Los libros

Quemados vivos

Un incendio invisible, de Sara Mesa.

Carlos Serrato

Un incendio invisibleSara MesaBarcelonaAnagrama2017Un incendio invisible

 

La segunda novela de la escritora sevillana Sara Mesa, Un incendio invisible, que ahora, acertadamente, reedita Anagrama, ya mereció  el Premio Málaga en el año 2011. Entonces su publicación corrió a cargo de la Fundación José Manuel Lara y Sara Mesa era una interesante promesa que venía de publicar un poemario, dos –excelentes— libros de relatos de escasa difusión y la sorprendente novela El trepanador de cerebros (Tropo Editores, 2011). En su primera salida a las librerías, Un incendio invisible no tuvo demasiados lectores, según confiesa la autora en la nota que abre la nueva edición de Anagrama, revisada y corregida desde una concepción estilística más madura y exigente, pero con esa misma voz narradora que mantiene su salvaje inocencia y parece seña de identidad en la literatura de Sara Mesa. Ahora la escritora dejó de ser promesa, ya es una fascinante realidad literaria y Un incendio invisible se desvela como el primer fruto auténticamente maduro de su mundo narrativo. Esta obra que supera las expediciones de exploración de los libros anteriores y pone la primera piedra de un edificio en construcción, que ya anuncia su solidez ante el paso del tiempo y los vaivenes de las modas estéticas, merecía un rescate y la atención de lectores que no se conforman con cualquier cosa.

Un incendio invisible (porque consume por dentro) está destruyendo la vida en Vado, una ciudad antaño símbolo de las virtudes del capitalismo, que ahora se desmorona sin remedio. Los seres que la habitan están, sin saber por qué, quemándose vivos. El paisaje distópico de la ciudad que se derrumba no es más que otro reflejo, esta vez de la decadencia de sus gentes, incapaces de sentir algo que no sea abandono, rabia o rencor, pero también incapaces de actuar, paralizados por la acumulación de cenizas que les llena los cuerpos como sacos de escombros. Algunos huyen y otros se quedan, ninguno sabe por qué lo hace. Quizá la niña-niño Miguel o la enfermera Ariché, que cuidan a los desamparados, tienen una misión clara, aunque parecen entregarse a ella (al perro Tifón, a los viejos enloquecidos de la residencia New Life) sin otro motivo que una inclinación natural a no dejar que el sufrimiento de los demás deje de importarles.

En medio de una ciudad en lento apocalipsis, llega el doctor Tejada a hacerse cargo de los ancianos abandonados a su suerte en el antaño lujoso asilo New Life. "Un gran hombre con una gran misión" que tropieza con un ex-enfermero borracho, una vieja loca por el dolor, un profeta del fin de los tiempos, un investigador social conspiranoico y una mujer sin nombre, pero con apellido y kimono, que se deja morir en medio del tedio, porque ya no puede vivir ni siquiera del pasado. Nada importa al gran hombre, salvo la inocencia de la niña-niño y la pureza de la enfermera Ariché, precisamente otros dos espejos que reflejan la culpa que arrastra por dentro y que solo ante ellas se deja intuir.

El doctor Tejada, en otro tiempo, si no un gran hombre, tal vez sí tuvo otro reflejo más armónico donde reconocerse; quizá una vez hubo un espejo pulido, limpio y hermoso en su vida: en su maleta llevaba un ejemplar de Harmonium de Wallace Stevens, el más geométricamente perfecto de los poetas del siglo XX; pero los versos de Stevens se fueron con la maleta robada el primer día de su llegada a Vado y con ellos toda posibilidad de escapar del desastre.

