras engastadas, corazas, vasijas cilíndricas…) y una fauna digna de estudio (la recurrente serie de caballos que recuerdan la panonia húngara, gallos, leones, algún toro, pájaros…), además de figuras de gran sensualidad e icónico erotismo (desnudos de la mujer, de la pareja), u otras no menos específicamente kepenysianas que en su abstracción y movimiento parecen ser la construcción de una idea sagazmente esculpida, o de varias a la vez. Lo demás consistía en transmitir la obra pensada y concebida al bronce con la ayuda del fiel Amadeo y darle la pátina que mejor convenía a la escultura, la del bronce viejo o la muy habitual de cardenillo, azul turquesa, a modo de herrumbre venida de la profundidad de los océanos.
Más todavía. Si Pál Kepenyes entiende que lo imperativo para el artista plástico es crear inventando y recrear la abstracción, la singularidad de su producción escultórica se acrecienta por cuanto facilita que el espectador, más allá de la mera contemplación y ensueño, participe, copartícipe en la labor creativa de la obra al poder modelar a voluntad y con sus propias manos la formas del objeto esculpido por el autor.
Hoy, mientras acaba el invierno y es todo tristura, he compartido recuerdos con las obras suyas que honran mi casa. Nos conocimos afortunadamente en Budapest en noviembre de 2011 con motivo de su exposición Heridas profundas y otra de la ceramista húngara Eva Bertok en la Galería VAM, que tuve el gran honor de alentar desde mi dirección del Instituto Cervantes en Hungría. Meses antes le habían condecorado con la Signum Laudis de la Academia de Arte Moderno de Roma. Supe de su reconocimiento, escaso para cuanto merecía, y de sus muestras antológicas, entre otras, en el Dovan Museum de Montreal, Museum of Modern Art de Washington, en la Southampton East Gallery de Nueva York, en la Galerie Alexis Mistini de París, en Ciudad de México… Luego fuimos tejiendo la urdimbre de los afectos.
Ver másUn brindis por el impulso
En su casa fui huésped venturoso varias veces. En la última, recuerdo que justo a la salida de Acapulco camino del aeropuerto y a la altura de su monumental grupo escultórico Pueblo del sol (emparentado con la obra La familia de Monterrey), sobre cuya rehabilitación y cromatismo habíamos trabajado durante mi estancia, tuve el mal presentimiento de que no nos volveríamos a ver. Quise acompañarle el 23 de octubre pasado en la Embajada de Hungría en México con motivo de la entrega del premio Kossuth, que le otorgaron como reconocimiento nacional a sus ilustres compatriotas, pero la peste asesina de nuestro tiempo lo impidió. Su mujer dijo que tres días antes no había alcanzado a leer Mitomorfosis, el último libro sobre su obra, pero que tuvo entre sus manos y que le hizo brotar una sonrisa. Durante la misa de córpore insepulto, trasmitida desde su casa-taller, pudimos despedirnos en la distancia del viejo Pál Kepenyes. Le imaginé entre los inmortales húngaros al tiempo que advertí cómo sus estatuas y sus mil objetos se duelen huérfanos en el cerro más alto de Acapulco… Hasta les cinceló las lágrimas y la pena en sus almas escondidas. Sit tibi terra levis.
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Javier Pérez Bazo es catedrático de Literatura Española en la Universidad de Toulouse – Jean Jaurès.
Su única enemiga era la muerte. La doblegó durante 94 años, hasta el último día del pasado mes de febrero, cuando ya no pudo someterla más al olvido. Enamorado de la vida hasta las trancas y apasionado por bebérsela sorbo a sorbo, el húngaro-mexicano Pál Kepenyes Kovács ha dejado, para nuestra pena, la casa-estudio suya en Cumbres de Llano Largo, con vistas a la bahía de Acapulco y, sin abdicación alguna, se nos ha marchado a la inmortalidad. Fue al amanecer. También amanecía recién llegado a una eternidad bien poblada por sus ilustres compatriotas Franz Liszt y Béla Bartók, Sándor Márai, Magda Szabó e Imre Kertész, los poetas József Attila, Sándor Petöfi y Miklos Radnotti o los fotógrafos Sándor Gyenes y Friedmann Endre Ernö, más conocido por Robert Capa, por citar sólo un puñado. Seguro que ya se hicieron las oportunas presentaciones, pues la cortesía obliga en tan excepcional parnaso. Pal Kepenyes les habrá dicho que nació el 8 de diciembre de 1926 en Kondoros, a menos de doscientos kilómetros al sureste de Budapest, en el corazón de la puszta, que ellos bien conocían, la llanura en la gran planicie que los magiares llaman Alfold. Y luego, con detalle y deleite se habrá explayado en sus pasiones del vivir, en cómo hubo de dejar Hungría para llegar desde Bilbao a México, y seguro que también se habrá detenido en algún que otro entrañable secreto. Y en su arte y destino.