De los aciertos más sorprendentes de Un incendio invisible, y tiene muchos, me gustaría destacar, otra vez, esa mirada que se esconde tras la voz que cuenta el relato. Una mirada que selecciona los escenarios, los sucesos y las gentes de Vado para focalizarlos desde la perplejidad, lo que dota a la historia de una atmósfera de irrealidad que al mismo tiempo es absolutamente verosímil, gracias a la acertada arquitectura de la fábula y al diseño naturalista de los personajes. A veces, cuando mira a la niña que se quiere niño Miguel, el lector siente que se están ligando la voz que cuenta y el personaje que participa en el relato. Técnicamente hay una separación marcada entre el narrador y lo contado, pero esa inocencia salvaje que arma el relato carece de compasión o de afán de condena, contempla y no entiende —como esa niña que busca tesoros ocultos en la basura— esa derrota casi metafísica que se va adueñando de un mundo de muertos vivientes que habitan una tierra baldía.

Un incendio invisible es una novela dura, escrita con un estilo desapasionado, salvo en esas pocas ocasiones en las que el narrador mira a los ojos puros de alguno de los personajes más admirables del relato, como si esa mirada salvaje y limpia fuera también la de un entomólogo que estuviera observando una colonia de insectos que camina hacia su extinción. Su mundo ya no es posible, el egoísmo, la mentira, el abuso del poder y la cobardía de emprender la huida cuando se tiene la posibilidad de escapar sin mirar atrás y sin recordar a los que se quedan, han ido minando la razón de vivir. No tiene sentido seguir en Vado, ya nada es posible allí. El investigador que observa, a veces, siente que todavía hay en la colonia un atisbo de esperanza, pequeños seres hermosos que aún pueden salvarse. Los mira con cierta complicidad. Pero ve cómo ellos también se van, cómo se los llevan otros, o cómo su misma inocencia les impide, al fin, escapar del lento apocalipsis irremediable.

La novela de Sara Mesa no aspira a reflejar grandilocuencias simbólicas, es un relato de acciones íntimas, una radiografía de la vida cotidiana cuando todo se va al infierno y nadie parece darse cuenta de ello. El juego con la distopía es un recurso narrativo, pero no es esta una novela de ciencia ficción, ni una novela de tesis, sino un espléndido artefacto literario que mantiene en vilo al lector hasta la última página. Preciso, cruel en ocasiones, y en otras pintado de humor o de ternura: algún amor sórdido puede salvar, por un breve instante, la sinrazón de habitar un mundo absurdo. Pero no, no es suficiente. Ahí están para recordarlo los símbolos de la ciudad en ruinas, el gran hotel Madison, la insolente Torre Grady, el centro comercial Sunrise... abandonados; el barrio de Bocamanga convertido en un estercolero, los cortes de luz y de agua, el peregrinaje de piso abandonado en piso abandonado... Y es que quizá todo pueda cifrarse en una breve reflexión de Tejada: "Así como yo no puedo comprender mi tristeza tampoco él puede comprender su vergüenza".

Nadie comprende nada, pero todo camina inexorablemente hacia el desastre. No son muchos los momentos de reflexión en esta novela; de haber optado por explicar lo inexplicable, Sara Mesa habría forzado el relato hacia una proyección ideológica demasiado simplista. La escritora encuentra un mundo y se sumerge en él sin prejuicios. Las acciones se suceden, pero nada acaba por salir adelante, salvo la lenta agonía de Vado, que ni siquiera la noche de los incendios feroces podrá acelerar. Un tiempo lento en la intrahistoria resuelto de manera muy efectiva con un discurso medido y rápido en el tempo del relato.

La indagación en los espacios claustrofóbicos y en las relaciones humanas que en ellos se desenvuelven hace de Un incendio invisible, como decíamos al principio, una estancia destacada en el edificio que Sara Mesa continuará con las dos novelas siguientes, Cuatro por cuatro (2012) y Cicatriz (2015), y el volumen de relatos Mala letra (2016), en su empeño por construir un universo narrativo que no tiene comparación con ningún otro de la narrativa española contemporánea. Una novela que resiste la interpretación unidireccional, donde nada es lo que parece, como los tesoros que encuentra en la basura la niña Miguel o ese Rosebud privado de Tejada que responde al nombre de Elena. Una novela magnífica que ahora vuelve a estar en las librerías, donde corresponde.

*Carlos Serrato es profesor de Literatura.Carlos Serrato

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